jueves, 7 de abril de 2011

El río de la vida

EL RÍO DE LA VIDA

















1


La vida es un río que pasa aunque nunca discurre con las mismas aguas. Ya sé que esta idea, desde que Heráclito la acuñara, no es original y que muchos otros escritores y poetas también la han formulado, algunos con fines muy distintos a los que el filósofo se proponía: yo he recurrido a ella sencillamente porque expresa muy bien lo que ahora pienso, todo lo que por mi mente fluye en estos momentos en que me he puesto a reflexionar, por razones que en seguida aclararé, acerca de lo que a mí misma me ha deparado la vida.
Los pensamientos se amontonan en mi cabeza como las aguas de una corriente cuando se altera su curso por algún accidente especial del terreno. Quisiera por ello que se sosegaran un poco y que se sometieran a un ritmo más pausado, sin el cual sería difícil que consiguiera darles el orden que precisan para que yo pueda explicarlos a los demás de un modo más o menos inteligible.
La inquietud que experimento, si es así como cabe definir mi estado, se debe sin duda a la situación en la que ahora me encuentro: dentro de poco, puede que al cabo de unos minutos tan sólo, recibiré la visita de Irene, seguramente la mejor amiga que hasta el presente he tenido, de la que sin embargo un día el destino quiso que me separara y que no pudiera volver a verla hasta que ella ha decidido precisamente venir a visitarme. Es esta espera, como se comprenderá, lo que me pone tan nerviosa e impaciente, pues son tantas las cosas que han sucedido desde que dejamos de tratarnos, que ardo en deseos de tener otra vez a Irene a mi lado para poder contárselas, a pesar de que algunas de ellas ya nos las hayamos comunicado en las cartas que, sobre todo al comienzo de esta larga ausencia, nos hemos remitido.
Llevamos ya algún tiempo sin escribirnos, quizá porque la distancia termina por enfriar los contactos; así que es normal que todo no nos lo hayamos dicho. En mi caso, por lo menos aún quedan bastantes secretos que todavía no le he revelado, posiblemente porque no es lo mismo lo que se escribe que lo que se pueda transmitir cuando tenemos a nuestro destinatario delante. Una de las experiencias, por ejemplo, que a mí más me han afectado en los últimos meses y que ella, por supuesto, ignora, es la relación que acabo de emprender con un hombre al que he conocido de forma un tanto casual y del que casi podría confesar que me he enamorado. Lo he llamado de esta manera, un hombre, porque tiene quince años más que yo y porque es natural que así lo considere. Sorprenderá, en fin, que una chica de dieciocho tenga la osadía de tratar a alguien de esa edad, pero hay veces en que estas diferencias no suponen ninguna dificultad para que dos seres se quieran. Todavía es pronto, ciertamente, para asegurar que esto pueda seguir adelante, ya que aún no hemos decidido en verdad nada al respecto: es sólo el comienzo de algo que yo, llevada de mi propio entusiasmo, he dado en imaginar y en convertir en un proyecto que irá madurando.
Ahora que lo pienso, es posible que a Irene le haya sucedido un hecho parecido…, aunque no sé, en su caso es tal vez menos probable que en el mío, pues ella no reunía entonces las condiciones que yo poseía: era bastante callada y más bien propensa a reservarse sus emociones y a no comunicarlas sino a quien fuera digno de su completa confianza; si se ha enamorado de alguien, cosa que a buen seguro le habrá ocurrido, no creo que haya llegado a alcanzar el objetivo que ella misma se hubiera propuesto; habrá sido como un sueño, como una especie de ideal que se hubiese fabricado con los elementos que de la propia realidad extrajera, porque Irene era así, al menos durante el tiempo en que convivió conmigo, una chica muy idealista y muy proclive a soñar con lo que en su rica imaginación se proyectaba.
Comprendo, no obstante, que es precipitado e injusto lo que digo, ya que todo el mundo está facultado para cambiar y para desarrollar lo que en principio no tuviese. No debería descartar, por tanto, que Irene hubiese sido objeto de un profundo cambio, de una de esas transformaciones que a veces sobrevienen a las personas y que hacen que no conozcamos al momento a las que antes se hubiesen mostrado ante nuestros ojos de una determinada forma.
Como realmente no sé lo que a Irene le conviene, considero que sería mejor abstenerme de manifestar ningún deseo y esperar a que se presente ante mí para comprobar de primera mano lo que hay de nuevo en ella.
Ya he dicho que estoy algo inquieta y que aguardo con impaciencia su llegada. Me pregunto si sabré reconocerla, pues a los trece años, que fue cuando se separó de mí, era todavía una niña que apenas había desarrollado. No es, pues, extraño que haya crecido, como yo también lo he hecho, y que en su rostro hubiesen aparecido rasgos o detalles que entonces no tuviera. Me imagino que será un poco más alta y delgada que yo, pues desde que la conocí ya lo era. Supongo que tendrá buen tipo y que en general su figura no carecerá de cierto atractivo, aunque ella no concedía demasiada importancia a esto, quizá porque en aquella época no valoraba el físico como algo que hubiese de cuidar y de acicalar para que no desmereciera del de las demás. Me acuerdo de que una vez me dijo que todo lo que no fuera natural resultaba postizo y que su mayor virtud, si alguna en realidad tenía, debía brotar de ella como un don innato, como una cualidad que naciera de su espíritu y que se reflejara después en su persona de un modo sencillo.
Me imagino, no sé por qué, que llevará el pelo suelto, tal vez recogido tan sólo con una felpa: le gustaba tenerlo así, que flotara sobre su cabeza sin ataduras ni adornos de ninguna clase. A mí, en cambio, me ha dado últimamente por llevarlo más bien corto, pues como practico habitualmente bastante deporte, me resulta así más cómodo a la hora de lavarlo y de secarlo de una forma más rápida.
Tampoco sé, como es natural, la impresión que yo le causaré: aunque creo que apenas he cambiado, es posible que Irene encuentre en mí novedades en las que yo misma no hubiese reparado. Ella era, de hecho, muy observadora, como correspondía a su genio sensible y romántico; así que no me extrañaría que se fijara en algún aspecto que para mí pasara desapercibido, por el cual a lo mejor advirtiera una variación importante en mi carácter, un giro inusitado en mi vida del que yo no fuera del todo consciente.
El motivo de su visita no es otro que el regreso a la ciudad de la que un día partió con el fin de iniciar sus estudios de Filología, en cuya facultad piensa matricularse en los próximos días. Las dos acabamos de concluir el Bachillerato, y, después de superar las pruebas de acceso a la Universidad, nos corresponde ahora inscribirnos en la carrera que consideramos más adecuada a nuestros intereses. Yo he escogido Periodismo porque es tal vez lo que mejor se adapta al espíritu animado e intrépido que tengo. A ella, por su parte, parece que le gusta algo más tranquilo, algo que no necesite tanta actividad como realmente requiere el periodismo. Ella fue, por cierto, quien me inició a mí en la afición por la literatura, de la que ya era muy amante antes de conocerla. La verdad es que fuimos coincidiendo desde entonces en muchos gustos e inclinaciones, de los que de alguna forma da la impresión de que aún no nos hemos apartado. En pocos meses, nos habíamos convertido en dos apasionadas de la lectura, a la que nos entregábamos con verdadero deleite, con aquel deleite primerizo del que descubre mundos fabulosos que jamás hubiera sospechado.




















2



Para distraer la espera, me he puesto a escuchar un poco de música. He elegido al azar un disco cualquiera, uno de los muchos que componen mi ya nutrida colección de esta materia. Se trata de la sinfonía nº 6 de Beethoven, llamada Pastoral, a la que en otro tiempo profesé un gran fervor. No sé si es lo más apropiado para mi estado actual, pero es el primer disco en el que mis dedos se han detenido y no he querido en ese instante sustituirlo por otro, llevada de nuevo por una suerte de instinto o de premonición que me impulsaba a tomar aquello que el destino o la fortuna me reservaban para tal ocasión.
La música, en cierta manera, es también un río que fluye ante nosotros y que nos invita a entrar en él y a dejarnos arrastrar por su corriente. Sería muy difícil expresar ahora todo lo que yo he experimentado y sentido cuando me he visto en algunos momentos embargada por la música. Ella ha sido para mí un refugio, un modo de aislarme del mundo en que vivía, a veces demasiado decepcionante después de lo que yo hubiera esperado de él. Era entonces un bálsamo, un remedio reconfortante que a mí me resarcía de las heridas que hubiese sufrido, de los muchos sinsabores y contrasentidos a los que la adolescencia está expuesta: a través de ella viajaba hacia lugares remotos que en mi imaginación se representaban, en los cuales poco a poco iba construyendo historias con los mismos materiales que el propio devenir de la música me sugería, parecidos en ocasiones a los creía encontrar en la realidad cotidiana, con mucha frecuencia extraídos también de los ambientes extraordinarios que los libros que habitualmente leía me proporcionaban.
Ahora, sin embargo, lo que yo siento es bien distinto, pues me dejo llevar por los sonidos que escucho y tengo la impresión de que me interno precisamente en una corriente de sensaciones que acaban por dominarme y por conducirme a un ámbito que es totalmente nuevo para mí, en el que yo sólo soy un ser que vive y que se alimenta de los mismos sentimientos que lo van embargando, como si todo lo demás no fuera en verdad imprescindible.
Muchas veces lo que la música despierta en mí son recuerdos, recuerdos que discurren por mi mente desde épocas quizá muy lejanas, en las que todo se resolvía por los contactos que tuviésemos con lo que existía en el exterior. Por eso, decía que la música es también como un río en el que a menudo terminamos por zambullirnos, un río que a veces se desliza tranquilo y mesurado, igual que las notas de una sinfonía cuando parece que sólo aletean en el silencio con la suavidad de una mariposa que surca el aire sin un rumbo preciso. Un río que en otros momentos es, por el contario, agitado y tumultuoso, movido por el empuje que cobran sus aguas cuando se precipitan por un terreno más accidentado. Lo mismo que ellas, en ciertos instantes los recuerdos se revuelven y se suceden con gran rapidez en nuestro interior, suscitando en nosotros emociones muy intensas que no podríamos expresar… Las palabras son, en fin, insuficientes cuando se trata de definir lo que se cobija en nuestro corazón: la realidad externa, en cambio, se nombra fácilmente, con atributos que la describen de una forma muy detallada.
Ahora, mientras escucho la sinfonía nº 6 de Beethoven, he dejado que mis recuerdos rueden por la pendiente de mi memoria y, sin poderlo evitar, me he trasladado en seguida a la mañana en que empecé a relacionarme con Irene, como si aquél fuese el punto de partida de la historia que ahora pretendiera contar. Irene era una niña rara que coincidió conmigo en la misma aula cuando las dos cursábamos 1º de ESO. Yo había notado desde el principio que no se juntaba con nadie: permanecía siempre callada, con cierto aire de indiferencia o de desdén que la aislaba de lo que sucedía a su alrededor. Ya he dicho que era muy alta y delgada; de hecho, descollaba bastante entre las demás compañeras del grupo, aunque no fuera por eso exactamente por lo que yo me fijé en ella, sino por su aspecto extraño y desvalido, de persona recatada y tal vez huidiza. Era rubia, enjuta de rostro, con los ojos azules, dotados de una inusual dulzura, de un fulgor algo atenuado que contrastaba quizá con el resto de sus facciones. Recuerdo que tenía la tez muy clara, las cejas un tanto espesas, la nariz más larga que corta, los labios gruesos y carnosos. A mí casi me llamó la atención desde el primer día, desde que la vi sentada a escasa distancia de mi mesa con expresión distraída y meditabunda, como si no hiciera demasiado caso de lo que le hubieran de enseñar allí. Al principio pensé que era nueva en el instituto y que todavía no había tomado suficiente confianza para tratarse con nadie. Me imaginé, además, que era tímida y que tenía cierto miedo a ser rechazada por los compañeros con los que ahora se rodeaba. Antes de referir cómo se produjo nuestro primer contacto, he de decir que me llamo Sara, igual que la mujer de Abraham, a quien Dios escogiera para hacerlo depositario de una trascendental promesa. Lo mismo que ella, he tenido desde siempre un espíritu animoso y alegre, quizá porque el mismo Dios que a Abraham eligiera me lo ha otorgado para que haga un buen uso de él. Soy también la menor de siete hermanos, por lo que estoy acostumbrada desde pequeña a ser la última en todos los repartos y la primera en ponerme a servir a los demás. He desarrollado así un carácter noble y gentil, ya que no he hecho otra cosa desde entonces que conformarme con lo que me daban, aun a sabiendas de que muchas veces era heredado de los que a mí me precedían. Quizá por esto mismo, no me ha quedado más remedio que sacrificarme y que superar todos los inconvenientes con los que me encontraba, de lo cual no debería arrepentirme, pues me ha obligado a madurar antes de tiempo. Me hice también más sensible, más capacitada para valorar lo que otros desestimaban por inservible o por inútil: para mí no había nada que no tuviera algún valor oculto, alguna cualidad en la que todavía nadie hubiera reparado.
Irene, por eso, no podía pasar inadvertida para mí: era una compañera que quizá necesitaba mi ayuda y a la que yo no debía por ello desatender. Me prometí que había de abordarla cuanto antes, quizá a la salida del instituto, cuando las dos nos dispusiéramos a tomar el camino que nos condujera a nuestras respectivas casas.
Durante toda una jornada, no hice más que pensar en el modo en que me dirigiría a ella para entablar nuestro primer diálogo, aunque luego, como sucede casi siempre, el encuentro resultaría mucho más sencillo de lo que yo hubiera esperado. Ocurrió poco antes de que empezara la última clase. Casi todos los alumnos habían salido al pasillo para esparcirse un rato antes de que llegara el profesor. Irene permaneció sentada en su sitio, con la cabeza vuelta hacia la ventana, por la que entraba una turbia luz de octubre. Hacía un día bastante desapacible, con densos nubarrones que galopaban por el cielo empujados por un viento furibundo.
Me acerqué a ella sin pensarlo dos veces, sin saber si iba a molestarla por mi sorprendente intromisión. Estaba tan absorta que no se apercibió de mi llegada hasta que yo por fin le hablé:
−¿Te aburres en el instituto? –le pregunté en un tono comedido por el temor de que se sobresaltara.
Ella se volvió hacia mí con lentitud y me miró con ojos inquisitivos, como si tratara de indagar en el fondo de mi alma el verdadero interés que me animaba. Durante los segundos que tardó en responder, me di cuenta de que me hallaba ante un ser excepcional, al que no se le habría de ocultar nada de lo que en torno de él se presentara, un ser posiblemente muy instruido y muy bien formado para la edad que entonces tenía.
−Me cuesta mucho adaptarme a los sitios –respondió con voz pausada, como si aquél fuera un pensamiento que poco a poco hubiese ido forjando en su interior y que no le hubiera de causar por ello ningún malestar.
−¿No eres de aquí? –pregunté entonces.
Me volvió a mirar con la misma intensidad de antes, aunque esta vez no se demoró tanto en contestar:
−No. Desde que murió mi madre, no he hecho nada más que ir de un lugar a otro. Ahora mi padre me ha dejado con mi abuela, que vive en esta misma ciudad, mientras él se dedica a sus negocios, porque es ingeniero aeronáutico y viaja mucho, y no puede estar conmigo todo el tiempo que él desearía. Ha preferido traerme con su madre, es decir, con mi abuela, porque así está más tranquilo, ya que ella me atiende muy bien.
Debo decir que me sorprendió su confesión. Nunca hubiese esperado que me revelara tan pronto tantos datos sobre su vida. Quizá lo hizo porque ella también se había percatado desde el principio de que yo no era tampoco como el resto y de que podía confiar en mí todo cuanto quisiera. No pudimos hablar nada más, pues en seguida llegó el profesor que impartía aquella última clase. Nos volvimos a ver, como yo había presumido antes, al término de la jornada, a la salida del instituto. Charlamos en esta ocasión de asuntos relacionados con los estudios, lo cual nos permitió intercambiar opiniones acerca de lo que estábamos aprendiendo en aquellos primeros días del curso. Las dos convinimos en afirmar que no era aquello tan difícil como nos habían dicho y que con un poco de esfuerzo no nos costaría mucho sacarlo adelante. Bastaba, en cualquier caso, con atender en las clases y con hacer a diario todo lo que nos mandasen. Irene, por su parte, me confió que a ella la asignatura que más le gustaba era la Lengua, aunque no le satisfacía el modo en que nos la enseñaba el profesor, pues concedía excesiva importancia a aspectos demasiado formales de la materia. Sus criterios eran, sin duda, muy firmes y contundentes: me asombraba que se expresara con tanta seguridad y desenvoltura, en contra de lo que hacía presagiar la aparente debilidad con que se mostraba a los ojos de cualquiera su figura.



















3



Igual que cuando la escuchaba por primera vez, la música ha suscitado en mí la necesidad inmediata de imaginar, evadiéndome así por unos instantes de la realidad concreta en que me hallo, aunque no obedezca esta huida de ahora a un rechazo de las circunstancias que me rodean, como me ocurría entonces, sino a mi tendencia natural a trasladarme a un mundo paradisiaco, a un lugar en el que mis sueños campeen a sus anchas, sin los obstáculos con los que de ordinario se topan y tienen que sortear para alcanzar el punto al que se encaminan. He imaginado, como no podía ser de otro modo, un paisaje bucólico, en el que todo era hermoso y encantador… No sé, quizá se tratara de alguna escena de una película, de un cuadro entrevisto por mí en alguna galería, de un paraje insólito que yo haya fabricado con mi imaginación alguna vez… Yo misma me veía allí como una pastora, recostada contra el tronco de un árbol a la orilla de un río de aguas cristalinas, a la espera de que mi ganado pastase tranquilamente en la ribera donde yo me hallaba apostada. Oía a los pajarillos cantar a mi alrededor, ocultos entre la fronda; aspiraba con verdadero frenesí el aroma beatífico de las mil florecillas que crecían entre la hierba; posaba mi vista en la lámina azul del cielo, cubierta a ratos de algodonosas nubes…
No sé…, es posible que esto mismo ya lo haya recreado en otra ocasión, tal vez mientras escuchaba esta misma sinfonía, esta maravillosa conjunción de sonidos que se entrelazan y que se vierten en una cascada de acordes tan magníficos. Me parece verdaderamente un milagro que esto tenga lugar, que alguien hubiera sido capaz de concebir y de crear la obra que ahora estoy escuchando. Es una suerte de prodigio, un hecho asombroso que nunca me cansaré de admirar.
Me siento, de veras, afortunada por poder disfrutar de esta maravilla. Fue Irene también quien infundió en mí la afición por la música, al principio de una manera un poco indecisa, pues en aquel tiempo era difícil que tuviéramos ya unos gustos definidos. Recuerdo que, por influencia del padre, a ella empezaron a atraerle determinados compositores, cuyos nombres eran completamente desconocidos para mí.
Teníamos una edad en la que nos fascinábamos con facilidad por cosas que recientemente descubríamos. Me acuerdo ahora, en especial, de las historias que nos relataba la abuela de Irene, la mayoría de ellas entresacadas de su propia vida. Nos sumergían en una época que no habíamos conocido, en una época que a nosotros nos parecía irreal por mucho que ella nos insistiera en que hubiese sido verídica; algo tienen, sin duda, los relatos que los convierte en creaciones que pertenecen a otro ámbito, a una dimensión que por supuesto escapa de las coordenadas en que vivimos.
Se llamaba Amalia la abuela de Irene y estaba ya bastante entrada en años. Tenía el pelo canoso, de un blanco casi resplandeciente, una especie de halo de santidad que se suspendiera sobre su cráneo y que enmarcara a la vez su rostro ovalado y marchito. Sus ojos, como los de la nieta, eran azules, si bien en ella habían perdido el brillo que los hubiera hecho en otro tiempo muy atractivos. Recuerdo, además, que tenía la boca muy grande y que redondeaba o fruncía mucho los labios cuando hablaba, de acuerdo con lo que estuviese diciendo en ese instante. Aunque un poco cascada, su voz resultaba todavía bastante jovial, quizá porque aún la animaba un espíritu muy enérgico.
A mí la verdad es que me atrajo desde el primer momento. Vivía, como ya he recordado, con la nieta, a la que casi quería como a una hija. Muchos días nos reuníamos con ella al caer la tarde, después de que las dos hubiéramos hecho los deberes. Era entonces, sobre todo, cuando nos refería sus historias, muchas de ellas protagonizadas por gente muy humilde, a la que ella había tratado mucho. Recuerdo especialmente la de una mendiga que solía ir a pedir a su puerta y a la que ella misma socorría desde pequeña con las raciones de comida que su madre le entregaba para que se las diera. Según nos decía, había muchos pobres entonces, muchas personas desafortunadas que pasaban hambre y que subsistían con los pocos recursos de que disponían, en la mayoría de los casos gracias a la caridad de quienes se compadecían de su suerte. Nos contaba muchas anécdotas de gitanos, de estraperlistas, de gañanes, de arrieros, de vendedoras ambulantes de castañas y de buñuelos… En sus relatos aparecían los seres más pintorescos, descritos por ella con sabia maestría, con una admirable selección de los detalles más precisos. Casi se diría que le interesaban más los tipos que los hechos que de ellos luego narraba, pues a menudo solía tratarse de sucesos muy tristes, en los que aquéllos se sobreponían con gran dificultad a todo lo que les sobrevenía.
Era, indudablemente, una estupenda narradora, capaz de envolver sus historias en un halo de magia, en el que sus oyentes muy pronto quedaban atrapados. A mí, por lo menos, me causaba un gran efecto lo que oía: parecía como si sus palabras ejercieran sobre mi ánimo un poderoso hechizo, del que por supuesto no intentaba salir hasta que ella no acababa de hablar. Me veía en seguida trasladada al tiempo de su infancia, a los días oscuros en que ocurrían aquellos sucesos: para mí era como un viaje a través de los años que nos separaban de aquel periodo, un viaje que reuniera el atractivo del que se realiza para desplazarse de un lugar concreto a otro del que apenas se conoce nada.
Yo creo que es la música la que me devuelve estas sensaciones, posiblemente dormidas hasta ahora en el fondo de mi memoria. La música que sigue sonando mientras yo aguardo, cada vez con menos impaciencia, la llegada de Irene, a la que he llegado a sentir muy cerca de mí cuando evocaba las tardes en que las dos nos sentábamos delante de su abuela para escuchar sus historias.













