domingo, 22 de diciembre de 2013

Relato



La última parte del camino se les hacía muy larga. Había transcurrido ya mucho tiempo desde que salieron de la ciudad donde vivían; habían viajado al principio en compañía de unos vecinos que también se habían tenido que mudar por las mismas circunstancias que ellos, obligados por la urgencia de tener que cumplir con un edicto que conminaba a todos los ciudadanos a inscribirse en el lugar donde habían nacido. El primer tramo del viaje les había resultado corto, gracias sobre todo a la amistad que aquellos vecinos les habían brindado. La gente, cuando se mueve por parecidos motivos, suele volverse comprensiva y generosa, había pensado José después de que se hubiera despedido de ellos, después de que los hubiera visto marchar por otro sendero. Las cosas habían cambiado mucho desde entonces para los dos, sin duda por los efectos de la fatiga que ya habían acumulado. A María se la veía cansada, con signos de preocupación en sus ojos aceitunados de mujer nazarena. Sentada sobre la burra, a veces encogía el rostro para contener algún espasmo que la sacudiese por dentro; después de lo que habían andado, a José no se le ocultaba que se le pudiese presentar el parto en cualquier momento, a lo mejor antes de lo previsto. Por razones de la naturaleza debía ser así, aunque por las experiencias extraordinarias que los dos habían tenido era posible esperar también que ocurriese de otra manera. Desde que se le apareció el ángel en sueños para revelarle lo que sucedía, todo había cambiado ciertamente para él; ahora se veía impulsado por una fuerza interior, se veía impelido a realizar obras en las que él tal vez no hubiera caído; se consideraba en algunas ocasiones como el instrumento de una voluntad a la cual obedecía, como el hombre escogido para ejecutar  lo que otro quizá no hubiera podido hacer. Sin embargo, por esa misma causa, había también otros muchos momentos en que se sentía débil e incapaz de llevar a cabo lo que se le pedía, en que no entendía cómo podía haber sido elegido  para que mediante su acción el plan de Dios se cumpliera. En su mente se reproducían una y otra vez las palabras del ángel: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados». Le parecía a veces increíble, como un producto de su fantasía, dada a manifestarse sin ninguna limitación en los sueños: lo veía como algo insólito, casi dudaba de que hubiera sido cierto, de que todo aquello pudiera tener visos de credibilidad. Él, que había llevado una vida muy sencilla, no podía ser objeto de tamaña misión, de un encargo que sobrepasaba los límites de lo razonable. Por más vueltas que le daba, no lo comprendía, aunque cuando menos lo esperaba volvía a recordarlo todo de un modo preciso, la presencia del ángel se le había revelado de una manera incontestable, se le había aparecido como un ser que ya hubiera conocido en otra ocasión, como un ser de su propia familia que hubiera regresado de un lugar quizá muy lejano para visitarlo, para decirle lo que estaba ya destinado para él. Cada vez que miraba a María, contraída quizá por los primeros dolores del parto, se decía a sí mismo que tenía que corresponder con lo que para él ya se hubiera pensado, con la labor que se le hubiese asignado en aquella importantísima tarea
María, por su parte, callaba; de vez en cuando miraba también a José, lo veía con paso lento pero seguro, tirando del ronzal de la burra, con la vista a menudo fija en el horizonte. A lo lejos, apretada entre peñas y colinas que parecían de cobre, se divisaba ya Belén, con sus casas arracimadas, disueltas en una vaga lejanía. El camino por el que ellos iban era en algunos trechos escabroso. El sol de la tarde se derramaba por los campos, dejando sobre ellos una luz resbaladiza. María pensaba en todo lo que había dejado atrás, en todo lo que había sucedido desde que el ángel la deslumbró con aquella turbadora noticia, con el anuncio de un acontecimiento que podría cambiar el mundo. Ella, la esclava del Señor, no había hecho otra cosa desde entonces que prepararse para cuando se produjera el nacimiento de su hijo: cuando lo sentía latir en sus entrañas, experimentaba un estremecimiento melifluo, todo su ser vibraba al ritmo de aquellos latidos, era la madre de una criatura divina, anunciada por los profetas desde tiempos muy antiguos. Ella era, en efecto, la virgen en la que Dios se había fijado para que lo que habían anticipado los profetas pudiera realizarse. Desde que recibió la noticia, supo que había de ponerse al servicio de los demás, tal como hizo cuando se quedó a vivir con su prima Isabel, a quien también Dios había premiado por su constante espera: la actitud de servicio y de entrega era lo que el corazón le demandaba en aquellos momentos, desbordado de deseos y de sentimientos inefables. Su instinto de madre, despertado en ella de manera tan inusitada, la llevaba a amar a todo el mundo, a todo el que por alguna razón la necesitara. Los designios del Señor eran a veces oscuros, pero cuando se profundizaba en ellos se comprendía que lo que los inspiraba siempre era el inmenso amor que profesaba a la humanidad que él mismo había creado.