4



No sé en qué momento nuestra amistad quedó ya sellada para siempre. La amistad es algo que, sin duda, se afianza poco a poco, a medida que una va entrando en el mundo de la otra. Es un proceso que pasa por diversas etapas, igual que las aguas de un río desde que brotan del manantial de montaña en que nacen... Primero es una relación indecisa, en la que sin embargo se producen sorprendentes hallazgos que no hacen sino suscitar el interés de conocer mejor a la persona con la que tratamos. Entre Irene y yo, se produjeron, en efecto, ya desde el principio importantes coincidencias, determinadas maneras de ver las cosas que las dos compartíamos: aunque éramos muy diferentes, más bien parecía que hubiéramos nacido para entendernos, pues muy pronto nos dimos cuenta de que en lo esencial manteníamos los mismos criterios.
Durante algunas semanas, nos reunimos en muchas ocasiones, la mayoría de las veces en la casa de la abuela de Irene, adonde a mí no me importaba ir para verme con ella. Yo, por cierto, no vivía muy lejos y el camino que me llevaba hasta allí lo conocía muy bien, por lo que mis padres, acostumbrados a dispensar bastantes concesiones a sus hijos, no pusieron ninguna objeción para que yo pudiera reunirme con mi amiga.
Fue aquél un periodo muy provechoso, en el que dimos en fijar una serie de puntos en los que las dos coincidíamos. De algún modo, se trababa entre nosotras una complicidad que nos unía cada vez más y que nos distanciaba al mismo tiempo del grupo de compañeros de la clase… Es lo que siempre ocurre cuando se crean afinidades en medio de un ambiente en el que existen aficiones y gustos muy dispersos. Los compañeros, de hecho, no tardaron en advertir nuestro distanciamiento y comenzaron a tildarnos de muchas maneras.
Después de aquello, sobrevino una época más tranquila, en la que ya no necesitábamos adoptar ninguna medida para que los demás respetaran nuestro comportamiento. Fue entonces cuando a Irene le dio por iniciarme en la lectura, a la que ya ella era bastante aficionada. Aunque yo era algo reacia a leer más de cinco páginas seguidas, ella me convenció de las ventajas que aquella práctica comportaba. Me persuadió de ello, sin duda, con su propio ejemplo, pues en aquel tiempo ya leía mucho y podía opinar sobre los libros que había leído, todos ellos de un enorme prestigio en la historia literaria. Casi sin querer, despertó en mí las ganas de imitarla y de contrastar sus opiniones con las que yo pudiera tener sobre aquellos mismos títulos. Con gran ansiedad, traté de ganar el terreno que ya había perdido y, aunque aún me faltaba mucho para colocarme a su nivel, me puse yo también a leer todo lo que más me había llamando la atención, empezando por aquellos libros que consideraba ya imprescindibles. Lo primero que leí, pues Irene me lo había ponderado bastante, fue Alicia en el país de las maravillas, una historia que no dejó de fascinarme y que me enseñó principalmente a valorar los sueños que todos llevamos dentro, mucho más interesantes que lo que la propia realidad por lo común nos ofrece.
Éste fue, como digo, el comienzo: luego vinieron otros libros, de los que ahora sería muy difícil dar cuenta en el orden en que se sucedieron. Lo importante de esta costumbre fueron los acuerdos a las que las dos llegamos, los planes que nos hicimos a partir de entonces. Nuestra amistad, antes un tanto indecisa, contaba ya con unos fuertes asideros en que cimentarse: nos unían los mismos ideales, los mismos objetivos con los que ahora afrontábamos la vida. No sabe el que carece de estos fundamentos lo que se pierde, como yo no sé qué sería de mí si no los tuviera: probablemente me habría abandonado a una existencia más cómoda, como les ha pasado a tantos que se han dejado arrastrar por las cosas que el mundo les ofrecía. Con dieciocho años, no dudo en comprender que lo que nos hace diferentes es precisamente esto, la ilusión con que aguardamos lo que nos puede deparar el futuro…
Después de esta digresión, he de retomar cuanto antes el hilo de los recuerdos, remontándome de nuevo a aquellos días irrepetibles que compartí con Irene. Su abuela, de quien guardo tan grata memoria, solía mandarnos los sábados por la mañana a comprar a una tienda que había en la esquina de la calle donde ellas vivían. Regentaba aquel negocio un hombre alto que muy pronto se granjeó nuestra confianza. Ahora, después de cinco transcurridos, puedo afirmar con total seguridad que no he conocido nunca a persona más amable y simpática que aquélla. Con tales virtudes, no era de extrañar que estuviese a menudo su local atestado de clientes, a los que solía tratar con igual deferencia: a todos, puesto que los conocía bien, los llamaba por su nombre y les preguntaba por asuntos privados de sus vidas, por los que se mostraba siempre sinceramente interesado.
Era un hombre cortés y muy atento, al que jamás se le escapaba ningún detalle con el que pudiera prestar un mejor servicio a su clientela. Siempre sonriente, sabía decir en cada momento lo que era más oportuno, adivinando en muchas ocasiones lo que más acuciara a la gente; de modo que casi se podía asegurar que disponía de un sexto sentido para realizar con mayor eficacia su trabajo, para despachar con más diligencia a todo el que acudiese a él.
A nosotras, como era natural, nos trató desde el principio con mucho cariño: nos llamaba “las niñas del barrio”, como si no existiesen otras más en la vecindad. “¿Qué se les antoja hoy a mis niñas?”, solía decirnos en cuanto nos veía aparecer por la puerta; y como casi siempre comprábamos lo mismo, él muchas veces se adelantaba a nuestras peticiones, mostrando una fingida sorpresa si se producía alguna variación que no esperase.
Yo no he conocido, como decía, a nadie igual. Era tan bueno, que una sentía en seguida deseos de ser como él, de no desviarse del camino que la llevase a la bondad, porque yo estaba segura de que Pepe, como así se llamaba, nunca haría nada malo a nadie: se podía confiar perfectamente en él, como él también confiaba de antemano en los demás; era una especie de afinidad que se transmitía fácilmente y que hacía mucho más receptivo y afable al otro, cualquiera que fuese su condición, aun cuando su aspecto resultara bastante sospechoso.
Era, en fin, tan acogedor, que siempre estaba dispuesto a atender de buen grado a sus clientes, como así comprobamos Irene y yo más de una vez. A aquella edad era normal que nos fijáramos en la actitud de los mayores, en los gestos con que habitualmente ejecutaban sus labores, en el modo con que intentaban cumplir sus promesas.
Un día que estábamos en la tienda, asistimos a una escena que corroboraba lo que pensábamos de Pepe. Había allí una mujer con trazas de pordiosera que no parecía encontrarse en su mejor momento y que olía, por si faltaba poco, muy mal. Tenía el pelo enmarañado, como si no se lo hubiera lavado desde hacía mucho tiempo. Cualquiera, la verdad, la habría despedido sin más, pues daba un poco de grima verla en tal estado. Nosotras creíamos que Pepe haría lo mismo, ya que era un caso muy peculiar que no admitía otra salida. Había pedido, si no recuerdo mal, un litro de leche y una caja de galletas, con los cuales pensaba alimentarse hasta la mañana siguiente, según dijo ante la atenta mirada de los que allí nos hallábamos. Pepe no rehusó dárselos, como hacía con cualquier cliente; sin embargo, cuando fue a pagar, la extraña mujer fingió que rebuscaba en una faltriquera y rogó con mucho encarecimiento a aquél que le regalara los artículos, pues no disponía de ningún dinero. En lugar de recriminarla, Pepe aceptó su propuesta con la misma amabilidad que hubiera empleado con cualquiera. “Por hoy puede usted estar tranquila”, le dijo con buen ánimo, al tiempo que metía los productos en una bolsa. La mendiga asintió con la cabeza, algo sorprendida también de la manera con que aquel señor tan generoso la había tratado.
Alguien, cuando se fue, comentó que aquello no estaba bien, a lo que Pepe replicó que no había tenido más remedio que actuar así, pues él no podía volverle la espalda a una persona que daba señales de encontrarse en una situación tan lamentable.
A nosotras, todavía demasiado inocentes, nos proporcionó Pepe con aquel ejemplo toda una lección. A la simpatía que antes nos inspiraba le sucedió la gran admiración con que a partir de entonces lo consideraríamos, pues no era muy normal la acción que habíamos presenciado.












5



La música me devuelve, inevitablemente, a aquellos días, a aquel curso en que Irene y yo nos hicimos tan amigas. Nos veíamos casi a diario, no sólo en el instituto, donde, como ya he dicho, coincidimos en la misma clase, sino también en la calle y sobre todo en la casa de la abuela de Irene, que tanta influencia hubo de tener en nuestras vidas.
Ya he contado algo de ella, algo de lo que nos relataba a las dos cuando nos reuníamos a su lado después de hacer los deberes. Muchas veces nos preparaba la merienda y, mientras dábamos cuenta de ella, se ponía a narrarnos lo primero que le venía a la memoria.
Me acuerdo, especialmente, de una historia, de una historia que nos llegó a contar en varias ocasiones aunque de distinta forma. Se trataba de lo que le había sucedido a una niña que, por diversas circunstancias, apenas salía de su casa, donde pasaba la mayor parte del tiempo recluida. No era, por cierto, una niña pobre, como solían ser las que aparecían en muchas de sus narraciones, aunque daba la impresión de que sentía por ella la misma compasión que por las otras. Decía que desde pequeña había estado enferma y que por eso había tenido que guardar reposo durante varios años. Esto la hizo más introvertida y soñadora de lo que era habitual a su edad, ya que no le quedó más remedio que aferrarse a su fantasía para compensar todo lo que pudiera echar en falta. A partir de los relatos que a ella su vez le referían, casi siempre contados por las criadas que había en su casa, construía con su propia imaginación un mundo fantástico, poblado por seres de otras épocas, a los que ella atribuía los rasgos que más le interesaran en cada momento, pues solía introducir numerosas variantes en ellos, de acuerdo con el estado de ánimo en que se hallara cada día.
Este ejercicio la ayudaba a sobrellevar la triste situación en la que a menudo se encontraba. Aunque a veces recibía la visita de unas primas, lo más normal era que estuviese sola, aislada en su gabinete, rodeada de papeles y de materiales de dibujo con los que con frecuencia trataba de combatir también el aburrimiento.
Las horas, como era natural, pasaban para ella muy despacio. Mientras las demás niñas iban a la escuela o jugaban en las aceras de las calles, ella permanecía en el mismo lugar, deseosa de escapar algún día de aquella prisión en la que su enfermedad la tenía confinada.
Nunca nos reveló Amalia su nombre, quizá porque no hiciera demasiada falta. Nosotras, convencidas de ello, tampoco osamos preguntárselo; tal vez si lo hubiéramos hecho, las cosas habrían sido mucho más claras y aquella historia habría perdido también gran parte de su encanto, ya que suele ocurrir así en la mayoría de los relatos, que siempre se reservan algo para mantener el interés de sus destinatarios y para crear de esta manera un clima de misterio que los hace más intrigantes.
Después de algunos años de reclusión forzosa, la niña comenzó a dar sus primeros pasos por los alrededores de la vivienda, siempre en compañía de la madre o de alguna fiel criada, ya que la madre era, por lo visto, una mujer muy pusilánime que cuidaba con gran celo a la hija y que no permitía que tomase una excesiva confianza por el temor a una recaída.
Debido a esto, la pequeña también desarrolló un espíritu algo cobarde y enfermizo, pues se vio de alguna forma contagiada por los miedos que casi sin querer le imbuía su progenitora.
−Por todo se preocupaba –comentó la abuela de Irene en cierta ocasión−, a veces por detalles que no tenían realmente ninguna importancia, por peligros que tal vez sólo ella advirtiese, por un mal aire que en la calle de pronto pudiera levantarse, por un tropezón inoportuno, por una herida que quizá se hubiera infectado… Vivía angustiada, pendiente de cada nueva circunstancia que en torno a su hija observase. De buena gana la hubiera encerrado en una campana de cristal para preservarla de todos los males. Era un amor muy egoísta, aunque ella no era consciente de que lo fuera, porque todo lo hacía por el bien de la hija, a la que siempre hubiera querido tener a su lado para que no le pasara nada.
−Supongo que las cosas cambiarían alguna vez, porque así no se podría vivir –opinó sobre aquel caso Irene, a la que se le veía bastante afectada por él.
La abuela la miró con cierta satisfacción antes de responder, como si de veras se sintiera correspondida por el interés que mostraba la nieta por la historia que estaba contando.
−Cuando la niña cumplió once años, la madre le permitió ir a la escuela por primera vez. Aquello fue para ella algo muy grande, como podéis imaginar. Fue como ingresar en el mundo que tanto había anhelado. Se sintió tan contenta, que en poco tiempo aprendió a leer y a escribir. El contacto con las otras niñas la animó mucho y muy pronto empezó también a salir con ellas. Todo lo que no había hecho hasta entonces estaba ahora a su alcance de modo gratuito, como si se tratara de un milagro del que siempre hubiera de estar agradecida.
−¿Y qué pensaba la madre ante aquello? –pregunté yo, interesada también por lo que nos estaba refiriendo.
−Le costó mucho aceptarlo −replicó−: cada vez que ella salía, lo pasaba muy mal, porque siempre temía que le pudiera ocurrir algo. Si se retrasaba por algún motivo, no dudaba en ir a buscarla, a pesar de que a la hija no le gustaba que las amigas la vieran entonces con ella. La niña quería ser como las otras, disfrutar de la misma libertad de la que las otras disfrutaban, poder ir a donde se le antojara sin que la madre lo supiera… Fue también una etapa muy dura, pues se despertó en ella cierta rebeldía que siempre tenía que vencer.
−Nunca sería feliz aquella niña –interrumpió Irene, condoliéndose una vez más de la protagonista de aquel relato.
La abuela volvió a hacer una pausa y clavó en ella sus ojos de agua, en los que por un momento pareció que se esbozaba un fulgor apagado. Tenía la expresión dulce, como si en aquel instante estuviese sumergida en un sueño muy plácido, en una especie de retorno a un pasado del que no quisiera salir.
−Si se lo hubieran preguntado entonces a aquella niña, probablemente hubiera dicho que no, que no fue muy feliz –respondió con un hilo de voz, sumida todavía en sus propios recuerdos−; sin embargo, si se lo pudieran preguntar ahora, seguramente diría que sí, que a pesar de todo lo pasó bien, porque los inconvenientes de la infancia se ven después como algo pasajero, como un dolor que condicionó por un tiempo nuestras vidas pero que no consiguió extinguir la ilusión que en ellas se albergaba. La infancia es nuestro mayor tesoro; si volvemos a ella con el pensamiento, podremos descubrir gran parte de lo que ahora somos… Es un ejercicio muy sano que yo os recomiendo: cuando seáis mayores, no dejéis de indagar en vuestra memoria para conoceros mejor; estoy segura de que nuestra forma de ser, nuestro forma de concebir el mundo, está ya moldeada en aquellos primeros años, de los que nunca deberíamos olvidarnos.
Las dos, Irene y yo, dedujimos de su respuesta que, en efecto, la niña logró superar aquello y que dentro de lo que cabe fue feliz. Satisfechas de este resultado, no volvimos a preguntarle aquella tarde nada más; nos conformamos con lo que sabíamos, si bien intuíamos que quizá hubiera algo más, algún aspecto que todavía no se nos hubiese desvelado y que, por tanto, quedaba pendiente para una nueva ocasión.















6



La vida, como decía antes, es un río que fluye sin cesar. En su discurrir se van sucediendo experiencias que dejan una honda huella, anécdotas que ocurrieron en una determinada época pero que se recuerdan como si se hubieran producido ayer, episodios que no dejan de inquietarnos y que nunca se podrán repetir. Hoy, mientras escucho esta música que también fluye ante mí, me acuerdo de muchos momentos que compartí con Irene durante aquel año. Uno de ellos, aunque quizá no sea el más determinante, fue cuando volvimos a encontrarnos con Teresa, aquella mujer estrafalaria que ya tuvimos oportunidad de conocer en la tienda de Pepe.
Como ya éramos mayorcitas, se nos permitía a veces salir a la calle cuando no teníamos asuntos más importantes que hacer. La calle sería a partir de entonces otro de los lugares que más nos marcaron entonces, ya que en ella descubrimos un mundo muy diferente del que en la casa se nos podía brindar, un mundo poblado por tipos muy diversos que despertaban nuestra curiosidad.
Teresa fue, sin duda, uno de estos tipos, pues se nos presentaba ya desde el principio como una mujer que no se sometía a ninguna norma social, que vivía como a ella se le antojaba mejor.
Dimos con ella por casualidad, una tarde de febrero en que las dos salimos a despejarnos un rato, pues a los estudios hay que concederles de vez en cuando una tregua para retomarlos después con más ánimo. Recuerdo que estábamos detenidas delante de un escaparate cuando ella pasó a nuestro lado con una hilera de perros detrás. La reconocimos en seguida, pues su aspecto era de los que no se olvidan fácilmente. Al verla, nos quedamos mirándola, como si hubiéramos asistido a la aparición de un personaje de ultratumba. Al principio, ella no pareció percatarse de nuestra presencia, sino que siguió caminando como si nadie la estuviese observando, ajena a todo lo que en ese momento la rodeada. Sin embargo, cuando ya creíamos que la perderíamos pronto de vista, mezclada con la multitud que se movía a aquella hora por la calle, tuvimos la sorpresa de que se volvía y de que se dirigía a nosotras para hablarnos con la confianza de una vieja conocida:
−Vosotras sois las niñas del barrio, ¿no?, las que estabais el otro día en la tienda de Pepe, del hombre más bueno de este vecindario –nos dijo plantada delante de sus perros, que detuvieron también la marcha al notar que su dueña se paraba.
−Veo que tiene una gran memoria –se me ocurrió decir a mí ante el desconcierto de mi amiga.
−Soy una buena observadora, aunque la gente no se lo crea –repuso la mujer, esbozando una pícara sonrisa.
−¿Le gustan los animales? –volví a intervenir yo, abarcando con la mirada los ejemplares que la acompañaban.
Ella entonces los acarició con gestos de verdadero cariño antes de responder:
−Sí, ellos son mis mejores amigos: los quiero como si fueran mis propios hijos, para qué os voy a engañar. Ellos son muy fieles; agradecen todo lo que se les haga y, aunque una a veces no se porte bien, nunca se lo guardan, sino que parece incluso que se vuelven aún más cariñosos, como si pretendieran reconquistar el afecto que se les tenía al pensar que habían sido ellos los que causaron el enojo del amo. Las personas, en cambio, son egoístas y muy rencorosas, y jamás olvidan lo que por descuido o por otra razón se les hace. A mí, por lo menos, me han decepcionado bastante las personas, para qué os voy a contar. Por eso vivo sola y no quiero más compañía que estos perros que veis, con los cuales me comunico mucho mejor que con los humanos.
−Sí, pero lo que dice es injusto, porque todo el mundo no es igual –protesté yo.
−Es cierto: se me olvidaba que hay excepciones, como podéis ser vosotras quizá. Vosotras sois unas niñas muy amables con un gran corazón. Ojalá sigáis siendo así siempre, porque después la vida se encargará de cambiaros, haciéndoos muy diferentes de lo que ahora queréis ser. Es una tendencia contra la que es muy difícil luchar, una ley que impone el mundo a los que pretenden conseguir algo en él. Yo, durante algún tiempo, también me vi arrastrada por la sociedad, pero luego decidí apartarme de ella, porque me obligaba a aceptar cosas que a mí no me satisfacían. Me convertí a los ojos de los demás en una vagabunda, en una mendiga que no merecía ningún aprecio… No sé lo que pensáis vosotras de mí. Tal vez me veáis como una bruja, como una maga que va caminando por esta ciudad con sus hechizos a la espalda… Las niñas soléis tener mucha imaginación: vuestra realidad no coincide nunca con la de los adultos, en la que sólo es importante lo que reporta un beneficio material.
−Nunca se nos ha ocurrido que fuera una bruja –la interrumpí yo, impulsada por la simpatía que ya me inspiraba.
−Hay brujas que son buenas y que sólo se dedican a ayudar a los demás con sus poderes mágicos –contestó ella, mirándome con cierta ternura−. La gente tiene un concepto muy equivocado de esta clase de personas; por eso, vosotras quizá penséis igual. Pero, aunque lo parezca, no soy una bruja, ni buena ni mala. Soy, simplemente, una mujer con una gran porción de años que ha decidido renunciar a las cosas de este mundo para vivir en paz. Éste es mi mayor bien, aunque no os lo creáis, estar a solas conmigo misma, rodeada sólo por estos fieles seguidores que me acompañan –volvió, en esto, a mirar a los perros, que empezaban a moverse inquietos a su alrededor−. Yo ya no ambiciono nada: fui muy soñadora, me embarqué en muchos proyectos mundanos, luché por alcanzar un estado de mayor bienestar…; sin embargo, al final me vi desengañada, porque nada resultaba ser como yo había pensado. Había en el fondo de mi ser un resto de sensatez que me impedía identificarme con lo que iba logrando y que ahora ha hecho que viva de una manera muy distinta… Quizá sea esto lo que me aguardaba en este tramo del camino que me ha tocado recorrer, porque todos tenemos un destino, un destino que ya está determinado por lo que somos desde que comenzamos a vivir.
−¿Es usted feliz? –inquirió entonces Irene.
La mujer abrió mucho los brazos, como si quisiera expresar así mejor lo que sentía. Era aquél un gesto excesivo al que no estábamos acostumbradas, por lo que nos pusimos algo ansiosas hasta que por fin se produjo su respuesta.
−Si no lo fuera, no estaría aquí –replicó con cierto aire de misterio−: estaría, como ya os he dicho, donde siempre he estado, disfrazada de una mujer de bien… Yo soy, en efecto, feliz porque me he retirado a tiempo, porque ya no vivo como antes había vivido, porque ahora me he encontrado a mí misma, porque ya no ansío otra cosa que gozar de la paz que reina en mi interior.
−¿Cómo se llama usted? –preguntó de nuevo Irene cuando más exaltada se hallaba nuestra interlocutora.
−Me llamo Teresa. Es el nombre que siempre he tenido: no creáis que lo he cambiado después de la transformación que en mí se ha producido. El nombre es algo intocable, pues con él siempre nos hemos identificado: con él nos han llamado nuestros padres y nuestros primeros amigos, con él hemos vivido y con él habremos un día de morir. Es lo que más nos define, nuestra principal seña de identidad. Si alguna vez lo perdiera, si alguna vez dejara de llamarme Teresa, estoy completamente convencida de que ya no sería la misma: me convertiría en una especie de indigente que hubiese perdido también su memoria, que no supiera ubicarse en el mundo.
Después de comunicarle nuestros nombres, como era de rigor, yo me atreví a preguntarle por su estado civil, interesada a esas alturas en conocer más detalles de aquella extraña señora.
Por un momento creí que no respondería, pues hizo ademán de seguir la marcha, rodeada por sus inseparables guardianes. Pero luego pareció arrepentirse y me miró muy serena, como si la pregunta no se la hubiera formulado realmente a ella.
−Soy viuda −confesó−. Mi marido murió hace mucho tiempo, antes de que hubiéramos tenido descendencia. He vivido sola desde entonces, porque no quise ya más compañía de otro hombre. No lo necesitaba: lo que me podía dar un hombre ya me lo había dado mi marido, así que rechacé a todos los que después se me acercaron. Durante algunos años continué trabajando, sin que apenas se notaran otros cambios en mí. Cumplía una función en la sociedad, una función que no era en el fondo muy diferente de la que les correspondía a los demás… Sin embargo, un día me harté, me cansé de tener que hacer siempre lo mismo, me cansé de dar cuentas a esa misma sociedad de lo que yo hacía. Quería ser diferente, pues del otro modo no lo era: era una simple gota que se juntaba con otras gotas para formar un charco muy grande, una enorme extensión de agua en la que todo venía a ser igual. Por eso, me distancié, porque yo no quería verme hundida allí, porque la gota que yo era tenía que separarse para que pudiera distinguirse del conjunto en el que hasta entonces había estado inmersa. No sé si me comprendéis: quizá me veáis como una loca, porque digo cosas que al resto de los mortales tal vez no se le ocurrirían. Pero no os asustéis: yo soy así, así de estrafalaria y de sencilla, por paradójico que pueda parecer.
−¿Dónde vive? –preguntó Irene.
−Vivo en la calle, igual que los mendigos. De alguna manera, me gustaría ser como ellos. Yo no quiero vivir en un lugar fijo, porque eso es sólo privilegio de los que están conformes con lo que tienen. Deambulo de un sitio a otro y me alojo de noche donde creo más conveniente, en cualquier rincón donde me sienta más a gusto. A veces, en invierno, me abrigo con cuatro cartones o me protejo del frío con el calor que puede irradiar de mis propios perros, con los que me arropo mejor que con varias mantas de lana puestas sobre mí.
−¿Cuántos años tiene? –quise saber yo, sorprendida de la clase de vida que llevaba.
Teresa rió por primera vez, mostrando una dentadura descabalada.
−Tengo más de lo tú piensas –contestó sin dejar de reír−. He vivido ya bastante, querida amiga. La verdad es que no me importaría morir…
−¿No le teme a la muerte? –interrogó Irene.
−No, en absoluto –repuso ella−. A la muerte le teme quien tiene algún tesoro aquí, pero yo, como veis, no dispongo de ninguno al que me pueda aferrar. Soy libre, libre para escapar de este mísero mundo cuando el gran Proveedor determine, cuando mi hora por fin esté cumplida.
−¿Y no sentiría entonces abandonar a sus perros? –volvió a interrogar Irene, decidida a disipar todas sus dudas.
Teresa tendió su vista sobre los animales, que daban vueltas en torno de ella como si estuvieran deseosos de marcharse.
−Ellos buscarán un nuevo dueño –respondió después de una breve pausa−. Yo estoy segura de que su instinto los impulsará a sobrevivir… No, no me preocupo demasiado por ellos: la muerte, de algún modo, forma parte también de la naturaleza; si yo muero, los perros intuirán que es algo que tarde o temprano tendría que suceder, un hecho que deberán superar cuanto antes si no quieren fenecer también. A mí, como veis, no me ata tampoco ningún afecto: soy completamente libre, como os decía, porque así lo he deseado desde hace mucho tiempo.
La conversación concluyó aquí, pues Teresa se giró para reanudar al fin su camino. En pocos segundos se perdió entre la gente, seguida de cerca por aquella cohorte canina.
Durante algunas semanas, dejábamos de verla para volverla a encontrar en cualquier lugar de la calle, casi siempre cuando menos la esperábamos. A veces nos parábamos a hablar con ella, como habíamos hecho aquella tarde de febrero. Era ya una conocida, con la que nos era forzoso detenernos para comunicarnos lo que se nos antojaba más interesante.
La verdad es que Teresa tenía un aura un tanto peculiar: daba la impresión de que se disolviera para reaparecer cuando ella considerara preciso. Aunque nos había asegurado que no lo era, entre nosotras, a modo de broma, la tomamos por una bruja, por una bruja muy simpática que no nos podía hacer ningún daño.













7




El curso, como habíamos sospechado desde el principio, no resultó tan difícil como nos habían vaticinado. Irene, que era más lista que yo, pronto comenzó a destacar en varias asignaturas, especialmente en la de Lengua, que era la que más le gustaba, a pesar de que no estaba demasiado conforme con los métodos que empleaba el profesor.
A mí, aunque falte a la modestia, tampoco me fue mal: aun cuando no sacaba las notas de Irene, con un poco de esfuerzo conseguí situarme también entre los más aventajados de la clase.
Estaba claro que estos resultados eran, sobre todo, fruto de nuestro trabajo diario. Éramos conscientes de que sin él nunca conseguiríamos nada, por muy inteligentes que fuéramos o por muy bien dotadas que estuviéramos para ello. Estudiábamos porque era nuestra principal obligación: desde el primer momento nos conjuramos para no ceder en nuestro empeño, para no caer nunca en el desánimo. Lo peor para un estudiante es no confiar en sus posibilidades: si pierde la ilusión, será casi imposible que logre sus propósitos.
Fuimos, por esto, muy valoradas por los profesores, en especial por nuestra tutora, a la que llegamos a profesar un gran cariño. Muchos compañeros, sin embargo, no lo supieron entender, y nos trataron con cierta animosidad, quizá por la envidia que sentían hacia nosotras por nuestra mayor progresión.
Es éste también un pecado muy común en la adolescencia: como es una edad muy confusa, la gente se suele volver bastante susceptible y tornadiza; a veces, por un insignificante motivo, se le tilda a alguien de un determinado modo para separarlo del grupo. Por lo general, no se tolera lo que resulta distinto a lo que cree uno, especialmente si es esto lo que proclama la mayoría.
En nuestro caso, ocurrió algo parecido: Irene y yo nos vimos aisladas por las maniobras de ciertas compañeras que nos tenían cierta antipatía. La suerte fue que para nosotras estas cosas apenas eran relevantes, pues en nuestro mundo existían otros valores a los que concedíamos más importancia. Vivíamos de alguna forma ajenas a lo que a nuestro alrededor sucedía, a las relaciones que en torno de nosotras se estaban produciendo.
En la clase, había varios líderes que trataban de influir en el resto: lo hacían por pura inclinación personal, porque siempre habían estado acostumbrados a manejar las voluntades de los demás en beneficio propio. Uno de ellos era Luis Manuel, del que nosotras nos mantuvimos siempre un tanto alejadas: era un tipo, a nuestro parecer, demasiado engreído, al que le gustaba con frecuencia hacer chistes muy fáciles, a menudo a costa de los que tuviesen algún defecto.
Claudia era otra chica que ejercía a su modo una gran influencia. Como era muy extrovertida, solía seguirla un nutrido grupo de adeptos, con los que en apariencia congeniaba bastante. Aunque no teníamos suficientes criterios para juzgarla, a nosotras no acabó de convencernos, ya que intuíamos que su comportamiento no debía de ser demasiado sincero.
Ninguna de las dos pretendía erigirse en protagonista de la clase: preferíamos, por el contrario, pasar desapercibidas, permanecer allí sin llamar la atención de nadie. Quizá a alguno le pareció extraña nuestra actitud, pues no había de ser muy normal que dos chicas se mostraran tan reservadas y distantes.
La única compañera que trabó una relación más fluida con nosotras fue Antonia, quizá porque era también muy diferente de las otras. Como era bastante sensible, temía juntarse con quienes pudieran sobresaltarla: a ella tampoco le iban mal los estudios y muchas veces intercambiaba con Irene y conmigo opiniones sobre lo que estábamos aprendiendo. De algún modo, nos convertimos en sus protectoras: a nuestro lado se sentía mucho más segura, sobre todo cuando el ambiente del grupo se ponía más tenso.
Fue, en realidad, un curso decisivo, tal vez el inicio de una nueva etapa que sería muy determinante en nuestras vidas. Aunque no fuéramos completamente conscientes de ello, barruntábamos que lo que entonces estábamos viviendo no podía ser algo baldío. Para mejorar mi rendimiento, a mí me dio por desarrollar un poder especial, una suerte de conjuro mágico que me ayudaría a sortear todos los obstáculos. No se trataba de un acto sobrenatural, como pensarán quizá algunos, sino de un ejercicio mental con el que yo fortalecía a menudo mi autoestima, con el que yo misma me persuadía de que nada podría quedar fuera de mi alcance. Me había dado cuenta, después de varias experiencias, de que el pesimismo era un pesado lastre, con el que raramente se llegaba muy lejos: si una no confiaba en su propia suerte, al final las cosas salían siempre torcidas. En cambio, con una mentalidad más abierta y positiva, todo parecía que tomara un rumbo más favorable, como si realmente influyese en los hechos la fuerza que una llevase dentro.
Fue así como superé algunos escollos que se presentaron en mi camino. Uno de ellos, quizá en aquellos momentos el más importante, fue el de la asignatura de Matemáticas, por la que yo no había sentido nunca ningún afecto. Siempre se me atragantaba, como solíamos decir entonces: me costaba mucho concentrarme para realizar bien las operaciones; con frecuencia se me escapaba algún número que me impedía dar con el resultado correcto. Era, ciertamente, para mí un auténtico suplicio, eso de ir haciendo las restas o las multiplicaciones con un rigor exhaustivo. Para solventar este problema, traté de pensar que aquello escondía alguna clave secreta que yo tenía que descubrir, por lo que comencé a trabajar con muchas más ganas que antes; comprendí así que nada es por su propia naturaleza desagradable, sino que todo depende de la actitud que tengamos.
Era una estrategia muy eficaz que a mí me proporcionó notables adelantos: bastaba con imaginar que las cosas podían volverse a nuestro favor si verdaderamente lo queremos, si no las vemos como algo ajeno a nosotros que al final se nos acabará imponiendo. Ante una amenaza, por ejemplo, lo mejor es no pensar en ella: convencernos de que no existe, de que no hay nada que se oponga a nuestros deseos.
Ésos eran mis poderes, si así cabía llamarlos. Con ellos conseguí sobreponerme a las dificultades, aunque a veces éstas superaban lo que yo hubiese previsto. Si lo que yo proyectaba no se cumplía, nunca me venía abajo, sino que me conformaba con pensar que lo había intentado y que por lo menos había soñado con alcanzar mi objetivo.
A Irene, como era natural, le hablé de estos experimentos y, aunque a ella quizá no le hiciese tanta falta, durante algún tiempo trató de imitarme, en un intento por formar entre las dos una especie de asociación invulnerable. Esto nos unió aún más de lo que estábamos, pues dio paso a un periodo que nos resultó muy ilusionante.
Por esas fechas, ya nos habíamos convertido en unas avezadas lectoras, a pesar de que todavía era mucho lo que nos quedaba por descubrir. A Irene, como a mí, nos apasionaban las novelas de aventuras: después de la lectura de La isla del tesoro, nos pusimos a leer con verdadera fruición las historias de Jack London, que nos trasladaron a unos parajes muy alejados de nuestro entorno. La llamada de lo salvaje, en concreto, provocó en nosotras una profunda conmoción: siguiendo las peripecias del perro, sentimos también en nuestro interior el impulso de lo primitivo, la vuelta a los orígenes del animal que todos llevamos dentro.
Nos gustaban las aventuras porque con ellas nuestra imaginación se exaltaba: una tras otra, se iban sucediendo las acciones que en aquellos libros encontrábamos, al tiempo que cambiaban también los lugares en los que ocurrían. El tipo de literatura que a nosotras entonces nos fascinaba era como un viaje, como un viaje trepidante por sitios y por ambientes que jamás hubiéramos conocido, a veces pertenecientes a un pasado que nos era forzoso reconstruir con las descripciones que los mismos autores nos proporcionaban.
Los libros nos abrían las puertas a un campo fabuloso, poblado de seres extraordinarios con los que en seguida nos sentíamos identificadas. Era una experiencia algo parecida a la del cine, aunque en éste los escenarios y los detalles ya estaban de alguna manera predeterminados. En los libros, por el contario, todo se hallaba a disposición del lector, sin el cual nada de lo que se contuviera en ellos quedaría completo, ya que era necesario que éste actuara para que aquello cobrara una dimensión concreta. Nos convertimos, así, en coautoras de lo que con tanta avidez leíamos, en recreadoras de lo que con nuestra mente estábamos reproduciendo.
Al final de curso, Irene, por consejo de su abuela, propuso que abordáramos alguna historia de las hermanas Brontë. Según me dijo, se trataba de un género de novela muy distinto del que hasta entonces habíamos frecuentado, ya que en él predominaba más bien la introspección, el análisis psicológico de las sensaciones que a los protagonistas causaban las propias vivencias que tenían. Era una literatura más intimista y sentimental, de un carácter más femenino, si es que se pueden realizar distinciones de esta clase.
Fue un proyecto que no llegó a cumplirse, ya que ella se tuvo que marchar poco después de que terminara el curso. Yo, por mi parte, leí, durante las vacaciones de verano del año siguiente, Jane Eyre, y la verdad es que me decepcionó. Fue para mí un nuevo descubrimiento, como lo eran la mayoría de las lecturas que emprendíamos en aquella época.
