En lontananza, se dibujaba de una forma más clara la ciudad de Belén. María, cuando no posaba los ojos en el esposo, los tenía clavados allí, en aquella ciudad áurea que ahora se mostraba con más nitidez, sobre la que el sol abandonaba su luz última, de un tono ahora anaranjado. Estaba profetizado que en ella nacería el Salvador: de un modo que nadie hubiera podido imaginar, Dios había conseguido que ellos viajaran desde Nazaret hasta Belén para que se hiciera realidad lo que se había predicho. De nuevo se maravillaba de las cosas que para ella Dios había determinado: siempre se valía de las decisiones de los hombres para que se llevaran a cabo sus planes, aun cuando ellos no lo supiesen. La animaba saber que así era, que no había nada que escapara a lo que él hubiera querido. A quien confía en Yahvé lo protege su amor, recordaba ahora que decía un salmo: ella había confiado siempre en él, siempre había creído que él la amparaba, a pesar de que en ocasiones tardaba en comprobar que era cierto. En aquellos momentos sentía, en efecto, una gran confianza, aun cuando las circunstancias no parecían ser demasiado favorables: se veía protegida por su Dios, guiada incluso por él para que la criatura que llevaba en su seno pudiera nacer como le había anunciado el ángel. «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo», le había dicho en cuanto se le apareció. La sorpresa de aquel anuncio, aunque al principio la desconcertara, la había dejado inundada de dicha y de alentadora esperanza, de una esperanza y de una dicha que habían sembrado su alma de gratitud, de una fe ciega en su Señor. El camino, a medida que se acercaban a Belén, se hacía menos tortuoso. El esposo, algo encorvado por efecto de la fatiga, continuaba tirando del ronzal: ella de vez en cuando intercambiaba con él una sonrisa; en su rostro serio de hombre fuerte y esforzado se dibujaba un fugaz estremecimiento, producido por la honda impresión que le debía de haber causado su gesto. De pronto a María se le representaban en la memoria todos los casos en los que el pueblo de Dios se había tenido que poner también en camino, a veces para recorrer un trayecto muy largo y difícil; de alguna manera ellos volvían a hacer ahora lo mismo, eran dos caminantes que se dirigían a un punto crucial de su destino, previsto por Dios para que se cumpliesen sus planes. Belén de Judá, flanqueada de colinas,  se presentaba como ese lugar elegido, como ese punto al que debían dirigir sus pasos para que lo que ya estaba escrito se plasmase. A medida que se acercaban a ella, se iban distinguiendo con más claridad sus edificios, perfilados contra una maraña de cerros adustos, sobre los que se derramaba la luz sonrosada del crepúsculo, una luz dulce que contrastaba con el color agrio de los peñascos y de las rocas que en la sombra se alzaban. María sentía ya fuertes retortijones en el vientre, aunque procuraba que no se le notasen demasiado para que José no se alarmara, para que no se pusiera excesivamente nervioso por lo que a ella pudiera pasarle. Belén estaba ya cerca: antes de que el parto le sobreviniese, se habrían de instalar en un sitio confortable para esperarlo, para aguardarlo con la serenidad con que siempre se había comportado. Dios habría de actuar para que así fuese, para que el hijo que dentro de poco había de nacer lo hiciese en un lugar seguro, rodeado de todas las comodidades que debía de merecer quien tenía tan alto linaje. Posiblemente les reservaba Dios una nueva sorpresa, una nueva prueba de la inmensa prodigalidad que derrochaba con quienes habían cumplido siempre sus mandatos, con quienes habían decidido seguirlo. De vez en cuando José le preguntaba cómo se encontraba y ella, para tranquilizarlo, le informaba que estaba mucho mejor de lo que hubiese creído. El diálogo que entre los dos se entablaba era muy breve, casi reducido a un intercambio de opiniones sobre lo que estaban viendo, sobre el modo en que habían de hacer el viaje de regreso.