8



Si los libros constituían uno de nuestros principales medios de aprendizaje, también lo era todo lo que veíamos y experimentábamos a través de nuestras relaciones diarias. Fue un tiempo de encuentros inesperados, de hallazgos asombrosos, de ensueños que nos sumían en un estado de dulce languidez. Conocimos, como ya dije, a mucha gente, aunque casi siempre nos fijábamos en los tipos más peculiares, en las personas que tuvieran algún rasgo especial que las distinguiera de las demás, como había sido el caso de Teresa, a la que ya recordé hace unos instantes.
Aunque había pasado por ser un vecino más o menos corriente, en cuanto empezamos a tratarlo, don Alonso se convirtió pronto en otro de los personajes que más atrajeron nuestro interés. Vivía en el mismo inmueble de la abuela de Irene y apenas habíamos tenido con él otra comunicación que los fríos saludos que nos dirigíamos cuando nos cruzábamos en el portal o en algún lugar de la escalera. Desde el comienzo, nos llamó la atención su manía de subir todas las tardes a la terraza del edificio, donde permanecía casi hasta que se hacía de noche. Al principio nos preguntamos cuál podía ser la causa de aquella costumbre, aunque luego lo tomamos como un hecho cotidiano al que no debíamos conceder mayor importancia.
Hubieron de pasar varios meses para que don Alonso volviera a suscitar nuestra curiosidad. Fue justamente a partir de una conversación que con él mantuvimos, después de que se parara al pie de la escalera con la intención de charlar un rato con nosotras.
Don Alonso era un señor mayor que frisaría ya en los ochenta años. Vestía con bastante desaliño, como si ya no le importara la apariencia que pudiera mostrar. Con frecuencia iba con un gabán desteñido que, debido al adelgazamiento que le habría sobrevenido con la edad, le estaba muy ancho y muy poco proporcionado con su cuerpo enjuto y menudo. Tenía la faz ya considerablemente arrugada, con la cabeza cubierta de grises mechones que le caían a un lado o a otro. Sin embargo, a pesar del aspecto de decrepitud que presentaba, en su mirada aún se podía encontrar un destello de lucidez que no dejaba de cautivar a quien con él dialogase.
Aquella vez sólo se interesó por saber cómo nos llamábamos y adónde íbamos cuando salíamos a la calle, a lo que nosotras respondimos con la confianza con que él ya comenzaba a tratarnos.
Aquél fue el inicio de una relación muy afectuosa, pues resultó que aquel viejecito tan amable escondía bastantes sorpresas que Irene y yo ignorábamos. Una de ellas, si no la más interesante, era el motivo por el que visitaba con tanta asiduidad la terraza del edificio. Según nos confió, lo hacía para serenarse, pues desde allí contemplaba todos los días la puesta del sol, uno de los espectáculos que para él eran más hermosos de cuantos podían admirarse. Decía que su espíritu se elevaba, absorto en los colores que en el horizonte se descubrían, en medio de un panorama de tejados y azoteas que se pintaban con los últimos reflejos de la luz de la tarde. Eran momentos mágicos que él disfrutaba de una manera especial, como si en ellos encontrara un hechizo particular del que nunca quisiera desprenderse.
Fue tanta la curiosidad que suscitó en nosotras el cuadro del que nos hablaba, que no dudamos un día en acompañarlo por ver si era cierto lo que nos decía. Como era natural, Irene y yo habíamos visto ya muchos atardeceres; sin embargo, ya sea porque nos hallábamos sugestionadas con las palabras de don Alonso, ya porque el sitio aquel fuera realmente privilegiado, la verdad es que lo desde él observamos nos causó un gran efecto. Nos dimos cuenta de que muchas realidades de este mundo eran más bellas de lo que creemos y de que si se repara con más detenimiento en ellas se podrá comprobar que nuestros sentidos no nos engañan.
En otra ocasión, Don Alonso nos sorprendió con el relato de su pasado, del que nosotras no conocíamos apenas nada. Aunque parecía un hombre normal, tenía una historia de la que muy pocos se podrían sentir orgullosos de contarla. A los trabajos que pasó en su infancia, pues era hijo de un humilde jornalero del campo, se sumaron después los esfuerzos por sacar sus estudios adelante, en los que muy pronto había destacado por el gran talento del que estaba dotado. Aunque él no lo manifestó con estas palabras, a nosotras no nos fue difícil averiguarlo, ya que había que ser demasiado torpe para no inferir de lo que nos decía que era un tipo extraordinario.
Con el apoyo de una familia muy pudiente de la ciudad, que poco menos que lo había ahijado, consiguió al cabo del tiempo cursar la carrera de Leyes, con la que se hizo un excelente abogado. “La vida a veces se rodea de circunstancias favorables que nos ayudan a vencer las dificultades”, reconoció al hilo de aquello, consciente de que sin la intervención de tales benefactores habría sido imposible que él hubiera llegado a donde al final llegó. Su humildad le hacía ver las cosas como eran, sin las exageraciones a las que otros en su lugar habrían sido tan proclives.
Pero no sólo fue un insigne abogado, sino que dio clases también en la Universidad y participó en numerosas actividades culturales que se organizaban en la ciudad. Todo esto le otorgó una gran fama, a pesar de que él no presumía de nada y prefería más bien pasar siempre desapercibido… Ya he dicho que nosotras no lo habríamos tomado por tal si él mismo no nos lo hubiera ido revelando poco a poco: lo considerábamos como un vecino algo excéntrico al que los años tal vez tenían el juicio un tanto dislocado.
Fueron bastantes los encuentros que tuvimos con don Alonso desde entonces. En uno de ellos me acuerdo de que trató de aleccionarnos acerca de lo que debía ser la labor de un buen profesor. Al contarle lo que nosotras pensábamos sobre los que nos impartían clase, él nos dijo que lo más importante era que tuvieran vocación, sin la cual sería muy complicado que se entregaran a su tarea con la ilusión que todo oficio requería. Luego nos aseguró que la siguiente condición que ha de reunir un buen docente era el uso de la metodología más adecuada a sus alumnos, pues de nada servía que explicara muy bien si no utilizaba unos métodos eficaces para llevar a cabo su función.
−Todo lo que intente enseñar será inútil si ellos no atiende, si no les interesa lo que les dice –concluyó con gesto de pesadumbre, como si de verdad le doliera aquel hecho.
Nos dio muchos consejos que nos podían servir para sacar un mayor rendimiento a nuestro estudio. Nos recomendó, entre otras cosas, que no nos aprendiéramos nada de memoria si antes no lo habíamos entendido: para él, la principal misión del estudiante era buscarle un sentido a todo lo que estuviese conociendo, ya que así su mente se acostumbraba a razonar y a enfrentarse a asuntos cada vez más complejos.
Al decirle que nos gustaba mucho la lectura, se alegró bastante, como si fuese aquél un mérito que le estuvieran refiriendo sus propias hijas. Nos dijo que era, sin duda, la mejor afición que podíamos tener, pues con ella siempre continuaríamos creciendo. Añadió, eso sí, que tuviéramos cierto cuidado con lo que leíamos y que supiéramos en todo momento elegir lo que mejor se adaptaba a nuestros intereses.
−Todo lo que se escribe no es necesariamente bueno –recalcó para que no lo olvidáramos.
Don Alonso no desaprovechaba ninguna ocasión para instruirnos. Yo tenía la impresión de que había recuperado su vieja vocación de enseñante y de que procuraba ejercerla nuevamente con nosotras.
−Nunca perdáis la esperanza –nos dijo otra tarde−: si la perdéis, será muy difícil que alcancéis vuestros objetivos.
Ya no me acuerdo bien de qué hablábamos, porque él siempre estaba dispuesto a transmitirnos algún mensaje que nos fuera provechoso. Era, en fin, un hombre que atesoraba una gran sabiduría y que no se conformaba con tenerla, sino que se sentía obligado a exponerla a los demás para que se sirvieran de ella.
Como he comprobado después, la esperanza es una condición indispensable para vivir. Yo la he cultivado siempre, aun cuando a veces no atravesaba por momentos muy propicios para ello. Si se pierde, como decía don Alonso, todo se vuelve muy complicado, pues nuestra mente se nubla y no encuentra ninguna luz que la guíe y que la oriente de nuevo hacia donde nos hubiéramos propuesto.
Nos recomendaba don Alonso a menudo que ante los estudios nunca nos desanimáramos, porque lo peor en esos casos era caer en el desaliento y en la rutina, a los que sólo se podía vencer con una buena dosis de ilusión y de optimismo. Nos aconsejaba, por eso, que en el futuro estudiáramos lo que más nos gustara, ya que así podríamos hacerlo con mucho menos esfuerzo. Para él, el secreto del éxito estaba precisamente en ello, en dedicarse a lo que a uno más le interesase, en trabajar en aquello para que lo que se estuviera más preparado.
Yo creo que de alguna manera las dos le hemos hecho caso: Irene cursará Filología Hispánica, por la que ya desde pequeña sentía verdadera predilección, y yo, por mi parte, comenzaré Periodismo, movida por mi carácter intrépido y aventurero. No sé si triunfaremos, como él nos vaticinaba, pues eso dependerá después de imprevisibles factores; pero de lo que sí estoy segura es de que hemos elegido lo que en principio más nos convenía, lo que hemos creído que mejor satisfacía nuestros gustos.
Don Alonso era, sin duda, un ser extraordinario, al que desearía ver en más de una ocasión. Era como uno de esos sabios que aparecen en los cuentos, a los que siempre se les consulta para resolver un problema. Desde que Irene se marchó, dejé también de tratarlo. Supongo que vivirá en el mismo sitio, si bien la suerte no ha querido durante estos últimos años que otra vez me lo encuentre y que charle nuevamente con él con la misma confianza de antes.
















9



Por el mes de abril, Irene lo pasó bastante mal. Su padre había sido destinado a un lugar muy lejano y tardaba más de lo anunciado en volver. Ella quería tenerlo a su lado, a pesar de que contaba con la inestimable compañía de su abuela, a la que quería tanto como se quiere a una madre. Sin embargo, necesitaba por lo que fuera a su padre: con él se sentía más protegida y más fuerte, como si con su presencia se viese guarnecida de un muro que la preservaba de los peligros que continuamente parecían acecharla.
Esta carencia acabó por cambiar su carácter y por repercutir en las notas que sacaba en el instituto. Yo la encontraba cada vez más desmotivada, aun cuando no me decidía a manifestárselo. Con frecuencia, se quedaba abstraída, sin ánimo para continuar lo que estuviese haciendo.
Yo había coincidido con el padre sólo en un par de ocasiones, y la verdad es que me resultó desde el primer momento un hombre muy simpático y muy agradable.
Era alto, igual que ella, con el cabello castaño, la frente muy despejada, los ojos dotados de una expresión muy alegre. Por su figura, se advertía en seguida que poseía una amplia experiencia acerca del mundo y que había pasado ya por las situaciones más diversas. Recuerdo también que siempre sonreía y que se tomaba las cosas con muy buen talante, a pesar de que en su pasado hubiera atravesado por trances bastante amargos.
Aunque yo era todavía una niña, lo apreciaba como un auténtico caballero, como un modelo de cortesía y de excelentes modales. Casi se podía decir que no veía en él ninguna falta, ningún defecto de los que estaban llenos los demás mortales.
Su paso por la casa era por lo común muy breve, pues a los dos o tres días se tenía que marchar para reanudar su trabajo. Se dedicaba en ese corto espacio de tiempo a atender a su hija y a conversar con ella sobre todo lo que estuviera experimentando en su nuevo curso. Se alegraba de que hubiese encontrado una amiga y de que se sintiera de alguna forma integrada en el instituto. Irene, como era lógico, hablaba mucho de mí y de los ratos que ambas pasábamos juntas cuando no teníamos nada que estudiar.
Estas visitas le servían a Irene para tomar nuevas fuerzas y para afrontar con más ganas todo lo que a partir de entonces le hubiera de deparar el futuro. Ella era así: tenía que contar con un respaldo muy seguro para poder actuar con normalidad; si no lo tenía, era propensa a dejarse arrastrar por el pesimismo, del que sólo escapaba en ocasiones por su tendencia a evadirse de la realidad cuando ésta le resultaba más enojosa.
Yo la ayudé bastante a salir de su ensimismamiento; mi genio alegre le sirvió mucho para ver las cosas de otro modo, igual que el suyo me permitió a mí volverme algo más soñadora.
Por eso, cuando la noté tan abatida por la nueva ausencia de su padre, yo no paré hasta que hallé la manera de obligarle a que me desvelara cómo se sentía.
−Te veo últimamente muy preocupada –le dije una tarde en que estábamos las dos sentadas en un banco de la calle.
Por un momento intentó rehuir mi mirada, desviando la suya hacia el escaparate de una tienda, en el que se exponían diversos artículos de regalo.
−No sé lo que me pasa –confesó sin volver la cabeza.
−No es bueno que estés así, porque tus notas también se han empeorado. Lo que no debes hacer es venirte ahora abajo, cuando ya falta tan poco para acabar el curso. Lo que te pase déjalo a un lado: haz un esfuerzo, Irene; tú tienes capacidad para conseguir lo que te propongas. Yo te ayudaré en la medida de mis posibilidades; tú ya sabes que puedes confiar en mí siempre.
Durante unos segundos, permaneció callada, sin atreverse todavía a mirarme. Al final lo hizo, antes de decirme:
−Te estoy muy agradecida, Sara. Te has portado siempre conmigo como una gran amiga, aunque no sé si ahora podrás hacer algo por mí, porque lo que a mí me pasa no creo que tenga solución: de pronto me ha dado por pensar que nunca más veré a mi padre y que me quedaré huérfana, sin más compañía que la de mi abuela, quien no me ha de durar tampoco mucho tiempo. Es una obsesión que no se me va de la cabeza y que me pone a veces muy ansiosa. Como comprenderás, así será muy difícil que consiga concentrarme en los estudios; vivo como si nada me importara, como si la vida hubiera perdido todo sentido para mí.
−Tú no estás sola, Irene; ya te he dicho que puedes contar conmigo siempre –la interrumpí.
Las lágrimas habían empezado a nublar sus ojos; yo, instintivamente, la abracé, tratando de infundirle todo el afecto que por ella sentía en aquel momento.
−No te preocupes, Irene –intenté consolarla mientras continuaba echada sobre mi hombro-: tu padre no tardará en volver y las cosas serán otra vez como antes; no te tienes que obsesionar con nada, porque no será verdad lo que tú dices. Tu padre te quiere mucho: piensa ahora en eso, en lo que él te quiere, en lo que sería capaz de hacer por ti. Yo estoy segura, fíjate, de que abandonaría su trabajo por verte a ti contenta: si ahora no está contigo, imagina que no es así; imagina que se encuentra aquí, con nosotras, sentado a nuestro lado, escuchando nuestra conversación.
No sé si fue por efecto de las lágrimas que derramó o de las palabras que yo improvisé, pero lo cierto es que Irene empezó a sentirse cada vez más tranquila, como si hubiera desechado casi de repente el miedo y la angustia que tanto la atenazaban.
−Los problemas se ven de otra manera cuando se comparten con alguien –diría un poco después, cuando ya había cesado de llorar.
−Lo peor de estos casos es no contar lo que nos pasa –afirmé a continuación.
Irene asintió, como siempre hacía cuando escuchaba algo en lo cual coincidía. Su gesto revelaba que se había producido en ella un cambio de actitud que quizá la ayudaría a superar su obsesión.
−Ahora me siento un poco mejor –acabó por confesar sin ningún resto de lágrimas en sus ojos garzos.
−Yo me alegro.
−Es como si se me hubiera desprendido una venda que me hubiera impedido ver la luz del sol: hace tan sólo unos instantes pensaba que era todo oscuro y que nunca podría salir de las tinieblas que me rodeaban. Es increíble cómo cambiamos en tan poco tiempo: la mente es algo que no controlamos, por mucho que queramos dominarla a nuestro antojo; por nada se vuelve distinta y empieza a funcionar de otro modo, a veces por motivos que nunca comprenderemos. Yo te he contado a ti lo que me sucedía y tú me has escuchado y me has animado a pensar que la vida cosas puede ser muy diferente de como yo la creía: eso, aunque parezca mentira, ha sido suficiente para que abandone la manía en la que había caído.
La verdad es que no me costó demasiado convencerla: bastó simplemente que le dijera que confiara más en su suerte y que imaginara que tenía a su padre cerca, dispuesto a hacer por ella lo que más le conviniese.
Nos fuimos de allí casi en seguida. Durante algunos minutos vagamos aún por las calles de la ciudad, a una hora en que todas aparecían repletas de gente.
Desde aquella tarde, todo comenzó a rodar de otra forma para Irene. Su rendimiento en los estudios, a poco que ella volvió a esforzarse, mejoró ostensiblemente.
El padre, como yo auguré, no tardó tampoco mucho en regresar de su misión: un día, casi sin previo aviso, nos lo encontramos otra vez en la casa con su gallardía de siempre, refiriéndole a la madre los asuntos que lo habían tenido ocupado durante aquel prolongado viaje.
Irene, sorprendida, no pudo por menos de cruzar conmigo una mirada de satisfacción; y con una espontaneidad que yo antes en ella no había visto, se arrojó en sus brazos como si volviese de una guerra en la que lo hubiese tenido ya por perdido.
Fue, sin duda, una escena muy emocionante, a la que yo asistí como una espectadora excepcional que hubiera de tomar parte también en ella. La recuerdo con perfecta claridad, como si se hubiese producido ayer: fue uno de esos momentos que nunca se olvidan, uno de esos momentos que quedan para siempre grabados en la memoria de quien los ha vivido; yo estoy segura de que si fueran otras las circunstancias en las que ahora me encontrara también lo recordaría, pues es algo que no ocurre habitualmente, un hecho que nos marca y que nos mueve a ser cada día menos egoístas.
