Llegaron a Belén cuando un reguero de sombras se esparcía por sus calles, bajo una luz turbia que apenas se sostenía en el cielo. María comunicó por fin el estado en que llegaba al esposo y este, sin ninguna dilación, pidió alojamiento en la única posada que había en la localidad, donde le dijeron sin ningún miramiento que no había sitio para ellos allí. En contra de lo que había pensado María, las circunstancias no parecían propicias para que sus propósitos pudieran tener buen fin; más bien daba la impresión de que se complicaran para que siguieran confiando ciegamente en el Señor, en lo que él hubiera dispuesto para ellos en aquella noche de Belén. En muchas ocasiones tenía la convicción de que los designios de Dios no coincidían con los que los hombres tuviesen, quizá porque los de los hombres estaban movidos por la imperiosa necesidad de ver cumplidos sus deseos. Dios no quería, al parecer, que su hijo naciera en un lugar confortable, con una cohorte de criados que pudieran prestarle innumerables servicios. De pronto se sentía desplazada junto a su esposo, rechazada con dureza por gentes que no habían sabido entender su situación: seguramente habían sido vistos el esposo y ella como dos seres errabundos, de los muchos que transitaban por los caminos de Judea, como dos mendigos tal vez a los que su propia pobreza los obligaba a caminar de un lado hacia otro, sin un sitio fijo donde asentarse, donde poder vivir de un modo más seguro. De nuevo se demostraba que la vida era injusta con los más desafortunados, a los que había que tratar con desprecio. Dios debía de estar sin duda con ellos, con los que eran desdeñados por su falta de bienes, con los que eran desdeñados de alguna manera por quienes sí los tenían. Ahora, al no hallar acomodo en la posada, lo habían tenido que buscar en un establo, en un humilde cobertizo destinado comúnmente para las bestias. Era realmente asombroso que Dios lo hubiese dispuesto así; María pensó que otra vez había de sorprender al mundo, pues lo que el mundo quizá había esperado no era lo que luego ocurría; sin duda, la fuerza del Altísimo no estaba en la grandeza, sino en las cosas sencillas, en lo que parecía pequeño y quebradizo. José, el esposo, casi por la misma asociación de ideas, pensaba en aquellos instantes lo mismo: cuando vio a María sufrir, retorcerse de dolor por las contracciones del parto, comprendió que todo había de suceder de aquel modo, previsto ya sin duda en el mensaje que le había confiado el ángel. Si antes había llegado a dudar de la influencia de Dios en sus vidas, ahora tenía la certeza de que él estaba allí presente, encarnado en aquel niño tan pequeño que nacía en un medio tan inhóspito. Se daba cuenta de que Dios había de sorprender siempre al hombre: nadie hubiera podido suponer que se presentara de una forma tan sencilla, con una apariencia tan frágil. Él, que era el Todopoderoso, había querido vivir como los humanos, había querido compartir su misma suerte, quizá porque el amor que lo inspiraba no podía tener otro fin. Era un Dios que se entregaba, un Dios grande y misericordioso que se identificaba con los seres a los que amaba y que se hacía como uno de ellos para salvarlos, para redimirlos de los pecados a los que por su propia naturaleza estaban abocados. Era un Dios redentor, un Dios que se encarnaba en un niño y que nacía en un establo de animales porque no había podido ser acogido en otro sitio. José se estremeció cuando lo tomó en sus brazos, cuando lo oyó de pronto llorar con brusco arrebato, impresionado quizá por todo lo que entonces estaba sintiendo. Un rayo de luna penetraba en aquel cobertizo, dejando en él una claridad azulada de fondo oceánico. José, todavía temblando, pudo apreciar los ojillos cerrados del hijo, el resto de sus facciones todavía congestionadas por los efectos que en él habían causado los estragos de haber nacido. María, después de tomar al niño, lo envolvió en pañales y se quedó un rato mirándolo. En sus ojos vio José una luz nueva, una luz que indudablemente era reflejo de la que invadía todo su ser, del gozo tan inmenso que debía embargarla por tener delante a su Dios. Después de contemplarlo, María lo acostó en un pesebre. José, conmovido, se hincó de hinojos ante él. Lo seguía sorprendiendo la fragilidad del pequeño, la indefensión con que se había presentado al mundo. «Dios, con toda su majestad, ha nacido pobre para vivir entre los pobres», dijo por fin mientras lo miraba.

miércoles, 30 de octubre de 2013
















EN UN LUGAR DEL CORAZÓN



                                            Pedro Ruiz-Cabello Fernández

















1




Hay sucesos en la vida que resultan inapelables, aun cuando a veces se crea que hubieran podido evitarse, quizá porque hubo un momento en que las cosas habrían discurrido de diferente manera si se hubiera actuado de otro modo. Son encrucijadas en las que uno tiene que elegir un determinado camino, obligado por la premura con que se desenvuelven los hechos, instantes en los que se decide con la conciencia de que tal vez lo que se elige no sea lo más conveniente, pues en tales casos concurren otras fuerzas que quizá son más poderosas que las razones que nos hubiesen llevado a escoger lo más adecuado.
Con el paso del tiempo, sin embargo, uno se da cuenta de que aquello era lo que para él estaba destinado: si ocurrió de aquella forma, era porque inevitablemente había de ocurrir así, como si fuera acaso el producto de una conjunción de oscuros mecanismos que lo hubieran propiciado. Es una certeza que poco a poco va madurando, a medida que otros sucesos posteriores confirman el puesto que a cada cual le ha tocado ocupar en el mundo, porque está claro que todos representamos un papel en este gran teatro de la existencia humana, un papel que tal vez nos ha sido impuesto por una mente superior.
Todas estas reflexiones son el resultado de lo que yo he vivido, de lo que yo he experimentado precisamente a partir de un momento crucial de mi vida, sin el cual sería imposible explicar los que sobrevendrían después. Siempre hay, en fin, un punto concreto que lo justifica todo, un punto al que remiten indefectiblemente todos nuestros pensamientos cuando tratamos de encontrar la clave de una determinada inclinación. Parece como si los pasos que hubiéramos dado tuvieran que retroceder siempre al mismo sitio, del que un día partimos para aventurarnos con más o menos decisión por el mundo.