10



El mes de mayo, por uno de esos cambios meteorológicos a los que tan propensa es en ocasiones la primavera, se presentó hosco, con densos nubarrones que a veces descargaban unos fuertes aguaceros. La oscuridad se cernía sobre la ciudad antes de tiempo, casi del mismo modo como lo hacía en los crudos días del invierno.
Ante tal panorama, era normal que permaneciéramos muchas horas en el interior de las casas, casi siempre enfrascadas en la lectura de algún libro o en la realización de alguna actividad del instituto.
Aunque nos apetecía también salir, lo cierto es que no perdimos el tiempo y que sacamos el máximo provecho a nuestras tareas.
Una tarde en que no teníamos nada que hacer, nos sentamos una vez más a conversar con la abuela de Irene, a la que siempre encontrábamos en disposición de atender nuestros intereses.
Como ocurría a menudo, ella acabó contándonos alguna historia de su pasado, aderezada casi siempre con datos que presumiblemente extraía de su propia fantasía. En aquella ocasión, su relato recayó nuevamente en lo que le acaeció a aquella niña enferma de su pueblo, a la que la madre tuvo durante algunos años prisionera en la casa por miedo a que no se pusiera nunca buena.
Era como si otra vez más nos pusiéramos a ver una película en la que nunca se sucedían las escenas de la misma forma, pues siempre había algo nuevo que se introducía entre ellas, algún detalle que las hacía más atractivas o más interesantes incluso que antes, aun cuando conociéramos ya de antemano el desenlace, el punto en el que al final habían de confluir después de todas las circunstancias que se hubieran de presentar en ellas.
La abuela de Irene tenía, sin duda, una facultad especial para conseguirlo, para cambiar lo que considerase oportuno con el fin de que nunca nos pareciera igual lo que en ese momento nos estuviese revelando.
Aquel día, por lo que fuera, se le notaba más inspirada que otras veces, quizá porque ella misma pretendía también distraerse de aquel modo para combatir el tedio de aquellas tardes melancólicas.
Las dos seguíamos su narración con sumo interés, expectantes por lo que nos hubiera de deparar el argumento, por lo que ella quisiera incorporar a él.
Llegamos así a la parte en que la niña se hizo algo mayor y empezó a salir un poco más con las amigas, siempre bajo la estrecha vigilancia de la madre, que no le permitía que se excediera en sus salidas más de lo que ella le hubiese encomendado.
El resto más o menos lo sabíamos, pues siempre venía a terminar a partir de entonces de la misma manera; sin embargo, por una razón que no logramos entender, la historia se desvió de su curso y dio un inesperado salto hasta el presente, ya que de pronto la abuela de Irene se refirió a la situación en la que estábamos, como si en ella se hallara la clave para comprender mejor aquel episodio del pasado.
−Esto que os cuento no es un hecho imaginario, pues es algo que todavía continúa influyendo en las personas que lo vivieron –comentó sin alterar la voz, como si formara parte de lo que nos había relatado antes.
Ninguna de las dos reparó en lo que nos intentaba decir. Pensamos, simplemente, que se trataba de un nuevo recurso con el que pretendía mantener nuestra atención.
−La vida da muchas sorpresas –agregó después en tono de misterio o más bien de reflexión, pues se había vuelto doña Amalia hacia nosotras con aire pensativo, mirándonos con cierta indecisión.
Fue entonces cuando intuimos que aludía a algún asunto importante, tal vez relacionado con lo que le ocurrió a aquella niña después, algún suceso quizá que todavía no nos hubiera contado. Se quedó callada durante unos segundos, sin que ninguna de nosotras se atreviera tampoco a inquirir acerca de lo que ocultaba aquella frase.
−Hay casos que no se entienden si no es por la intervención de una fuerza superior –añadió a continuación, antes de que Irene o yo nos decidiéramos a preguntar.
La verdad es que nos hallábamos muy desconcertadas, ya que nunca se había comportado doña Amalia de un modo tan misterioso. Ni siquiera Irene, que la conocía mejor, era capaz en aquellos momentos de adivinar lo que le pasaba, el secreto que quizá nos intentaba transmitir.
Fui yo de nuevo quien se animó a indagar sobre ello, aunque no quise tampoco que mi pregunta pareciera demasiado inoportuna:
−¿A qué se refiere cuando habla de una fuerza superior? –interrogué casi con un hilo de voz.
−A vuestra edad, es posible que no entendáis ciertas cosas –replicó sin salir de su ensimismamiento−. La vida es así de rara: de pronto todo se tuerce y lo que parecía de una manera al final se vuelve completamente distinto; yo misma, cuando era como vosotras, tampoco acababa de comprender el comportamiento de aquella madre, la rigidez con que trataba de educar a su hija, a la que sin embargo quería como ninguna otra madre podría llegar a querer… Pero esto, en fin, es algo que yo he comprendido después, cuando era ya adulta y no discurría como una niña, cuando me hice mayor y me casé y tuve mi primer hijo, por el que sentí un amor tan grande como el que quizá experimentaba aquella mujer…
−¿Nunca la volviste a ver? –la interrumpió entonces Irene, animada por el curso que iba tomando la conversación.
Doña Amalia la miró con cierta ternura, sin que ninguna sombra de inquietud apuntara en sus claros ojos.
−Jamás he dejado de verla –respondió con la voz algo más apagada que antes−: es una imagen que me ha acompañado siempre, porque está muy grabada en mí…
−¿Fue acaso una vecina a la que usted trató mucho entonces? –quise deducir yo de lo que ella de una forma tan imprecisa nos revelaba.
−Fue alguien que para mí tuvo mucha importancia –contestó esta vez con rotundidad, como si ya hubiera madurado la respuesta.
Nos quedamos nuevamente las dos en silencio, sin atrevernos a intervenir.
−Aquella niña creció y se hizo también una mujer –continuó diciendo la abuela de Irene−: por raro que parezca, se convirtió en una persona muy segura y muy cariñosa con todo el que la rodea, quizá porque contaba, como decía antes, con una fuerza superior que obraba dentro de ella para que venciera todas las adversidades que desde pequeña se le habían presentado; si no hubiera sido así, lo más probable es que hubiera acabado siendo un ser inútil, un ser que no habría podido superar los miedos que desde siempre la madre le había metido…
A aquella altura de su relato, no pudo ya doña Amalia contener más su emoción, y sus ojos comenzaron a velarse y a volverse cada vez más húmedos y brillantes, como si estuviera a punto de llorar. Nosotras no nos lo podíamos creer, pues la teníamos por una mujer serena y equilibrada, en la que no era fácil hallar atisbo ninguno de duda o de fragilidad.
Extrañada por tan inesperada reacción, su nieta trató de averiguar la causa de su quebranto con la timidez que en ella era tan habitual.
−¿Qué te pasa, abuela? –casi susurró.
−Nada, mi niña –repuso en seguida doña Amalia, al tiempo que enjugaba con el dorso de la mano una lágrima furtiva que empezaba a resbalar ya por una de sus mejillas.
−La verdad es que nunca la hemos visto así –apunté yo con la misma ingenuidad de mi amiga.
−Es que me he emocionado sin motivo: soy ya vieja, y a veces me traicionan los recuerdos y no puedo evitar que ellos entonces me dominen –declaró con turbia voz.
−¿Quién era esa niña de la que tanto nos has hablado? ¿Eras tú acaso, abuela? –preguntó de improviso Irene, antes de que pudiera arrepentirse de haberlo pensado.
Doña Amalia miró azorada hacia todos los lados antes de contestar. Parecía como si, en efecto, se la hubiese acusado de algo que no tuviese más remedio que admitir. Por un momento se la vio muy apurada, con el gesto contraído, la mirada perdida en algún oscuro pensamiento que por su mente en ese preciso instante cruzara. Su cabellera blanca casi resplandecía en el sombrío recinto en el que nos hallábamos; sus ojos, antes lacrimosos, fueron recobrando de manera sorprendente la tersura que habían lucido antes.
−No, hija –dijo al fin−. Esa niña era una amiga a la que yo quería mucho, con la que pasé ratos inolvidables… Llegó a ser para mí como una hermana, para que te hagas una idea de lo que yo la quise, una hermana por la que no hubiera dudado en dar todo lo que tenía para que fuera feliz… La amistad es una cosa muy grande, mi niña; es un tesoro que por nada del mundo deberíamos perder.
Irene y yo no fuimos ya capaces de interrogarla más. Fue como si hubiéramos llegado a un límite que no pudiéramos ya franquear, a partir del cual no nos quedaba otra opción que regresar sobre los pasos que antes nos hubieran conducido hasta él. La sospecha, si alguna en realidad sobre aquel caso habíamos podido albergar, se vio pronto disipada con la firme contestación que doña Amalia al final nos dio.























11



Estoy escuchando ahora El lago de los cisnes de Tchaikovsky. Esta vez no lo he escogido al azar, como antes, sino que me he decidido por esta bella composición porque fue una de las primeras que a mí me más emocionaron en otro tiempo, cuando yo me estaba iniciando de algún modo en este tipo de música. La he elegido, la verdad, para relajarme, porque ya he empezado a sentirme impaciente por la tardanza de Irene, a la que vengo esperando ya desde hace unas horas. Es posible, no sé, que se le haya presentado cualquier contratiempo, cualquier imprevisto que le haya hecho retrasar la visita que me había anunciado. Lo raro, pienso, es que tampoco me ha llamado por teléfono, como hubiera sido lo más lógico en estos casos.
Por eso, en fin, me he puesto una vez más a escuchar El lago de los cisnes, por ver si me relajo, por ver si vuelvo a experimentar las mismas sensaciones que en el pasado tanto me habían emocionado. Quizá sea éste un recurso que tengo, al cual acudo cuando me encuentro más nerviosa o más agobiada por las circunstancias que en un momento determinado me circundan. En esta ocasión es por el retraso de Irene, como en otras es por motivos a los que no logro sobreponerme fácilmente.
La habitación de pronto se ha llenado de sonidos a la manera de pájaros de todos los colores que tejieran la mañana de cantos maravillosos. La música me mece, me sumerge en un lago de notas que se elevan y descienden con indecibles acentos, me lleva a un estado de dulce ensoñación en el que nada se parece a lo que hubiese sido, en el que yo misma casi no me reconozco, como si me hubiese visto en un espejo en el que descubriera el ser que hay dentro de mí, un ser muy distinto del que se muestra en la imagen que de ordinario ofrezco al mundo. Soy yo, aunque me cueste admitirlo, igual que ocurre con frecuencia en los sueños en que tomamos la apariencia de otros.
La música me eleva, me lleva en sus alas de plata hacia un paisaje desconocido, hacia un lugar en el que todo es bello y atractivo, hacia un punto en el que casi no me muevo, como si hubiera encontrado por fin el equilibrio que hubiera ido buscando sin saberlo. Estoy tranquila, casi he olvidado la pequeña desazón que antes me inquietaba: igual que en la época que ahora evoco, he dado rienda suelta a la imaginación para que ella actúe, para que me devuelva la paz que por un momento creía haber perdido. Ahora estoy segura de que Irene llegará pronto, quizá dentro de unos instantes, cuando más despreocupada me encuentre. Llegará como un ángel, como una aparición sobrenatural que viniera a sorprenderme. La música hace que me la represente de esta manera, como una amiga que regresara del reino de fantasía en el que hasta ahora hubiese vivido. Yo lo sé: ella, Irene, no podrá faltar a la cita; vendrá convocada por los mismos lazos de amistad que nos unen, por el amor que de algún modo todavía nos tenemos.
Es algo mágico, ciertamente, esto que siento. Gracias a la música, he recobrado la confianza que hace poco no tenía. Me veo renovada, deseosa de encontrarme otra vez con Irene, contenta de poder hablar de nuevo de nuestras cosas, de todo lo que nos ha pasado a las dos durante estos años en que hemos estado ausentes.
La vida es así, un río que nos arrastra y que nos depara continuas sorpresas. Un río que no se para y que por momentos se precipita o se detiene entre plácidas orillas, envuelto en una niebla en la que todo flota disuelto en una vaga irrealidad.
Hoy, sin ir más lejos, la vida me ha devuelto a un estado que yo he sentido en etapas anteriores, como si hubiera remontado el curso que he seguido desde que tengo conciencia de ella. Me veo otra vez ilusionada, igual que cuando tenía doce o trece años, como una niña a la que nada le parece distinto de como ella lo hubiera soñado. Estoy en esa fase en la que una empieza a descubrir el mundo maravilloso que los libros encierran, en la que imagina con una voluptuosidad desconocida la realidad que en ellos encuentra. Una fase en la que la amistad es un regalo, un descubrimiento también que a una le abre horizontes que no había entrevisto.
Me lo decía Irene cuando las dos nos juntábamos. Ella era quizá más sensible y se adelantaba siempre a lo que yo pudiera sentir. “A veces creo que esto es un sueño que estamos viviendo”, solía subrayar cuando algo la sorprendía, cuando algo la emocionaba de una manera especial.
Estoy deseando, pues, que vuelva. Ya han pasado más de dos horas desde que me senté aquí, en este rincón de mi cuarto desde el que escucho la música. Igual que le ocurría a ella, la verdad es que a mí también me parece que esto no es real, que es un sueño que las dos hemos soñado y que ahora de un modo asombroso se repite. Quizá sea producto de las mismas circunstancias en las que me hallo, de la sorpresa que me ha deparado en el fondo la visita de mi amiga, de las expectativas que en este momento se crean para mí…
La música, como decía antes, me mece, me hunde en el pasado, me lleva de su mano por lugares que ahora se me figuran extraños, por sitios por los que yo nunca pasé… Con ella viajo, me traslado a un país que nadie ha colonizado todavía, me adentro por bosques en los que reina un dulce sopor, por parajes oscuros que de pronto se llenan de una luz muy grata, de unos sonidos muy armoniosos… Con ella me elevo, vuelo con la ingravidez del ave, me alzo sobre las nubes, casi alcanzo el cielo…

















12



A finales de mayo, Irene se enamoró. No sé si era la primera vez que le sucedía, pues de eso no me acuerdo bien. Lo único que puedo decir, ahora que lo rememoro, es que fue un hecho imprevisto que la trastornó. Lo normal, bien mirado, hubiera sido que me ocurriera a mí, pues yo era más abierta y tenía un trato más franco y espontáneo con los chicos, con los que nunca me ha costado relacionarme.
Sin embargo, fue ella, Irene, quien primero cayó en las garras del amor, quizá porque tenía que ser así, porque ella era más propensa que yo a dejarse arrebatar por una pasión.
El curso, como digo, había llegado ya a su tramo final. Hasta aquella fecha nos habíamos limitado a mantener una relación más o menos cordial con nuestros compañeros de clase. Como albergábamos intereses comunes, lo cierto es que no necesitábamos más amistad que la nuestra, que la que entre las dos ya se había creado. Esto sirvió también para que los demás nos respetasen, una vez que se acostumbraron a vernos siempre juntas.
Existían, no obstante, en la clase ciertos grupos, definidos a partir de una serie de gustos y de afinidades que les habían hecho distanciarse de los que no los compartían. Nosotras, como éramos también distintas, apenas quisimos involucrarnos en ninguno, ya que así evitábamos al mismo tiempo enfrentarnos con el que era supuestamente contrario. Conservábamos, de esta manera, nuestra independencia, con un afán que de ningún modo podía pasar desapercibido.
Había, entre los chicos, uno que poco a poco despertó nuestra simpatía, sobre todo porque no actuaba con el atolondramiento con que lo hacían a menudo sus congéneres. Él era, en cambio, más bien reacio a mezclarse en los tumultos que los otros con frecuencia organizaban. Le gustaba analizar las cosas y opinar sobre ellas de una forma serena y sensata: era, sin duda, esto lo que más nos atraía, especialmente a Irene, a la que se le veía cada vez más interesada en conocerlo mejor.
Se llamaba Damián. Era alto, delgado, con la cara algo angulosa, la mirada frecuentemente abstraída. Tenía, si te fijabas bien, unos ojos muy bonitos: eran verdes, aunque a veces podían parecer grises, de tan claros como relucían.
Lo más llamativo de él, con todo, era su comportamiento, como ya he dicho: daba la impresión de que hubiese madurado antes que los demás, de que ya hubiera llegado a una edad desde la que miraba de otro modo el mundo.
Puedo decir, en honor a la verdad, que yo también me sentía atraída por Damián, aunque era a Irene a quien le correspondía el derecho de estar enamorada de él, quizá por haberlo experimentado antes. Yo me abstuve, como era natural, de mostrar un excesivo interés delante de ella, aunque pienso que era algo que no sabía muy bien disimular y que cualquiera que fuese un poco observador lo podía advertir.
Damián había demostrado, por lo demás, ser muy inteligente: sacaba casi siempre las mejores notas de la clase y brillaba sobre todo en aquellas materias que presentaban alguna dificultad especial. Era también muy constante en el estudio, pues apenas pasaba un día en que no dejara de cumplir con este menester. Lo hacía porque era responsable y porque de alguna manera se sentía obligado a actuar de aquel modo, como así nos reveló una mañana en que las dos nos decidimos a hablar con él durante el recreo:
−Es lo que ya todos esperan de mí –nos confesó mirando hacia otro sitio, como si le diera vergüenza que nosotras lo supiéramos−. Si alguna vez fracasara, provocaría una gran decepción. Me he creado tal imagen, que no me puedo permitir ningún desliz. Es como si me traicionara a mí mismo, como si traicionara la confianza que todos hubieran depositado en mí.
Aquella especie de secreto que se atrevió a compartir con nosotras nos lo hizo mucho más cercano que antes. Cuando nos volvíamos a encontrar con él, lo mirábamos con una confianza que sólo está reservada a quienes están unidos por un mismo parecer: casi lo veíamos como un aliado que venía a fortalecer nuestra intimidad, como un cómplice de los intereses que nosotras ya defendíamos. A veces incluso intercambiábamos con él una sonrisa o unas palabras de saludo con las que pretendíamos asegurar nuestra amistad. En la clase, mientras hacíamos nuestras tareas, lo observábamos en ocasiones de reojo tratando de averiguar cuál era su estado de ánimo en aquel momento, infiriendo de cada gesto que él hacía el significado que podía tener.
Irene, cuando estábamos solas, no paraba de hablar de Damián: lo veía como un ser vulnerable, al que debía prestar su ayuda, si bien reconocía que todavía estaba muy lejos de conseguirlo, pues era aún mucha la distancia que en realidad nos separaba de él.
Aquello me daba pie a mí a intervenir, a ofrecerme para servir de puente entre ella y Damián. Como era más decidida, procuraba la forma de abordarlo al día siguiente para charlar un rato con él, por lo general de asuntos relacionados con el instituto, a los que atendía siempre con el mayor interés.
Hablamos, en efecto, en muchas ocasiones más. Irene, gracias a mí, pudo saber así qué era lo que pensaba acerca de la marcha del curso o cuáles eran en verdad sus principales aficiones. Le gustaba, como a todo chico de su edad, el fútbol, aunque no se refería demasiado a él delante de nosotras, quizá porque comprendía que se trataba de un tema que nos podía aburrir bastante. Esto nos decepcionó un poco al principio, pues lo habíamos tomado como una persona muy diferente del resto, muy alejada de las cosas que a los demás habían de interesarles; para Irene, sobre todo, constituyó una suerte de contradicción, de la que muy pronto logró sin embargo sobreponerse: para justificarlo, dijo que aquella debilidad no era sino fruto de la educación, de la que él no era en absoluto responsable; lo siguió considerando así como una víctima, a la que ella estaba obligada a proteger y a auxiliar en el futuro.
Faltaba ya muy poco para que concluyese el curso y apenas teníamos tiempo fuera del instituto para dedicarnos a otras cuestiones que no tuvieran que ver con la preparación de los exámenes finales; así que el caso de Damián quedaba relegado en cierta manera a un segundo plano cuando lo podíamos apartar de la cabeza para concentrarnos en nuestros estudios. Éramos conscientes las dos de que, a aquellas alturas, debíamos hacer un último esfuerzo para sacar aquello adelante; habría sido muy lamentable que no lo hubiéramos intentado siquiera y que hubiéramos echado a perder todo el trabajo que habíamos realizado durante aquel año.
Aunque no pensábamos tanto en él como hubiésemos deseado, la verdad es que se acabó convirtiendo durante aquellos días en nuestro principal acicate: nos sirvió para estudiar con más ganas, esperanzadas en que a la mañana siguiente habríamos de volver a verle; era como nuestra recompensa a tantos sacrificios, una recompensa que aguardábamos siempre con una gran ilusión al comienzo de cada jornada.
Aunque era a Irene a quien le correspondían estas sensaciones, yo no sólo no me veía ajena a ellas, sino que incluso participaba casi de la misma ansiedad que embargaba a mi amiga. Ya he dicho que en el fondo a mí también me gustaba Damián, a pesar de que quizá no me hubiese atrevido a reconocerlo para mí misma. Era como un secreto que anidase sólo en mi interior, como un sentimiento íntimo que no hubiera sabido nombrar: admitir que lo quería habría sido demasiado audaz para mí, aunque ahora pienso, al cabo de los años, que tal afirmación no estaba muy alejada de la realidad.
La que se había enamorado antes era, en fin, Irene, por lo que yo tenía que ceder ante ella. De alguna forma, estaba acostumbrada, como ya he indicado al principio, a ser siempre la última, a servir siempre a los que a mí me preceden. Lo hago sin ningún tipo de reparo, por el hábito que ya tengo adquirido, porque yo soy así desde pequeña. Quizá a otra le hubiera costado mucho más actuar como yo lo hacía: quizá hubiera reclamado un papel más importante en todos los asuntos en los que hubiese estado inmiscuida.
El caso es que el curso terminó antes de que nos diéramos cuenta. Irene y yo obtuvimos muy buenos resultados, mucho mejores de los que nosotras hubiéramos pensado unas semanas antes. Aquello nos reportó una gran alegría, como no podía ser de otro modo. A Irene, en concreto, le dieron unas notas extraordinarias en algunas asignaturas, especialmente en la de Lengua y Literatura castellanas, a pesar de que no le agradasen demasiado los métodos que empleaba en sus clases el profesor que impartía la materia, quizá porque siempre había esperado mucho más de ella.
Como ya he recordado en otro momento, nos convertimos aquel año en unas excelentes lectoras, lo cual se traducía en una mejora de la escritura que no había de pasar inadvertida en los exámenes que hacíamos. Sirvió, sin duda, para que nos expresáramos mejor y para que se abriera ante nosotras unos horizontes insospechados, unos horizontes que no harían más que extenderse y ampliarse a medida que pasaban los años. La lectura se había convertido así en uno de nuestros mayores tesoros, sin el cual no hubiéramos sabido verdaderamente qué hacer… Era nuestro más preciado pasatiempo, una manera muy fácil de adentrarnos en unos mundos que siempre excitaban nuestra fantasía, en una dimensión en la que todo finalmente acababa configurándose a nuestro antojo.
La clausura del curso, como decía, se nos presentó casi de pronto, antes de que nos percatáramos de ella. Damián, igual que nosotras, salió muy bien parado, como así hacían presagiar las notas que hasta entonces había obtenido. Sin embargo, por efecto de aquel mismo final precipitado, apenas tuvimos ocasión de hablar de nuevo con él, como hubiera sido nuestro deseo, sobre todo por parte de Irene, a quien ya le había comunicado el padre la intención de trasladarse de sitio.
Recuerdo muy bien el último día que pasamos en el instituto. Hacía una mañana muy soleada del mes de junio. Un grupo muy numeroso de alumnos nos congregábamos a la entrada del edificio, a la espera de que se nos anunciara el instante de ir a recoger los resultados. Damián se hallaba algo alejado de nosotras, junto a dos o tres compañeros con los que departía distendidamente acerca de la situación que vivíamos, a juzgar por los gestos con los que subrayaba sus palabras. No parecía, en verdad, que se estuviera aguardando un momento tan decisivo como aquél, el momento en el que habríamos de conocer la valoración que habían merecido finalmente todos nuestros sacrificios. El ambiente era, por el contrario, de fiesta, quizá porque todos concedíamos en realidad más importancia al comienzo de las vacaciones que a lo que nos podía reportar la evaluación del curso.
Me acuerdo de que Irene y yo habíamos llegado un poco tarde, después de que se hubiera reunido aquella masa ingente de estudiantes a las puertas del instituto. Como ocurría casi siempre, nos colocamos un poco apartadas del resto, reacias al principio a mezclarnos con los demás.
Los minutos pasaron para nosotras con cierta lentitud. Desde nuestra posición, observábamos lo que los otros hacían, sin que ninguna de las dos se atreviera a compartir con ellos las inquietudes que entonces nos embargaban.
De vez en cuando, Irene, casi obedeciendo a una costumbre, miraba hacia el lugar donde estaba Damián y me decía lo primero que se le ocurría al oído, deseosa de que él la viera realizar aquellas confidencias para despertar su interés. Yo la atendía y hacía después de todo lo mismo, llevada por los sentimientos que también latían en mi interior.
Nos comportábamos, ahora que lo pienso, de una forma bastante ridícula: era como si representáramos un papel ante un espectador que seguramente no nos veía, como de hecho así debió de suceder, pues Damián apenas pareció reparar en nosotras durante todo aquel rato que estuvimos esperando.
Fue tanta la confusión que se produjo después que realmente no tuvimos oportunidad de encontrarnos con él. Pasó entre los demás compañeros como uno más, tan compenetrado con ellos que apenas nos permitió abordarlo a solas como hubiéramos deseado. Daba la impresión de que no nos apreciaba más allá de lo que determinaban unas pautas convencionales de convivencia, a las que él hubiera debido de atenerse en las ocasiones en que conversó amigablemente con nosotras.
Al buen sabor que nos proporcionaron los resultados finales se vino a unir aquel otro sabor amargo de la gran decepción que nos llevamos, como así se hubo de manifestar muy pronto en Irene, que jamás hubiera esperado que su ilusión se viera frenada por aquella aparente indiferencia con que Damián en aquel último día se mostraba. “No lo entiendo”, no hacía más que repetir después, cuando por fin acabó desahogándose conmigo.
Yo, aunque también lo había sentido, procuré en todo momento levantar el ánimo de mi amiga, para lo cual utilicé todos los argumentos que consideré entonces más razonables.
El amor, aunque no quisiéramos reconocerlo, no era algo que fácilmente se amoldaba a nuestros deseos; más bien era como un sueño que en nuestra mente se alojaba y que no tardaba en desvanecerse en cuanto intentábamos trasladarlo a la realidad. Quizá éramos todavía muy pequeñas para sentirlo de otra manera: no teníamos la experiencia suficiente para comprender que lo importante es lo que una puede dar, lo que una es capaz de vivir gracias al amor.
Cuando venga Irene, una de las cosas que pretendo decirle es precisamente esto: le pediré perdón ante todo por haber sido completamente sincera, por haberme reservado lo que yo también había sentido por Damián. Es posible que ella lo juzgue como una traición, no sé, o tal vez no, porque yo creo que Irene lo sabía y que se lo callaba para no ver contrariado su deseo, ya que si yo le hubiera dicho que él me gustaba, ella habría tenido también que ceder y que soportar que yo de algún modo se lo disputara.
Lo cierto es que no hubo tiempo para más, pues a los pocos días Irene se presentó aquí, en mi casa, para comunicarme que se iba con su familia a otra ciudad. Su padre, por lo visto, había encontrado un trabajo más estable y de esa forma no tenía que desplazarse tanto, asentándose en esa ciudad. Era una decisión irrevocable, contra la que ella no podía hacer nada. Las dos lloramos un rato en mi habitación, ya que era mucho lo que durante aquel año habíamos compartido, mucho lo que las dos habíamos descubierto en aquel maravilloso tiempo de nuestra pubertad.
El destino, que antes nos había unido, ahora nos separaba de nuevo. Sin embargo, por mucha distancia que mediara ya entre nosotras, jamás olvidaríamos la amistad que entre las dos ya se había establecido, como así venían a demostrar aquellas lágrimas espontáneas que entonces vertíamos.
En cuanto a Damián, debo añadir que lo seguí viendo durante dos cursos más, si bien él ya no podía ser para mí el mismo: era un chico más con unos atributos que quizá lo distinguían de otros congéneres, pero ya no reunía el encanto con que yo lo veía en compañía de Irene; parecía como si al no estar ella todo resultaba también para mí diferente. Me di cuenta, con ello, de que a veces nos engañamos a nosotras mismas y de que lo creíamos muy seguro puede que no sea más que una ilusión pasajera.