He aprendido también de todo esto que hay errores que no son tenidos como tales al principio pero que después condicionan a las personas para siempre, errores que por eso mismo no pueden ser reparados nunca, por mucho que nos empeñemos en mitigar sus efectos. He dicho que en mi caso hubo una experiencia que fue determinante, un error camuflado de verdad que me habría de marcar ya para el resto de mis días. Sin embargo, antes de referirme a él, he de contar más detalles sobre mí mismo que considero fundamentales para comprender lo que me pasó.
Soy el menor de cuatro hermanos, una condición que puede parecer a veces insustancial pero que para mí ha sido muy importante, especialmente por lo que hubo de influir en las reacciones que yo he tenido, en gran parte dominadas por una especie de orgullo compulsivo, al que de ningún modo podía entonces sustraerme. Lo que yo hice, movido por esta condición, fue seguir la estela que otros habían dejado, sin la cual era difícil que encontrara una orientación precisa. Me acostumbré, en fin, a obedecer, a ser el último en todas las determinaciones que se tomaban en mi casa. Por una razón que parecía natural, a mis hermanos mayores se les asignaban unas obligaciones de las que yo, por mi edad, estaba exento: a ellos se les consideraba ya más responsables, en tanto que a mí se me atribuían cualidades que eran propias de un niño. Quizá por esta misma protección de la que era objeto, mi padre resolvió que permaneciera más años en la escuela, donde había de recibir la formación que no habían podido tener sus otros vástagos. Es algo que no supe valorar entonces, ya que para mí la escuela era un lugar donde tenía que someterme a unas reglas muy severas, siempre bajo la estrecha vigilancia del maestro, un hombre muy recto al que llegaría a temer bastante. Me di cuenta de lo que esto supuso más tarde, cuando me vi obligado a utilizar los recursos que allí había adquirido, en una época en la que todo era ya diferente para mí.
Yo había nacido en una familia muy modesta, sobre todo si se la comparaba con otras muchas de aquel tiempo. Mi padre labraba treinta marjales de tierra, heredados de unos tíos que habían quedado sin descendencia; con gran esfuerzo, había logrado sacar el máximo rendimiento a tan escaso patrimonio, del que siempre decía sentirse muy orgulloso. Al contrario de otros labriegos, él nunca se quejaba de su suerte, sino que todo lo acataba como algo que formaba parte de una cadena de hechos irremediables, de los que más tarde o más temprano habría de beneficiarse. Yo lo recuerdo como un tipo enjuto, despejado de frente, con los ojos hundidos, con un bigote muy lacio que casi amenazaba con precipitarse sobre su boca. Hablaba poco, a no ser que algún tema despertase en él resquemores adormecidos. La sobriedad de su talante se conformaba por lo general bastante bien con las circunstancias a las que tenía que enfrentarse, quizá porque desde pequeño se había visto forzado a adaptarse a un medio que le resultaba siempre muy duro, en el que necesariamente había de esforzarse si quería de veras sobrevivir.
Mi madre, en cambio, era una mujer débil, de cara sonrosada, con la mirada siempre anegada en una luz titubeante. Sus costumbres apenas se diferenciaban de las que seguían otras mujeres, sobre todo si pertenecían a la misma localidad. Casi siempre estaba atareada, pues eran muchas las labores que había de realizar en la casa, no solo concernientes a la cocina o a la limpieza sino también al cuidado de los animales que había en las cuadras del corral. Igual que mi padre, ella no protestaba por lo que estuviese haciendo: lo tomaba todo como una obligación de la que no podía eximirse, con la que tenía que convivir siempre.
Elvira, el lugar donde nací, era entonces un pueblo pequeño, situado al pie de una cadena de cerros pedregosos, calvos y grisáceos en sus cumbres, rodeados de colinas pobladas de olivares. La vega, como un mapa gigantesco, desplegaba delante de ella su interminable serie de nacionalidades y de accidentes, representados por unos espacios muy reducidos si se contemplaban desde la distancia, cada uno de una tonalidad diferente, según el tipo de sembrado o de terreno que hubiese en él.  Al verde de los maizales le sucedía en determinados periodos del año el verde más oscuro de las choperas, agolpadas en la lejanía en una mancha compacta de tintura que hubiese quedado en el paisaje, junto a los ocres y a los rojos casi difuminados de las besanas, alumbradas por un sol de cobre.
Las casas de Elvira se arracimaban en torno de la iglesia, con su esbelta torre descollando sobre el cielo azul de la vega. En su calle principal confluían todas las demás, algunas de ellas empinadas y tortuosas, con sus fachadas de enrejados ventanales y sus tapias alabeadas de patios y de corralizas. En la parte alta del pueblo, tras las últimas bardas, se hallaban las eras, unas parcelas de suelo empedrado entre las que se intercalaba algún terrizo, con toscos linderos de adobes, casi ya en el límite con los cerros, sobre el que culebreaba un estrecho camino de tierra entre balates jalonados de almendros y de olivos.
El haza de mi padre se encontraba a poca distancia de Elvira, en un enclave que resultaba bastante pintoresco, con espacios de labor circundados por gruesos muros de piedra, con bancales en los que se sembraban diferentes clases de hortalizas. Desde allí, en los días claros de invierno y de primavera, se divisaba un hermoso panorama del campo, con la ciudad de Granada recostada al pie de unas colinas sobre el inmenso telón de la sierra, empavesado de festones de nieve.
Mi infancia, pese a todo, fue muy feliz. Aunque no gocé de los privilegios de otros niños, pertenecientes a familias mejor acomodadas que la mía, puedo decir que no carecí de los esparcimientos que eran más comunes entre ellos, quizá porque a los niños lo que más los une son los juegos, por muy elementales que después lleguen a parecer. En aquella época pasé con mis amigos muchas horas en los corrales; nos encaramábamos en sitios que nos resultaban bastante peligrosos para nuestra edad: nos atraía el riesgo, tras el cual alcanzábamos la gloria que solo estaba reservada a los que se atrevían a superar sus prevenciones; desde lo alto de las bardas, disfrutábamos del panorama que se ofrecía al otro lado de los muros, a la manera de unos exploradores que avistan el territorio por el que dentro de poco han de aventurarse. En las cámaras y trojes nos encantaba sumergirnos bajo los montones de semillas que allí se almacenaban: sería muy difícil explicar por qué nos gustaba tanto hundirnos en ellos, describiendo sobre su superficie rutas que se iban borrando a medida que nos alejábamos del punto del que hubiésemos partido.
Para la imaginación de un niño, cualquier cosa puede ser atractiva, sobre todo si reúne cualidades que despiertan su curiosidad o que excitan su fantasía. La realidad, por muy anodina que se presente, es transformada a menudo a su antojo, convirtiéndose en algo muy distinto de lo que los adultos piensan sobre ella. En aquellos lugares de mi infancia, mugrientos y cubiertos de polvo, con aperos de la labranza arrumbados en los rincones, todo era propicio para que jugáramos, para que nos embarcáramos en aventuras sin término, en las que con frecuencia éramos jinetes indómitos que atravesaban una tormenta, montados con gallardía en sus ágiles corceles, bandoleros de tez curtida y manos de salvajes que se volvían bondadosos para socorrer a los pobres, según las historias que oíamos en la penumbra de los portales, mientras intentábamos conciliar el sueño en los anocheceres morados del estío.
Ernesto, entre todos mis amigos, fue el que mejor congenió conmigo. Como éramos de familias de muy parecida clase, no nos fue difícil hallar entre nosotros compatibilidades, con las cuales fuimos asentando una amistad muy sólida.  Entre sus virtudes, destacaba sin duda la de la osadía, muy apreciada por los niños cuando tienen que afrontar alguno de los numerosos peligros que los acechan; con su genio travieso nunca se arredraba ante nada, sino que siempre estaba dispuesto a emprender nuevas experiencias, aun cuando no supiese muy bien adónde lo encaminaban. Tenía la mirada inquisitiva, como si siempre estuviese recelando de todo lo que se le ofreciese, alertado por indicios que solo él acaso barruntase.
Yo, Gabriel, era también de natural muy impulsivo, aunque quizá en mí obraban otras razones, muy diferentes tal vez de las que moviesen a Ernesto. Al contrario de él, yo tendía a refrenar a veces mis decisiones cuando observaba que podían acarrearme algún daño: lo hacía como un modo de preservar mis intereses, como una forma de evitar situaciones que habrían de resultarme en el futuro muy enojosas. Casi se diría que tenía un sexto sentido, con el cual sorteaba aquello que a mí no me conviniese, a pesar de que había también momentos en que me dejaba arrebatar por la temeridad que impulsaba a Ernesto, quizá porque un niño no puede estar todavía maduro para rechazar todas las tentaciones que se ciernen sobre su mente.
Es un tiempo lejano que a veces vuelve a mí cuando menos lo espero, disgregado en escenas que me cuesta retener en la memoria, instantes en los que me veo entretenido en algún juego que se hubiese prolongado más de lo preciso, en un atardecer de invierno que casi de improviso se torna frío y desapacible, con un tono malva que se extiende sobre el fondo azul del cielo, con manchas de melocotón y de fresa esparcidas entre sus nubes. Un espacio oscuro que se llena de recuerdos, de formas que adquieren perfiles cada vez más concretos, reflejos de luz que todavía quedan prendidos de los tejados, arriates en los que crecen plantas de diferentes tamaños, muñones de enredaderas que se hallan deshojados, todo envuelto en una atmósfera que se me antoja muy conocida, como si perteneciera a un sueño que hubiese tenido muchas veces.
A mi padre lo veía muy poco, pues se levantaba muy temprano y no volvía a la casa hasta que no se hacía casi de noche, cuando yo ya estaba a punto de irme a la cama. Era un hombre de costumbres muy rígidas, sin duda determinadas por el medio en que naturalmente se movía, al cual hubieron de adaptarse también mis hermanos mayores, a una edad en la que yo todavía estaba en la escuela. Quizá por ello quien más ascendencia habría de tener en mí era mi madre, una mujer de modales muy tranquilos con la que acabaría sintiéndome bastante seguro.