13



Mis padres son unos seres fantásticos con los que siempre me he llevado por lo general bastante bien. No tengo, la verdad, ninguna queja de ellos, si no son esas pequeñas desavenencias que surgen siempre en todas las relaciones familiares. Pertenecemos, por lo demás, a dos generaciones muy distintas, por lo que es natural que no veamos a veces las cosas del mismo modo.
Mi madre, en particular, es una persona estupenda. Quizá por ser yo la hija más pequeña, me ha dedicado a mí últimamente más atenciones que a ninguno de mis hermanos, a quienes ya ve de otra manera. No parece sino que a mí me hubiera de amparar todavía, de lo cual yo no protesto, pues es algo que en el fondo me halaga bastante. Ella es mi madre, a la quiero mucho, por la que no me importaría sacrificar todo lo que tengo.
Sin embargo, a pesar de este amor que yo profeso a mis padres, nunca he dejado tampoco de apreciar a otras personas con las que he tenido la suerte de cruzarme, como ha sido sin duda el caso de la abuela de Irene, de la que guardo un gratísimo recuerdo.
Doña Amalia representó para mí la mujer con la que se podían consultar todas las dudas, ya que estaba dotada de una sabiduría que no pasaba desapercibida desde el primer momento. Su enorme experiencia la hacía parecer de aquel modo, al cual contribuía también la serenidad con que daba la impresión de que lo contemplase todo. En sus ojos azules apuntaba siempre una inconmovible quietud, conquistada después de una larga serie de vivencias con las que se hubiera ido fortaleciendo su espíritu. Miraba siempre a los demás con blando abandono, como si en ella no sobreviviese ya ningún tipo de recelo o de incertidumbre acerca de lo que podía depararle la vida. Se hallaba de alguna forma más allá del mundo real, más allá de la frontera tras la cual nos situábamos todos los que nos acercábamos por aquel tiempo a ella.
Era ya entonces una mujer caduca, con su pelo blanco coronándole la frente como un halo de inefable santidad, con sus manos marchitas recogidas en el regazo de la falda como dos palomas que no pudieran ya levantar de nuevo el vuelo… La verdad es que no sé qué habrá sido de ella: espero que dentro de poco Irene me lo cuente. Es posible que tenga muchos achaques y que no se pueda ya mover; no quiero tampoco pensar en lo peor, pues eso sería demasiado triste para todos y no me apetece dejarme arrebatar en estas circunstancias por el pesimismo.
Recuerdo, como digo, a doña Amalia con gran cariño. Aunque era la abuela de Irene, yo casi la considero también como si fuera mía: puesto que era la mejor amiga de ella, yo estoy segura de que me trataba como a una nieta. Eso es algo, en fin, que una en seguida percibe, el amor con que otra persona la mira, la delicadeza con que a cada instante le habla.
Era un ser, sin duda, encantador, o al menos a mí me lo parecía en aquel tiempo, cuando todavía no tenía trece años y me dejaba impresionar por todo lo que aún desconociera. Para una niña de aquella edad, no había nada más cautivador que encontrarse con alguien a quien se podían atribuir poderes extraordinarios, alguien que semejaba atesorar además todos los conocimientos del mundo, un personaje que parecía provenir de otra época, de unos años en los que la realidad se confundía con la magia que se desprendía constantemente de sus palabras. Sus relatos tenían algo especial que hipnotizaba, una sustancia misteriosa que los hacía muy diferentes de los que yo hasta entonces había escuchado. Sería casi imposible que consiguiera explicarlo, pues para ello haría falta que me encontrase otra vez ante ella para sentir el influjo que a mí me producían sus historias, para oír nuevamente aquella voz de cartón y de terciopelo con que se ponía a menudo a contarlas al ver la atención que Irene y yo entonces le prestábamos.
Nunca olvidaré el caso de aquella niña, de la cual no quiso nunca revelar la identidad, por motivos que quizá solamente ella conocía, tal vez porque se trataba de una persona muy cercana a su familia, con la cual mantuviera todavía una relación muy estrecha. Posiblemente es uno de esos secretos que nunca se cuentan, uno de esos secretos que se guardan por fidelidad a un determinado juramento.
La vi por última vez el día que fui a despedirme de Irene. Ella también se iba, pues el padre de Irene quería que estuvieran las dos con él, en la ciudad donde al final había decidido afincarse. En sus ojos me pareció que brillaban unas lágrimas, aunque es también probable que fuera producto de una nueva impresión mía, motivada por la triste situación que todos estábamos viviendo.




























14



Desde hace unos momentos ya no recuerdo nada. Me he dejado arrastrar por la música, mecer suavemente por ella: casi se diría que la música me domina, me invade por dentro. Es una sensación muy tierna, en la cual quiero permanecer hasta que por fin aparezca Irene. Estoy muy tranquila: apenas hay ya nada que me inquiete, ni siquiera la tardanza de mi amiga siembra en mí ninguna clase de preocupación, como no hace mucho me ocurría. La música actúa en mí como una especie de somnífero que me deja muy serena y que me aísla completamente de las circunstancias en que ahora me hallo.
Los pensamientos merodean a veces por mi mente sin penetrar demasiado en ella; en seguida se alejan como pájaros que no encuentran seguridad en el lugar sobre el que planean. No pienso; sólo siento lo que las notas me sugieren, lo que en mi interior suscitan.
Esto me ha sucedido ya en muchas ocasiones, sobre todo cuando he necesitado recobrar la tranquilidad que por distintas razones había perdido.
Tengo ya dieciocho años y he emprendido un nuevo camino en mi vida. Sin querer, por momentos reparo en ello. Es inevitable. Es algo a lo que vuelvo, pues representa para mí una experiencia única, ante la que todavía no me considero muy preparada. Como antes he adelantado, acabo de iniciar una relación con un hombre, por el que cada vez siento más afecto.
Lo conocí mientras hacía deporte, después de haber coincidido con él muchas mañanas en el mismo sitio.
Como ya he contado también, salgo a correr casi todos los días por los alrededores de donde vivo. Es una práctica muy sana con la que me mantengo en forma y con la que consigo asimismo despejar la cabeza de todo lo que la perturba. Yo siempre he sido, por lo demás, muy deportista, pues es una inclinación que en mi propia naturaleza se ha ido generando.
Corro, por lo general, más de cuarenta y cinco minutos, casi siempre a la misma hora. Suelo llevar un ritmo bastante sostenido, mucho mayor que el de otros corredores que carecen de la constancia que yo ya he alcanzado. Le doy varias vueltas a un circuito que ya tengo establecido, con las que completo aproximadamente más de ocho kilómetros diarios, lo cual no está nada mal para una joven que tampoco se dedica profesionalmente a ello.
Tadeo, que así se llama el hombre que digo, se había cruzado muchas veces conmigo por aquel recorrido. Como es frecuente que ocurra, yo apenas me había fijado en él al comienzo: era para mí uno más que corría, uno más que salía a hacer deporte por las mañanas antes de comenzar la jornada. Vestía, como los demás, un atuendo típico, por lo que podía pasar también por un corredor anónimo que venía a coincidir conmigo más o menos en los mismos puntos. Era moreno, con el pelo más bien corto, con más peso quizá de lo que se piensa para un deportista.
Un día, no sé por qué razón, a mí me dio por saludarlo. Consideré natural hacerlo, pues lo tenía ya en cierto sentido por una persona de mi entorno, con la que venía a encontrarme a menudo. Lo pensé casi de pronto: estimé que era más educado dirigir a él un saludo que pasar como si no nos hubiéramos visto nunca; así que cuando llegó ya casi a mi altura y fue a cruzarme conmigo, no dudé en aminorar la marcha para darle los buenos días, como hubiera sido quizá lo más correcto desde el principio.
Apenas lo escuchó, él contestó de igual manera, con la voz un poco agitada por el esfuerzo.
Fue algo que no revestía en realidad ninguna importancia, pues es lo que se espera de dos personas que se encuentran con frecuencia en sus vidas. Él prosiguió su carrera, como yo también continué la mía, seguros de que volveríamos a vernos al día siguiente para repetir tal vez las mismas palabras como una fórmula más de nuestra inveterada rutina.
Sin embargo, aunque parezca que aquello no debía de tener ningún alcance, realmente llegó a representar muy pronto un punto de partida, al que ninguno de los dos estaría dispuesto a renunciar nunca. Las cosas son así, suceden de un modo que nadie hubiera podido sospechar antes: una simple frase, un enunciado al que no se ha de conceder demasiada importancia, una mirada casual, una improvisada sonrisa, se pueden convertir en el futuro en un hecho decisivo, en un hecho que acabará cambiando las ideas que se tenían sobre un determinado asunto.
Así, otra mañana, después de haber intercambiado ya varios saludos, fue él quien se atrevió a dar un nuevo paso. Sin que yo lo esperara, me hizo de improviso una señal para que me detuviera.
−Hola, yo me llamo Tadeo –me dijo con cierta confianza, como si ya nos hubiéramos tratado en más de una ocasión, como si ya existiese entre nosotros algún tipo de relación.
−Buenos días, yo soy Sara –repliqué sin salir de mi asombro, sorprendida de la situación que entonces se me presentaba.
Aunque nadie me crea, intuí que se iniciaba entre los dos desde aquel momento algo muy serio. Barrunté que a él lo movía una intención que sobrepasaba lo que parecía significar aquel sencillo encuentro, una intención que quizá hubiera ido calibrando desde hacía ya algún tiempo, seguramente desde que yo me había decidido a saludarlo.
Antes de que pudiera reaccionar, se atrevió a pedirme que le permitiera acompañarme en mi carrera. Como era natural, no me negué, pues el desconcierto en que me hallaba me impedía actuar de otra forma: le dije, por supuesto, que sí, que podía correr a mi lado si ése era su deseo.
Nos contamos uno a otro algo sobre lo que hacíamos. Él me confió que era profesor en la Universidad y que le gustaba realizar un poco de ejercicio antes de ir a trabajar. Yo, por mi parte, le referí que era muy joven y que todavía no había acabado mis estudios de Bachillerato. A él, al contrario de lo que yo creía, no le importó mi edad y se puso a hablar de lo que aún me faltaba para llegar a la Universidad.
La historia se repitió en las jornadas siguientes, de modo que fuimos haciéndonos cada vez más amigos. Poco a poco se creó entre nosotros una mayor intimidad, una intimidad que fue creciendo a medida que compartíamos aquellos ratos de charla. No sé si llamarlo ya amor, pues esto yo lo reservaría sólo para algo más avanzado. Lo único que puedo decir, sin temor a equivocarme, es que he empezado a sentir por Tadeo un cariño muy especial, un cariño del que estoy segura de que no sabría ya prescindir. Lo he comenzado a querer como no he querido hasta el presente a ningún hombre. Si esto es amor, que otros sean los que lo juzguen: yo no voy a debatir sobre esta cuestión; me conformo por ahora con manifestar lo que siento, con confesar lo que dentro de mí ha comenzado a insinuarse.
A Irene, cuando aparezca, pienso contarle todo esto con el máximo número de detalles, los motivos por los que yo he venido a dar en el estado en el que ahora me veo.
























15



Acaba de irse Irene. Ha permanecido conmigo una semana, durante la que ha llevado a cabo las gestiones necesarias para su matriculación en la Universidad. Se ha quedado durante este tiempo en mi casa, como le había prometido cuando me anunció su visita. No hace falta decir que nos lo hemos pasado muy bien, mucho mejor de lo que cabía esperar después de estos años de ausencia en que casi nos teníamos ya por dos desconocidas.
La verdad es que fue muy emocionante el momento en que por fin se presentó aquí. Se había retrasado mucho, según me explicó después, porque le habían surgido varios imprevistos que la habían obligado a postergar la hora de su viaje.
Llegó cuando menos la esperaba, pues era ya tanta su tardanza que casi me había dado por pensar que quizá había desistido de su propósito. Sería muy difícil reproducir los sentimientos que me invadieron cuando la vi al otro lado de la puerta; por un instante creí que no era Irene, pues parecía muy distinta a la imagen que yo me había creado de ella: me la había figurado, ciertamente, de otro modo, quizá más parecida al recuerdo que seguía conservando de la época en que fuimos tan amigas. Tendemos, por lo que sea, a imaginarnos a las personas de una determinada manera, como si en ellas no se produjesen cambios que las alejasen de lo que hubiesen sido en otro tiempo.
Su cara había engordado: apenas quedaba ya en ella ningún resto de la languidez con que se mostraba entonces a menudo su semblante. Tenía la mirada también más recia, más segura de lo que en el fondo se proponía. Aquella timidez con que antes yo me la representaba parecía que hubiese desaparecido, aunque muy pronto me di cuenta de que algo de ella quedaba en su carácter, algo que quizá se diluía en la aparente firmeza con que ahora se comportaba ante la gente, en la forma con que se dirigió a mí casi desde el principio.
Noté también que llevaba el pelo más corto que entonces y que se pintaba un poco los ojos y los labios, no porque se hubiese vuelto más coqueta, sino porque era un signo más bien de madurez, igual que a mí me ha dado a veces por cuidar de la misma forma mi figura cuando me dispongo a ir a algún sitio más relevante. Son cosas, en fin, en las que nos fijamos mucho las mujeres, por más que en otras ocasiones finjamos que no les damos demasiada importancia.
Debo decir, con todo, que las dos seguimos siendo en conjunto bastante naturales, mucho más sencillas que otras que ya se componen y acicalan como si perteneciesen a una categoría social que no les corresponde. Nosotras no nos arreglamos tanto ni tenemos en consideración detalles que sólo preocupan a quienes están obsesionadas por su propia imagen, por el concepto que de ellas habrá de circular en determinadas sociedades.
Muy pronto, pues, volvimos a congeniar igual que antes. Una vez que nos hubimos instalado en mi cuarto, Irene me refirió todos los inconvenientes por los que había pasado para poder llegar a su cita. Por supuesto, se disculpó, apelando a razones de las que no era en absoluto responsable. Habló más que yo, por raro que pudiera parecer a quien nos hubiera conocido antes. Se advertía que se había tornado más comunicativa y que tenía muchas ganas de contarme todo lo que se le ocurriera, quizá porque durante su viaje no hubiese hecho otra cosa que pensar en lo que me habría de decir.
Yo la escuché, como no podía ser de otro modo, con suma atención, con un interés desmesurado por conocer lo que a ella le había sucedido durante el trayecto que la había llevado hasta mi casa, que la había devuelto otra vez a mí.
Cuando concluyó su relato, yo no tardé en referir el mío, en el cual incluí también todas las sensaciones que había experimentado mientras aguardaba con ansiedad que llegase, todos los sentimientos que en mí se habían originado mientras escuchaba la música, todos los recuerdos que habían acudido a mi mente durante aquellas horas de larga espera.
Irene se limitaba a sonreír de vez en cuando, como si también ella hubiera pasado en otra ocasión por las mismas experiencias que yo le iba relatando. Sonreía de un modo franco, como siempre lo había hecho desde que yo la conocí, confiada en lo que la amiga le decía, completamente identificada con aquello.
Al final, llevada por mi emoción, me animé a revelarle también lo que yo había llegado a sentir por Tadeo, como había pensado que haría cuando la tuviera de nuevo a mi lado.
−Todavía no es nada seguro –concluí después de haberle contado cómo lo conocí−. Es simplemente un amigo, un amigo algo mayor que yo por el que he empezado a interesarme bastante, quizá mucho más de lo que hubiera creído al principio, para qué te voy a engañar…
−No hace falta que lo digas: se nota que estás enamorada –infirió ella sin ninguna dificultad, sin reparar siquiera en el efecto que a mí me podían causar sus palabras.
Tal franqueza no la esperaba, ciertamente, de Irene, por lo que me sonrojé en seguida cuando me lo hubo dicho: era como si hubiera penetrado en el interior de mis entrañas para desenterrar un secreto que yo misma no me había atrevido a atestiguar todavía.
−Es posible –confesé cuando ya me hube repuesto de aquel pequeño sobresalto, dispuesta a referirle ahora todo lo que me había sucedido con él después, desde aquel día en que se decidió a correr conmigo−: me encuentro muy cambiada desde entonces, no sé en realidad lo que me pasa; es como si mi vida ahora dependiera de otra persona, como si lo necesitara a cada instante a él… Poco a poco hablé con Tadeo de cosas más íntimas, de cosas que sólo están reservadas a aquellos en los que más confiamos. Sin darme cuenta, fui cayendo en un terreno que no dominaba, en un lugar en el que por fuerza tenía que comportarme de una determinada forma. Ya no podía retroceder, ya no podía volver al sitio del que había partido. La presencia de Tadeo se me hacía casi imprescindible: parecía como si me hubiera sometida a ella, como si me hubiera subyugado a él. Sin darme cuenta, comencé a tratarlo con más confianza, a hablarle de lo que yo sentía cuando me encontraba a solas, de los deseos que tenía de confiarle aquello mismo a él. Yo creo que Tadeo también se vio atraído por mí, aunque eso es algo que tal vez no lo pueda asegurar…
−¿Por qué no? Si tú lo dices, será verdad –afirmó Irene al tiempo que esbozaba una tímida sonrisa−: lo que tú dices siempre se cumple, acuérdate de cuando éramos niñas, de la seguridad con que tú afrontabas siempre todo lo que nos ocurría… Sara, yo estoy convencida de que no te equivocas: lo que tú intuyes acaba al final por cumplirse, ya lo verás, confía ahora en mí, que te conozco bien. Tadeo te quiere, te quiere tanto como tú a él; no creo que se hubiera atrevido a convertirse en tu principal amigo si no hubiera sentido nada por ti. Te quiere, ya lo verás, te lo digo yo…
−Es todavía muy pronto para hacerme ilusiones –añadí entonces−: prefiero que las cosas se presenten más bien solas; ya sabes, en fin, que yo he sido siempre muy natural. Si él me quiere, como tú dices, más tarde o más temprano acabará por declarármelo… El amor es algo que no se puede ocultar: es una fuerza que nos obliga a expresar lo que sentimos a quien de verdad queremos. El amor no admite tapujos ni dilaciones de ninguna clase: llega cuando tenga que llegar, cuando ya no se puede disimular de ningún modo…
Irene volvió a decir que lo mío era ya una realidad incontestable. Parecía contenta con aquello, feliz de que yo hubiera encontrado al hombre ideal para mi vida. Durante un rato no paró de hablar de lo mismo; me contó que ella no había tenido tanta suerte, pues no había dado todavía con nadie que mereciera realmente la pena: había conocido, según me reveló, a un chico del que creyó estar enamorada durante un tiempo, pero luego él la decepcionó cuando la abandonó por una compañera del curso; se dio cuenta entonces de que no le convenía, de que no era más que un capricho pasajero. Desde entonces comenzó a dudar de todos los que se acercaban a ella; se volvió más desconfiada respecto a ellos; sólo le apetecía hacer lo que a ella más le gustaba, disfrutar de sus nuevas aficiones, entre las que empezaba ya a destacar la de la escritura, con la que experimentaba emociones que nunca había sentido. Tenía, me dijo, algunas amigas con las que salía los fines de semana, sólo para despejarse un poco, para no estar siempre encerrada en su casa.
Estuvo, así, hablando durante más de media hora, sin que yo la interrumpiera nunca. Era bueno escucharla, dejar que ella también me contara todo lo que había hecho durante aquellos años…, todo lo que a ella le pareciera en esos momentos más importante, porque cuando una se pone a hablar después de tanto tiempo, si no ha pensado lo que va a decir, se acumulan muchos asuntos en la cabeza y tiene que escoger lo que considera más oportuno, lo que puede interesar más a la persona con la que está hablando.
La vida es, sin duda, un intercambio: vivimos en sociedad y por fuerza hemos de comunicarnos. Se crea así un mundo particular con quien tenemos a nuestro lado, con quien compartimos todos nuestros secretos, aunque a veces quede alguno por revelar, como a mí me ocurría en cierta manera con Irene, a quien todavía no le había confesado que a mí también me había gustado Damián, pero esto era algo que no quise contar aquella noche de nuestro encuentro, algo que prefería dejar para una ocasión más propicia, quizá para la mañana siguiente, cuando las dos fuéramos a inscribirnos en la Universidad, como habíamos acordado.