En los periodos en que llovía, sin embargo, todo parecía volver a una normalidad que se hubiese vulnerado por el trabajo: con las lluvias los hombres se veían obligados a suspender sus tareas en el campo, por lo que mi padre y mis hermanos podían permanecer más tiempo con la familia. Yo casi agradecía que fuese así, aun cuando sabía que tal circunstancia no debía de ser muy favorable para los frutos, especialmente si las lluvias no remitían. Me acuerdo de que los días se hacían muy breves, pues la luz se iba demasiado pronto, sustituida por una penumbra gris chorreada de humedad y de misterio.
Son fragmentos de mi niñez que se entrelazan con otros que pertenecen ya a la adolescencia, a una época que se me figura de unos perfiles más precisos, cuando la escuela dejó de ser ya el lugar que había sido, pues me hallaba en una fase terminal, en los cursos en que había de concluir mi etapa de escolarización.
Tendría trece años cuando me incorporé al mundo del trabajo, si bien contaba ya con un bagaje cultural que nunca abandonaría. Debido a mi larga instrucción, conservé hábitos que me habrían de ser muy útiles, como sería sobre todo el de la escritura, con el cual llegaría a garantizarme mi subsistencia.
He dicho antes que disponía de un sexto sentido que no me impedía sin embargo caer en muchos errores, propiciados casi siempre por un incorregible impulso que acababa dominándome. Son, en fin, las contradicciones en las que muchas veces se incurre, pues no hay nadie perfecto en este mundo. En la adolescencia, estas tendencias son quizá más acusadas que en otros momentos, debido quizá a los cambios corporales que se producen en ella. Son propensiones que resultan hasta cierto punto naturales, en especial si se tienen en cuenta tales razonamientos.
Mi caso no pudo ser distinto de otros de mi entorno. Viví la adolescencia de un modo muy brioso, pues a los esfuerzos que había de hacer ahora en el campo se sumaban todas las actividades  que realizaba en la calle, todos los movimientos a los que estaba sujeto para mantener las relaciones de amistad que ya había establecido, entre las que por supuesto seguía destacando la de Ernesto, con el cual seguía congeniando mejor que con ningún otro vecino.
Por su carácter extrovertido, Ernesto había dado ya en aventurarse en algunos escarceos amorosos, todos ellos de poco alcance a causa de las convenciones de aquellos años, en los que las chicas habían de estar sometidas a los estrechos mandados de los padres. Con gran astucia, mi amigo conseguía sortear las vigilancias que sobre ellas caían, dándose trazas para entrevistarse a escondidas con la que más le gustase, la cual solía acceder con facilidad a sus caprichos. Eran conquistas que él pregonaba muy ufano entre los demás, presentándolas como unas experiencias maravillosas que había que vivir para poderlas imaginar.
Aunque a mí me habían empezado a gustar ya algunas vecinas, la verdad es que no comprendí lo que realmente esto significa hasta que no me dio por fijarme en Ana, una muchacha pelirroja que terminó por acaparar toda mi atención, quizá porque ella ya me hubiese elegido antes a mí, como suele ocurrir en muchas relaciones.
Tenía yo dieciséis años cuando comencé a tratarla. Me la presentó un amigo en la calle de forma casual, una tarde en que se celebraba en el pueblo una festividad importante Como había empezado ya a gustarme, no quise desaprovechar la ocasión para hablar un rato con ella. Fue un encuentro breve, durante el cual intercambiamos impresiones sobre lo que se estaba celebrando. Aunque hablamos realmente muy poco, yo colegí que era una persona bastante simpática, pues desde el primer momento había sabido captar mi atención con expresiones y con gestos que resultaban muy agradables; me di cuenta además de que yo también debía de interesarle, ya que me sonreía mucho mientras conversábamos, como si no quisiera tampoco perder la oportunidad que se le presentaba.
Desde entonces, casi no dejé de pensar en ella. Por esas sospechas que yo tenía, empecé a concebir la posibilidad de que entre los dos pudiese surgir una relación especial. Le tomé así mucho cariño: cada vez que nos volvíamos a encontrar en algún lugar de Elvira, nos saludábamos de un modo muy afectivo, como si hubiéramos reservado todas nuestras emociones para ese momento; y aunque no nos dijéramos nada, expresábamos lo que sentíamos con una sonrisa de cálido reconocimiento, en la cual estaban contenidos todos nuestros afectos.
Otras veces era una mirada tierna, sorprendida quizá al azar en el rostro, una mirada que venía a posarse con dulce determinación en los ojos del otro, provocando en ellos un súbito desconcierto que no pasaba desapercibido por quien lo hubiese ocasionado. Ella, con más paciencia quizá que yo, iba convirtiendo nuestros encuentros en una trama que parecía muy bien organizada, pues con su estrategia iba consiguiendo que aquel cariño se transformara en mí en algo desmedido, en un sentimiento que ya no podía tener ningún control.
Todo este proceso tuvo su punto culminante en el día en que yo le insinué lo que me pasaba. Sin poderlo evitar, me puse a conversar con ella en un tono más íntimo, después de que los dos hubiéramos coincidido en el cancel de la iglesia. Ella llevaba el pelo recogido en un moño, aquel pelo rojizo que tanto la embellecía cuando lo tenía suelto, envolviendo su semblante en una aureola de fuego. La encontré muy guapa, quizá porque en mi imaginación hubiese llegado a desvirtuar sus rasgos, confiriéndoles propiedades que deformaban el encanto que poseían en la realidad: sus ojos, de un tamaño desmesurado, se clavaban en los míos con fingido desafío, con una morosidad que me parecía entonces muy tentadora. Sin poderlo evitar, como decía, me puse a hablarle de lo que experimentaba cuando la veía: le revelé que me inspiraba mucho cariño y que deseaba ser desde entonces su amigo, un amigo fiel que estaría dispuesto siempre a ayudarla cuando más falta le hiciera. Sin apartar la vista de mí, ella aceptó mi ofrecimiento con una sonrisa, dando a entender que lo hacía de muy buen grado, complacida con todo lo que yo le había revelado.
Desde ese instante nada fue igual para mí. El amor, como un puñal, abrió una profunda herida en mi pecho, una herida en la que se mezclaban sensaciones muy diversas: un ardor que no hallaba freno alternaba con una ansiedad sin límites, con unos deseos inconmensurables por hacer feliz a la persona que los había originado. Un desasosiego muy grande a veces me tenía trastornado: necesitaba ver a Ana para calmarlo; necesitaba hablar con ella de nuevo para comunicarle lo que sentía, para decirle claramente todo lo que ella en mí había suscitado, aquel volcán de amor en que se había convertido mi corazón desde que hablamos por última vez en el cancel de la iglesia.
Los días transcurrían para mí con una lentitud exasperante. El trabajo se me hacía insufrible en el campo: quería acabar cuanto antes para volver al pueblo, para pasear por sus calles con la esperanza de que se produjera un nuevo encuentro. Había momentos en que creía atisbar alentadoras señales: pasaba por delante de la casa de Ana con la fundada ilusión de que ella se asomara a la puerta, advertida también por algún indicio que vislumbrara en su entorno, por una corazonada que se conformara en su interior. En dos o tres ocasiones ella lo hizo y yo pude saludarla desde la acera con un gesto ansioso de la mano, al que ella respondía de inmediato con una invariable sonrisa. Eran instantes que yo recordaba después con intensa emoción, tratando de evocar la escena con la mayor exactitud, en un intento por revivir los sentimientos que en ella había experimentado.
Ahora, después de tantos años, estoy convencido de que este tiempo de prueba y de búsqueda a veces infructuosa es muy necesario, quizá porque así aumenta el enamoramiento que en nosotros se hubiera iniciado, un enamoramiento que solo crece con las dificultades o con los inconvenientes que en su desarrollo se hubieran presentado. Las cosas solo se aprecian realmente cuando se consiguen con esfuerzo, cuando se anhelan con la intensidad de quien persigue un sueño que parece imposible.
Descubrí, con aquella experiencia, que yo era más sentimental de lo que hubiese creído: al contrario de Ernesto, que era más inconstante, en mí los sentimientos tenían mucho más arraigo; los vivía con una pasión desorbitada, con un furor incontenible, como si el hecho mismo de albergarlos fuera ya una razón suficiente para tratar de apurarlos.
Fue algo turbador que me proporcionó mucha inquietud, quizá porque no estaba seguro de ser correspondido: era una felicidad tan grande la que tal certeza me depararía, que siempre estaba buscando motivos para desconfiar de ella, como si yo no fuese capaz de cobijarla. A los gestos de uno y de otro los reemplazaron después las palabras, las palabras que deslizábamos sutilmente en las conversaciones que con otros amigos manteníamos: daba la impresión de que queríamos prolongar la incertidumbre, en un juego que a los dos nos conviniese, de acuerdo con unas reglas que hubiésemos convenido hasta que se resolviera de algún modo la situación en que habíamos caído.
Llegó a tal grado mi turbación que un día me aposté enfrente de su casa, decidido a esperar allí hasta que pudiese hablar con ella. No me importaba que la gente me viera y sospechara que algún interés me movía, posiblemente relacionado con quienes se alojaban en aquella vivienda. Aguardé más de una hora, casi sin moverme, fingiendo a veces que esperaba a alguien que hubiese de pasar por allí.