16



Se lo conté, en efecto, al otro día, después de haber tramitado nuestro ingreso. Regresábamos del Rectorado, donde habíamos tenido que esperar más de una hora en una cola para cursar la matrícula. Estábamos muy contentas, pues nos veíamos ya como universitarias que estaban dispuestas a comenzar sus nuevos estudios. Hacía una mañana espléndida del mes de julio. El calor no era todavía excesivo y transitaba mucha gente a esa hora por las calles. Irene volvía a rememorar la época en la que estuvimos juntas: lo hacía con la nostalgia de siempre, con la alegría que le deparaba la certeza de que aquella amistad no se había interrumpido. Yo dejé que evocara algunas anécdotas de aquel tiempo; añadí, sonriendo, algunos datos que a ella le faltaban. Nos veíamos de nuevo en aquellos lugares en los que coincidimos, en aquel instituto en el que empezamos a ser amigas… Sin poderlo evitar, yo le pregunté por Damián: le pregunté si se acordaba de él, si lo había continuado queriendo después de haberse marchado de aquí. Irene me miró sorprendida. Durante unos segundos permaneció callada, sin apartar la vista de mí.
−Ah, ya –dijo de pronto, como si en ese preciso instante hubiera recordado por fin a Damián−. No se me ha olvidado, no, cómo se me iba a olvidar: él fue, en cierta manera, mi primer amor, aunque ahora me dé un poco de vergüenza reconocerlo… Me fui, sí, muy contrariada, pues para mí suponía separarme de la persona a la que más había amado en este mundo, con la que pensaba ser feliz siempre… Sin embargo, me tuve que marchar, tuve que romper con todo con lo que hasta entonces me había rodeado, también contigo, con la amiga con la que más había congeniado… Fue una separación muy dura, sobre todo porque la viví a una edad que era muy complicada, en la que una cree que todo será al final como hubiera soñado… Sí, Sara, yo había creído que Damián ya me pertenecía, que él llegaría a ser el hombre con el que compartiría el resto de mi vida. Así de ingenuas somos en la adolescencia, tú ya lo habrás comprendido… Me fui muy triste, casi hundida en una depresión. Mi padre me animaba: trataba de conformarme haciéndome pensar que regresaría todos los años a esta ciudad y que en el sitio en el que íbamos a vivir también habría de encontrar buenos amigos… Él es así: él siempre ve las cosas de un modo positivo, igual que a ti te ocurría cuando salíamos juntas, supongo que te acordarás… Bueno, pues a lo que iba: durante un tiempo no conseguí olvidarme de Damián, de la misma manera que tampoco me olvidaba de ti, ni del barrio donde mi abuela residía, ni de las calles por las que con frecuencia nos movíamos, ni de los tipos a los que entonces conocimos… Me acordaba, sí, mucho de él, y, como no lo podía ver, trataba de imaginármelo a cada instante: le hablaba incluso como si lo tuviera delante; soñaba con que él iría de viaje a aquel lugar y con que yo lo encontraba de repente por la calle y lo saludaba como nunca lo había hecho, porque en realidad entre nosotros no había todavía nada, simplemente una relación como otra cualquiera, como la que puede haber entre unos compañeros de clase... No sé, la verdad, el tiempo que estuve así, quizá un mes, o tal vez dos… Lo cierto es que al final acabé por aceptar mi situación, por admitir que él ya no era más que un personaje del pasado, un personaje que aparecía en mi memoria cada vez más borroso… Poco a poco me di cuenta de que Damián era un chico normal, con gustos y aficiones muy parecidos a los que pudiera tener cualquier otro… Llegué a pensar incluso que era muy diferente a mí y que quizá nunca nos llegaríamos a entender. No sé lo que opinas sobre él.
−Opino lo mismo que tú –me animé a confesar−. Yo, como era natural, lo continué tratando durante más tiempo, pues coincidí con él en el mismo instituto hasta que los dos seguimos caminos diferentes… Cuando tú te fuiste, Damián perdió para mí todo el encanto que hasta entonces había tenido… Porque yo también lo quise, Irene, es lo que te intentaba decir… A lo mejor no te diste cuenta de esto, porque la verdad es que nunca te lo dije… Nunca te lo dije porque tú fuiste la primera en quererle y yo te respeté…
Irene sonrió, como si no le hiciera demasiado caso a aquello. Me miró con la confianza que yo siempre le había inspirado, sin ningún atisbo de reprobación.
−Eso son tonterías –me dijo−, por lo menos así lo considero yo ahora… No, no me di cuenta, si es lo que quieres saber… El amor es ciego: yo entonces no veía más que lo que a mí me podía interesar; no atendía a lo que había a mi alrededor, ni siquiera a lo que pudiera sentir una amiga… La falta quizá fue mía, ya que me comporté con mucho egoísmo… Lo mío, en fin, era lo primero; lo demás, incluido lo tuyo, quedaba muy lejos, en un segundo plano en el que casi no me fijaba… El amor nos vuelve ciegas y egoístas, ya ves, sobre todo en aquella época, en el comienzo de la adolescencia, cuando tantas experiencias y emociones se nos acumulan… Yo no podía darme cuenta, cómo me la iba a dar, si para mí en aquellos días sólo vivía pendiente de él; tú te habías convertido sólo en mi acompañante, en una amiga a la que prestaba la atención que merecía…
−No te preocupes, Irene, que la que se portó mal fui yo –la interrumpí entonces, tratando de sonreír−. Te lo tuve que decir, pero fue todo muy rápido; tú te marchaste, sin que yo pudiera confesarte nada. Es algo que me ha seguido remordiendo después de tanto tiempo, no te creas…, por eso te lo he dicho ahora, porque una no se debe reservar nada ante una amiga, especialmente si es un asunto en el que las dos han estado implicadas.
−Aquello no era amor –aseguró Irene, posando su mano sobre mi hombro en señal de amistad−: era más bien una obsesión, una especie de antojo transitorio propio de la edad: Damián era un chico que nos caía bien y que poco a poco nos fue gustando cada vez más; lo convertimos en un ídolo, en un ídolo al que por fuerza teníamos que amar, porque entonces éramos muy afectivas, Sara: necesitábamos volcar todo nuestro cariño en alguien, en una persona que hubiéramos elegido por algún rasgo que la hiciera destacar entre las demás… No, aquello no era amor: ni tú ni yo lo amábamos, si lo piensas bien… De hecho, él no llegó a significar nada para nosotras después, como tú has dicho antes…, perdió todo su encanto…, ya no nos atraía como al principio…, fue un chico más del montón, de los muchos que se cruzaban con nosotras entonces…
−Ahora me siento mejor después de habértelo contado, aunque tú sigas diciendo que no son más que tonterías –manifesté yo, empujándola levemente con el hombro como prueba también de amistad, como si se tratara de una broma a la que ella después estuviera obligada a corresponder.
Irene simuló que se trastabillaba, al tiempo que se agarraba a mi brazo como para no caer. La verdad es que parecíamos dos niñas, dos colegialas que todavía no hubieran salido de su pubertad.
La conversación derivó después hacia otros temas, relacionados en su mayoría con los estudios que dentro de poco habremos de emprender. Regresábamos así a la realidad, de la cual nos habíamos ausentado durante unos minutos para volver a una época que no nos cansábamos de evocar.



















17




A instancias de Irene, recorrimos otra vez el barrio en el que estaba situada la casa de su abuela. Todo estaba igual que antes, igual que como nosotras lo recordábamos. Yo, como era natural, había pasado por allí en muchas ocasiones después de que ella se fuera, si bien nada me había parecido lo mismo sin la presencia de mi amiga: faltaba siempre algo, una sustancia que lo había hecho para mí distinto cuando paseaba con ella por aquellas calles.
Nos detuvimos, como no podía ser de otra manera, delante del portal del inmueble al que pertenecía la vivienda donde ellas se habían alojado. Durante el tiempo que permanecimos allí paradas, no apareció ningún vecino al que conociéramos: daba la impresión de que todos también se hubiesen mudado, de que en aquel bloque de pisos no habitase ya ningún inquilino de entonces. En aquellos momentos, echábamos de menos, por supuesto, a don Alonso, aquel viejecito tan amable con el que varias veces nos habíamos cruzado; pero no nos atrevíamos a preguntar por él, quizá por la aprensión que nos producía la posibilidad de que ya no estuviese.
A Teresa, aquella estrafalaria vagabunda que deambulaba acompañada de sus perros, tampoco la vimos. Lo más probable era que no la encontrásemos, pues era una mujer que posiblemente se hubiese trasladado a otro sitio, a otro lugar en el que quizá se sintiera más a gusto; ella era así de impredecible: nada de lo que pensase se atenía a ninguna lógica, a ningún criterio por el que los demás se rigiesen.
La única persona con la que coincidimos fue Pepe, que seguía regentando la tienda a la que a menudo íbamos a comprar las cosas que doña Amalia nos pidiese.
Entramos en el local con cierta prevención, pues no sabíamos lo que nos habíamos de encontrar en él. Había dos o tres clientes ante el mostrador, tras los que no tardamos en distinguir a Pepe, que se movía con diligencia ante ellos para atenderlos con prontitud. Así había sido él siempre: solícito, servicial, amable… Nos quedamos en la entrada, indecisas, sin saber muy bien lo que le debíamos decir… Pepe no se había percatado de nuestra presencia: hablaba con los clientes de los productos que se habían de llevar, de lo que habían subido los precios en los últimos meses, de lo difícil que era mantener un negocio como aquél en los tiempos actuales… En aquellos instantes, me dio por imaginar cómo había sido la vida de Pepe durante aquellos años en que dejamos de verlo. Lamenté no haber ido a visitarlo alguna vez, sólo por oír de nuevo su voz, por escuchar los consejos que él sabiamente me habría dado. Me parecía increíble que no lo hubiera hecho, increíble la ingratitud con la que con él había actuado… Estaba tan abstraída que no me apercibí de que Pepe por fin se dirigía a nosotras. Había dicho algo que yo relacioné con las personas que había allí congregadas, algo que sin embargo tenía que ver con la inesperada visita que le acabábamos de hacer. Fue Irene la que le respondió, pues yo, como digo, no estaba en condiciones de ello:
−A nosotras también nos ha alegrado mucho volverlo a ver –oí que le contestaba, al tiempo que se acercaba un poco al mostrador.
Instintivamente, yo la imité, pues no hubiera parecido demasiado correcto quedarme atrás.
−Al principio creí que erais unas turistas: habéis crecido tanto, que ya no os reconocía –intervino otra vez Pepe, mirándonos ahora a los ojos con cierta satisfacción−: estáis hechas ya unas mujeres, unas mujeres de verdad, aunque quizá no tengáis todavía más de dieciocho años, según calculo que tendréis por el tiempo que hace que os marchasteis de aquí.
Pepe acabó a continuación de atender al último cliente y se puso ya a hablar con nosotras con más tranquilidad. Nos contó los cambios más significativos que se habían producido en el barrio, los sucesos más importantes que en él habían ocurrido desde que habíamos dejado de visitarlo. Si Irene y yo ya no parecíamos las mismas, a él no se le apreciaba nada diferente: continuaba siendo el mismo hombre simpático y ocurrente al que nosotras habíamos conocido; tenía, además, una edad en la que el paso de los años apenas se percibe, en la que unas arrugas de más apenas ya se notan.
−Por aquí pasa mucha gente, como comprenderéis –nos dijo después−: son muchas las caras con las que a diario me encuentro, muchas las caras que he visto ya a lo largo de mi vida; sin embargo, no sé por qué os he recordado: en cuanto me he fijado un poco más en vosotras, he sabido quiénes erais, a lo mejor porque nunca os había olvidado, porque siempre he estado esperando en el fondo que algún día volvierais. Hay cosas que no se explican: en el corazón humano hay sentimientos que nunca se extinguen, por muchos acontecimientos que hayan pasado sobre ellos… Lo que no recuerdo ya son vuestros nombres, pues eso es algo que a mis años me suele ocurrir: tiendo a olvidar detalles que para mí resultan secundarios… La memoria es una máquina imperfecta: si consiguiera retener todo lo que llega a ella, no se daría valor a lo que realmente es importante, como me ha sucedido a mí hace un momento, cuando os he visto al otro lado del mostrador y en seguida os he relacionado con las niñas que venían a comprar a mi tienda.
−Nosotras tampoco lo hemos olvidado –declaró Irene.
−Usted no ha sido para nosotras una persona cualquiera –añadí yo.
−Éstas son las cosas que verdaderamente engrandecen la vida humana –proclamó él, casi con lágrimas en los ojos−. Os lo digo en serio: lo demás son tonterías, tonterías por las que muchas veces nos afanamos, vanidades que no nos permiten ver lo que en realidad más nos interesa… No sé, quizá a vuestra edad no lo entendáis como yo lo entiendo, pero para mí, que he vivido ya más de medio siglo, es así: creedme, os lo digo como os lo diría vuestro padre…, no hay nada más noble ni más emocionante, estas muestras de afectividad con las que nos sentimos más unidos, a pesar de las diferencias o de las distancias que entre nosotros concurren.
Pasamos un buen rato allí. Después de recordarle nuestros nombres, le contamos todo lo que habíamos hecho hasta entonces, todos los proyectos que teníamos. Pepe se interesó de veras por ellos: nos escuchaba con la misma intensidad con que lo hubiera hecho ante unos nietos, en el caso de que los tuviera, con la misma amabilidad con que atendía siempre a sus clientes, porque él era invariablemente así, un ser extraordinario que dignificaba siempre con su dedicación el oficio en el que trabajaba desde hacía muchos años, posiblemente desde antes de que nosotras dos naciéramos. Era, en verdad, una suerte contar con un hombre tan cortés, con un hombre tan abierto a todo el que se le presentase. Si hubiera en el mundo más personas como él, yo estoy segura de que muchos problemas se resolverían, de que la convivencia sería mucho más grata y pacífica de lo que normalmente es. Vivimos en una sociedad muy complicada, en la que a cada cual sólo le interesa lo suyo, en la que no miramos habitualmente lo que les puede suceder a otros; cuando algo nos molesta, nos volvemos agresivos e intolerantes, pues no soportamos que nada se oponga a lo que pretendemos.
Durante el tiempo que estuvimos allí, no apareció ningún cliente más; tenía razón don Pepe: las cosas ya no eran como antes; ahora había mucha competencia, y costaba mucho mantener un negocio como el suyo, un negocio que no daba más de sí porque en realidad resultaba muy limitado en comparación con otros más modernos que tanto proliferan en la actualidad.
Nos despedimos, en fin, de don Pepe con la promesa de que no tardaríamos en volver a visitarlo. En cuanto tuviéramos ocasión, no dudaríamos en acudir a su tienda, aunque sólo fuera para charlar un rato con él. Se mostró muy contento con nuestra visita y nos aseguró que nos tendría siempre presentes, pues nos había tomado mucho cariño y quería vernos de vez en cuando.












18



Por las noches, antes de conciliar el sueño, hablábamos mucho. Alguna vez yo creo que casi nos quedamos dormidas hablando, con las palabras todavía aleteando en nuestras bocas, faltas de sentido… Intercambiábamos puntos de vista sobre los temas más variados, entre los cuales tuvo un lugar destacado, como no podía ser de otra forma, nuestro interés por la literatura. De alguna manera, era ésta una conversación que aún no habíamos interrumpido y que debíamos continuar con la experiencia que ambas ya habíamos acumulado.
Estábamos ansiosas por comunicarnos la una a la otra lo que habíamos descubierto durante el tiempo en que no habíamos hablado. Teníamos muchas cosas que decirnos, muchas emociones que transmitirnos acerca de lo que hasta entonces habíamos leído.
Irene fue, al respecto, más efusiva que yo. En cuanto nos pusimos a dialogar sobre aquello, se aprestó en seguida a dar a conocer sus últimos descubrimientos, muchos de ellos propiciados por su insaciable afán por leer. Con los ojos invadidos de euforia, me dijo que ciertos autores hispanoamericanos la habían encantado, sobre todo Jorge Luis Borges, cuyos vastos conocimientos culturales no dejaban de deslumbrarla.
Después de mostrar yo también mis preferencias, nos dedicamos a repasar todos los libros que más nos habían gustado desde que no nos vimos. De los títulos juveniles pasamos a otros de distinto signo; nos referimos con especial delectación a todos los que habíamos tenido que leer durante los años de permanencia en el instituto.
−De los clásicos a mí el que más impresionó fue Cervantes –dijo ella con manifiesto entusiasmo.
−Yo leí el Quijote el verano pasado –informé yo−; lo leí porque me lo había propuesto durante aquel curso, después de haber leído algunas novelas ejemplares que el profesor de Literatura nos había recomendado, y la verdad es que se trata de una obra maestra, una de esas obras que merecen todos los elogios que se le han dado.
−Pues yo lo tuve que leer a la fuerza, porque nos lo habían mandado –comunicó a su vez ella−. Al principio lo tenía por uno de esos libros que había que dejar para más adelante, para cuando una fuera una lectora más experimentada. Pero me di cuenta en seguida de que no, de que el Quijote no era exclusivo de ninguna edad. Comprendí también, como tú dices, que era una obra extraordinaria, con unos valores que no están al alcance de cualquier otra.
−Yo me reí mucho con ella –añadí yo.
−Ése es uno de sus mayores aciertos, el humor: es una novela que nos hace reír y pensar al mismo tiempo, porque lo que en ella se nos cuenta es una historia muy divertida que hay que interpretar siempre de un modo más profundo –discurrió Irene−. Cervantes tenía una visión del hombre muy particular: presenta a un personaje que ha perdido la razón leyendo libros de caballería y que se enfrenta a la realidad porque es un soñador: yo creo que en él estamos representados todos, todos los que alguna vez soñamos con un mundo mejor.
−Pero el Quijote no sería tampoco el mismo sin Sancho Panza –me atreví a objetar yo.
−Sería, en efecto, una novela muy diferente: a partir de la aparición de Sancho Panza, la historia ya no es la misma –trató de reflexionar Irene−; él representa de algún modo la otra parte de los seres humanos, su lado más realista, por decirlo de alguna manera.
−Sin embargo, los dos se ven influidos por la forma de pensar del otro.
−Así es: el Quijote es, en ese sentido, una novela en la que el diálogo ocupa un lugar muy importante: no sé si te habrás dado cuenta pero hay en ella capítulos en los que don Quijote y Sancho no paran de hablar y de intercambiar información sobre lo que cada uno piensa.
−La influencia de Cervantes es decisiva en otros autores –afirmé yo.
−Se nota mucho su huella en todos los novelistas del XIX –agregó Irene−: sin él, todo lo que ellos escribieron hubiera sido muy distinto. En nuestra literatura, tenemos, por ejemplo, el caso de Galdós… No sé si lo has leído, supongo que sí… Pues el estilo de Galdós se parece mucho al de Cervantes; su forma de contar las historias es casi la misma.
Yo asentí antes de responder. Era uno de mis autores preferidos, al menos por lo que poco que de él había leído.
−Para mí, Galdós es el mejor novelista español después de Cervantes –dije yo.
−Así es –corroboró ella−. Su obra es inmensa. Hace unos años leí uno de sus episodios nacionales, La batalla de los Arapiles, y la verdad es que me encantó. Me maravilló su forma de relatar la historia, su forma de convertir un acontecimiento en una novela de aventuras, en una novela con cierto carácter romántico.
−Yo sólo he leído Trafalgar, y puedo decir prácticamente lo mismo que tú… El personaje de Gabriel Araceli es una creación perfecta.
−En los episodios nacionales encontramos los valores de una España que ya no existe.
−Marianela es también una historia muy bonita.
−Pero muy triste.
−A mí me gustó bastante.
−Doña Perfecta, Gloria…, son también novelas muy valiosas.
−Yo también he leído Misericordia.
−Una de mis lecturas durante este verano será Fortunata y Jacinta. Es la obra más importante de Galdós, por lo menos la más larga. Según he estudiado, en ella nos retrata muy bien cómo era la sociedad española en la segunda mitad del siglo XIX. Es lo que a mí también me gusta, conocer cómo vivía la gente a través de la literatura. Galdós es, la verdad, en esto un maestro, nadie como él para presentarnos cómo era la realidad en una determinada época.
−Yo también la leeré; así podremos luego conversar sobre ella.
Con aquella propuesta casi ya nos dormimos. Irene aún habló de otros autores y obras, a los que yo ya apenas prestaba atención, pues el sueño me vencía. Recuerdo que se refirió a algunos escritores contemporáneos que había estudiado durante el último curso, entre los que volvió a mencionar a Borges, del que ya no cesó de hablar hasta que ella también comenzó a dormirse.



































19



Apenas habíamos hablado de doña Amalia: Irene me había dicho que estaba ya muy vieja y que últimamente tenía muchos achaques. Yo no había querido saber más de ella, quizá porque prefería imaginármela más bien como aún permanecía en mi recuerdo; me negaba a representármela de otra forma, a pensar que ya no sería la misma que yo había conocido. Por raro que pareciera, Irene tampoco se refería a ella: hablaba, en efecto, de muchas cosas del pasado, y, sin embargo, nunca mencionaba a la abuela, posiblemente por algún motivo que yo todavía no había sabido adivinar, por alguna razón que yo no hubiese podido entender.
Había quedado una tarde con Tadeo para presentárselo a Irene. Él había accedido con prontitud a mi propuesta, contento a su vez de poder conocer a mi mejor amiga.
Igual que en ocasiones anteriores, la cita tuvo lugar en una popular cafetería del centro.
Tadeo ya estaba allí cuando nosotras llegamos. Vestía de una manera informal, muy lejos de las etiquetas con las que otros gustan distinguirse. En cuanto nos vio, se acercó muy diligente a saludarnos; lo hizo con tal espontaneidad, que no nos costó demasiado cumplir con aquel obligado trámite; de pronto, nos pusimos a hablar sin ningún embarazo, como si nos aprestáramos a continuar la conversación que ya en otro tiempo hubiéramos comenzado.
Después de acomodarnos en un extremo del local, ya no paramos de dialogar en toda la tarde. Irene, sin que yo tuviera que animarla, se dedicó a aclarar con la mayor confianza las circunstancias que la habían inducido a contactar de nuevo conmigo. Declaró que se sentía muy feliz entonces, especialmente por los lazos de amistad que nos habían vuelto a unir a pesar de los años que habían transcurrido desde que dejáramos de vernos. Tadeo la escuchaba, por cierto, con suma atención, con la misma atención con que me escuchaba a mí cuando estábamos a solas en aquel mismo sitio. Parecía que le agradaba su persona, la forma tan sencilla con que ella le manifestaba a la sazón todo lo que en su interior había.
Yo intervine poco después, cuando creí que a Irene se le habían agotado ya todas las ideas. Oscuramente se me antojaba que habíamos de ser nosotras las encargadas de hablar en aquella reunión, quizá porque éramos las que la habíamos propiciado, las que habíamos dado el primer paso para estar entonces allí. A mí me sorprendía, ciertamente, lo bien que nos salía todo, la facilidad con que Tadeo acogía nuestro propósito.
Luego que nos escuchó, a él le dio también por confesar que se hallaba muy a gusto y que nunca había imaginado que se pudiera producir aquel encuentro. Con una amplia sonrisa nos iba revelando todos sus secretos; lo hacía con gran naturalidad, como se hubiera dirigido a alguno de sus más íntimos amigos, sin la seriedad que tal vez a sus años a él habría que atribuir.
Fue, en definitiva, una conversación muy cordial: de unos temas pasábamos a otros sin que mediara prácticamente ninguna solución de continuidad; llegábamos a decir lo primero que se nos ocurriera, lo primero que quisiéramos dar a conocer a los demás para que ellos también lo supieran.
Irene dijo que a ella lo que más le interesaba era su carrera, los estudios universitarios que con tanta ilusión al final del verano habrá de cursar. Yo, por mi parte, opiné que todavía era pronto para estar pensando en ello, pues lo que a mí más satisfacción me producía era precisamente lo que en el presente estaba sucediendo.
Sin dejar de sonreír, Tadeo no se decidió a expresar nada al respecto, posiblemente porque no le convenía hacerlo en aquel instante: se refirió a las tareas en las que entonces estaba ocupado, a las obligaciones que le aguardaban antes de que empezara el siguiente curso.
Nos despedimos con la misma sencillez con que nos habíamos presentado, con la promesa de que muy pronto habíamos de encontrarnos de nuevo.
Irene, al principio, no me comentó nada sobre lo que habíamos hablado con Tadeo: ni siquiera me dijo qué le había parecido o qué impresión le había causado durante aquella primera entrevista. Por la forma en que había participado en el diálogo, yo estaba segura de que le había agradado y de que debía de tener una opinión muy favorable sobre él. Sin embargo, por algo que a mí no me era dado entender, ella no quería manifestar todavía lo que pensaba sobre el caso: volvía a mostrarse tan reservada y circunspecta como antes, cuando yo comencé a trabar amistad con ella en el instituto después de que me llamara la atención la timidez con que solía comportarse en la clase.
Fue ya en la casa cuando Irene se decidió por fin a confiarme lo que opinaba acerca de Tadeo, acerca del hombre con el que yo había empezado a entablar una relación más afectuosa. Me lo comunicó antes de acostarnos, cuando ya las dos nos habíamos encerrado en el dormitorio para charlar un rato a solas antes de dar por finalizada la jornada. Estábamos sentadas en el borde de las camas, repasando por última vez los sucesos más agradables que nos habían ocurrido aquel día. Por fuerza ella tenía que decir algo: se tenía que referir a aquel momento estelar en el que por fin había llegado a conocer a Tadeo. Me dio una palmada en el hombro antes de hablar: era un gesto cariñoso con el que ya de antemano pretendía congraciarse conmigo.
−Es tu tipo, Sara –me dijo con la voz ahogada por la emoción, por la dicha que ella también debía de sentir por ello−: es el hombre que siempre habías estado buscando. Todas lo hacemos: todas tenemos en la cabeza un modelo, un modelo del que a veces no somos ni siquiera conscientes, quizá porque no es el que se ajusta al que antes hubiéramos imaginado… No sé, es algo misterioso: parece como si ese hombre hubiera sido sólo creado para que algún día lo encontrásemos… Esta tarde, cuando vi a Tadeo en la cafetería, supe al instante que él era el hombre que para ti estaba destinado… Lo supe por pura intuición, por una corazonada, pero así son estas cosas, tú ya lo comprendes… Puedes estar contenta, Sara, contenta de haberlo encontrado: con él serás feliz, ya lo verás… O por lo menos eso es lo que yo te deseo.
Yo me quedé sin palabras. No sabía en aquel momento qué decirle, quizá porque ella ya lo había dicho todo. Lo único que se me ocurrió fue abrazarla. La abracé, sencillamente, porque era mi amiga, a la que yo por supuesto también le deseaba lo mejor del mundo.































20


Irene se ha marchado, aunque esta vez es muy diferente. Se ha marchado para volver dentro de poco, cuando finalice este verano. Antes de irse, sin embargo, tuve con ella una conversación que para mí resultó muy emotiva, una conversación que yo jamás olvidaré mientras viva.
Ocurrió poco antes de partir, mientras hacía la maleta. Yo estaba a su lado, entretenida en ordenar un poco mis cosas.
−No le he comprado nada a mi abuela –recordó con cierto pesar.
−Ella no te lo tendrá en cuenta –dije yo para quitarle importancia.
−La pobre está ya muy vieja –añadió Irene, sin dejar de meter objetos en la maleta.
Hubo un silencio en el que las dos parecíamos abstraídas en nuestros propios pensamientos. Quizá nos ocupábamos en lo mismo, en la pena que nos causaba que el tiempo no perdonara a las personas a las que más apreciábamos en esta vida.
−Yo me acuerdo mucho de ella –informé yo−: me acuerdo mucho de todas las historias que nos contaba, sobre todo de lo que le pasó a aquella niña enferma a la que la madre apenas dejaba salir a la calle… Era una historia muy triste a la que tu abuela le gustaba referirse con frecuencia, no sé por qué razón. La verdad es que nunca nos reveló de quién se trataba, aunque debió de ser alguien muy cercano a ella, quizá alguna amiga a la que hubiera querido mucho… Nos decía, si no recuerdo mal, que aquel caso fue para ella muy significativo, pues le había demostrado que a veces las circunstancias no son tan determinantes como a menudo creemos.
Irene tardó un poco en intervenir de nuevo. Continuaba ensimismada, absorta en los recuerdos que yo quizá había avivado en su memoria sin pretenderlo.
−Un día me confesó quién era aquella niña –dijo con cierto esfuerzo, cuando ya terminaba de arreglar la maleta−. Era algo que nunca había comunicado a nadie y que a nosotras estuvo alguna vez a punto de decírnoslo… Quizá no se atrevió a hacerlo porque nos veía todavía muy pequeñas, porque no teníamos edad suficiente para entenderlo.
−¿Quién era? –inquirí entonces con ansiedad, tratando de colocarme delante de ella.
Irene me miró a los ojos y sonrió con ternura. Aquello, sin duda, debía de ser muy emocionante, un secreto que a ella le habría producido un gran efecto.
−No sé cómo no lo pensamos entonces –respondió.
−Supongo que sería alguien de su entorno –volví a conjeturar yo, incapaz en aquel momento de deducir nada más atrevido
−No te lo puedes ni imaginar.
−Tu abuela no quiso darnos ninguna pista…
−Ya te digo que se negaba a que lo supiéramos.
−¿Me lo vas a decir o no? –me impacienté yo.
−Aquella niña era ella…, era mi abuela… Sí, lo había pasado muy mal cuando pequeña, pero luego se rehízo y superó por sí misma aquella especie de trauma, y ya ves cómo cambió, cómo llegó a ser después… Ella hablaba de una fuerza interior, de una fuerza que muchas veces las personas tienen para conseguir lo que quieren.
−Era ella –repetí yo.
−Me lo contó para que me sirviera de ejemplo. Estaba yo muy mal por aquella época, muy desorientada… El cambio de ambiente me había afectado mucho y no me adaptaba al sitio donde tenía que vivir… Entonces me lo reveló, era una especie de carta que se guardaba en la manga, un último recurso que quiso usar cuando más falta le hiciera… No podía ver a su nieta tan deprimida, era algo que le dolía mucho; por eso me lo dijo: tenía que ayudarme como fuera; yo debía recuperarme como ella también lo hizo, a pesar de todas las dificultades con las que se había encontrado a lo largo de su vida.
−¿Y tú qué hiciste? –pregunté sin salir todavía de mi asombro.
−Reaccioné en seguida –contestó ella, satisfecha del resultado que tuvo aquella historia−: aquello me animó a vivir de otra manera, me animó a combatir con todas mis fuerzas para escapar de mi depresión. Tenía que confiar en mí misma, buscar dentro de mí valores que todavía no reconocía. Yo no estaba enferma, ni nadie me ponía trabas para hacer lo que yo más quisiese; así que no era razonable que estuviera tan hundida: tenía que reaccionar como fuera, no podía dejar que las circunstancias en las que me hallaba me dominasen.
−Yo me alegro –musité.
−Fue su mejor lección –continuó diciendo Irene−. Antes me había dado muchos consejos, como a ti también te los había dado, pero ninguno fue como aquél: me causó un gran impacto, no sé cómo explicártelo…, ella se había puesto de ejemplo para que yo la secundara, para que yo no tuviera miedo, para que no sucumbiera ante ninguna contrariedad… Sí, era ella misma quien me daba todo su aliento, aunque no me lo decía de un modo explícito; yo sentía su empuje, su manera de animarme para que recobrara las ganas de vivir, las ganas de ilusionarme otra vez por las cosas que estuviese haciendo… Tú sigue, parecía decirme, no cedas; mira cómo yo tampoco cedí, cómo me sobrepuse a pesar de todo. Era su ejemplo, como antes te contaba, lo que a mí me movía, lo que a mí me ayudaba para adaptarme a aquel medio que me resultaba tan extraño.
−Yo siempre tuve a tu abuela por una mujer extraordinaria –comenté yo.
A Irene se le nublaron los ojos de lágrimas. No pudo contenerse: de pronto se puso a llorar de una forma muy conmovedora; yo creo que lloraba de satisfacción, de una felicidad muy honda que sin duda la embargaba por dentro. Yo casi estuve a punto de hacer lo mismo, influida por ella, pues soy muy proclive a veces a dejarme contagiar por los sentimientos que veo aflorar en otros.
−Yo no sé qué habría sido de mí sin mi abuela –balbuceó entre sollozos Irene, haciendo un esfuerzo por volver a sonreír.
Yo posé mi mano sobre su hombro, como había hecho ya tantas veces durante los últimos días. Irene me miró con ojos todavía lacrimosos, emocionada por el momento tan dichoso que estábamos viviendo. Aunque no nos lo decíamos, nos sentíamos entonces como hermanas, como partícipes de un mismo secreto que nos unía como ningún otro, el secreto de compartir aquel hermoso legado que de doña Amalia recibíamos.
−Nunca he sido tan feliz –proclamó ella con la voz ya más serena.
−Yo tampoco –manifesté también yo, pasando ahora mi brazo por sus hombros.
−La felicidad no es ambicionar lo que nos falta –dijo Irene.
−La felicidad es disfrutar de lo que ahora tenemos –dije yo.
−Más bien de lo que ahora somos –me corrigió ella.
El diálogo terminó más o menos así, pues Irene se tenía que marchar ya pronto. Fue, como decía antes, una conversación inolvidable, una conversación que habrá de dejar a buen seguro una profunda huella en mí.





















21



Irene ya se ha ido, aunque su marcha no es definitiva. Volverá cuando finalice el verano para empezar sus estudios universitarios. Se abrirá para ella, igual que para mí, una nueva etapa, una etapa en la que habremos de discurrir de una forma más madura. Nos hallamos, sin duda, en un periodo decisivo de nuestras vidas: hemos dejado atrás un camino quizá tortuoso, lleno de dificultades y de sobresaltos. Ahora la corriente nos ha arrastrado hasta aquí, hasta esta especie de meandro en el que las aguas parece que no avanzan y que se remansan antes de tomar un nuevo impulso. No lo sé…., nadie está capacitado, la verdad, para adivinar el futuro. Es posible que lo que ahora circula plácido y tranquilo se convierta dentro de poco en una superficie impetuosa: hay hechos que no se pueden prever, por más que queramos a veces predecirlos.
Disfrutamos, como decía, de un buen momento, en el cual me gustaría permanecer siempre… La música ha vuelto a resbalar por mi memoria, lo mismo que otra corriente que se deslizara por ella. Son sonidos muy gratos que despiertan en mí sensaciones desconocidas, sensaciones que se vienen a unir con otras más antiguas. Ahora es la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Anton Dvorak, la que suena. La he escogido porque he querido, porque siempre me ha transmitido emociones muy agradables. Es difícil, realmente, expresar todo lo que siento, todo lo que en estos instantes bulle dentro de mí. Por momentos creo que sueño, que no es verdad lo que estoy viviendo… Quizá sea éste el estado que más se parezca a la felicidad, el estado en el que nada ajeno a nosotros nos molesta, en el que la vida es un río que plácidamente nos lleva…
La Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak es para mí una música especial, como lo son también todas las que he ido escuchando durante este tiempo. Tiene un aliento que la hace distinta, un impulso que la mueve y que la transforma en una catarata de sonidos… Sí, a veces me da por descubrir el alma de la música, el alma de las obras que con tanto arrobamiento escucho. Es un ejercicio muy sano que realizo con frecuencia, una práctica que me ha vuelto cada vez más sensible.
Dentro de poco veré de nuevo a Tadeo, con el cual me he citado. Según me comentó Irene, lo nuestro es algo ya muy serio, algo que quizá no quedará en una relación pasajera. Lo que experimento por él, la verdad, es un sentimiento muy grande. Un sentimiento inefable, un sentimiento que me embarga y que me hace muy feliz. Como diría Bécquer, el gran poeta romántico, hoy pienso en él, hoy sé que lo amo…, hoy creo en Dios.