Ana salió para visitar a unos parientes. Cuando ya estaba en la calle, la abordé, antes incluso de que se hubiera percatado de mi presencia. Por el sobresalto que le causé, deduje que le resultó muy grata mi aparición.  «Ah, eres tú», musitó casi sin querer, como si viese en mí a alguien que le pudiese hacer mucho bien. «Me alegro de verte», contesté con cierto aplomo, sabedor de cuál debía de ser mi papel. La conversación que entablamos fue al principio muy sencilla, mientras yo la acompañaba hacia su lugar de destino. Ella, al contrario de otras veces, parecía dispuesta a secundarme en mis intenciones, quizá porque había comprendido desde el comienzo cuáles eran. Fue un trayecto corto que los dos recorrimos con mucha calma, tratando de demorar nuestra improvisada entrevista. Cuando ya llegábamos a la casa de los parientes, yo le propuse con mucha gentileza continuar el paseo: aduje que me sentía muy a gusto en su compañía y que me apetecía seguir paseando con ella, aun a riesgo de que la gente nos viera. A Ana le pareció bien y sonrió complacida de una forma que a mí me hubo de causar gran impresión, como si en ella viera una halagadora señal de lo que a continuación se había de producir. Comprendí que todo me sería propicio y que me bastaba cualquier gesto para conseguir lo que me proponía. «Quiero ser tu novio», le dije sin ninguna dilación a Ana, decidido a dar un paso definitivo en nuestra relación. Ella se vio de pronto algo sorprendida por mi temeridad: se quedó callada sin saber qué decir, aturdida por una declaración que tal vez le resultaba demasiado precipitada. Yo, como era natural, aguardé con ansiedad su respuesta, consciente de que de ella dependía en ese instante toda mi vida. Fueron quizá varios segundos, durante los cuales se me cruzaron por la mente muchos pensamientos, todos ellos confusos, mezclados con la posibilidad de que Ana me respondiera con una negativa. «Yo también deseo ser tu novia», replicó por fin con serenidad, como si estuviera muy segura de qué había de contestar. Yo nunca había creído que toda la felicidad del mundo se me pudiera presentar de aquella manera, con una respuesta tan rotunda, con palabras que parecían tener ahora un significado diferente, un sentido especial del que antes hubiesen carecido. «Tú me has gustado desde que te conocí −me vi obligado a confesarle−. Creo que he encontrado a la persona ideal para mí». «Todas las tardes te estaré esperando en la puerta de mi casa», apuntó ella antes de llegar a la de sus parientes, satisfecha del fruto inesperado que había cosechado con aquella rutinaria visita.
Así comenzó todo. Lo que sobrevino después fue una sucesión de actos y de conversaciones que parecían estar ya establecidos en nuestro destino, como si lo que hubiéramos de hacer apenas se pudiese desviar de lo que ya estuviese determinado en él. Vivimos momentos muy apasionantes, con los cuales nuestro amor fue afirmándose de un modo cada vez más seguro: era como un fuego que crecía y que henchía nuestros corazones de una manera constante, un fuego paulatino en el que los dos nos consumíamos, unidos en una misma llama ardorosa que ocasionaba en nosotros emociones imprevistas. Fue un dulce desasosiego que no lográbamos mitigar de ninguna forma, una honda inquietud que nos impulsaba a querernos y a buscarnos con desesperación, sobre todo cuando la ausencia agusanaba nuestras entrañas con insoportable insistencia. Cada beso que nos dábamos servía para amarnos con más pasión: era como un sello con el que rubricábamos todo lo que nos habíamos querido y deseado durante el tiempo en que no nos habíamos visto; el recuerdo del último beso era un ascua incandescente con la que alumbrábamos el devenir de uno nuevo. Con cada abrazo yo me sentía más identificado con el alma de Ana: era como si me confundiera con ella, como si mi ser perdiera corporeidad para integrarse en el suyo, para convertirse en una identidad diferente, conformada por la indisoluble unión en la que ya estábamos fundidos.
Yo solo pensaba en Ana: cuando estaba en el campo con mi padre y mis hermanos, mi mente no estaba con ellos, con lo que en esos momentos estuviésemos haciendo, aun cuando esto fuese especialmente duro para mí, a una edad en la que todavía no estaba preparado para realizar grandes sacrificios. Trabajaba de un modo mecánico, como si se tratara de un acto que hubiese de ejecutar por pura inercia, por un oscuro atavismo del que no debía apartarme. Mis pensamientos volvían una vez y otra a ella, a lo que ella me hubiese dicho en un anterior encuentro, a lo que me hubiera declarado después de un abrazo o de un beso; sentía en el pecho una ternura muy grande, una ternura que se desbordaba porque no podía ser contenida en él. De esa manera combatía el rigor de mis trabajos, si bien a veces se me hacía muy larga la jornada, sobre todo cuando ya estaba próxima la hora del regreso, la hora en que yo había de volver a la casa con mi padre y mis hermanos para cambiarme de ropa con el objeto de cumplir con mi cita diaria.
Era un tiempo venturoso que ahora recuerdo con mucho agrado, a pesar de las cosas que después me sucederían. Con dieciocho años, la vida es un hervidero de ilusiones y de esperanzas atolondradas, un cúmulo indefinido de inquietudes y de aspiraciones insaciables: nada hay en ella que se considere irrealizable; en virtud de las ansias que la mueven, todo se antoja al alcance del deseo, al alcance de una voluntad que no se detiene ante ningún obstáculo. Me acuerdo con bastante nostalgia de los días fríos del invierno, cuando la vega de Elvira aparecía envuelta en una bruma plateada, tras la cual se adivinaban con dificultad los contornos azules de las hazas, en un espacio oscuro en el que todo semejaba lejano y soñoliento. Me acuerdo de los perfiles de la sierra, recortados sobre un cielo morado, en el que muy pronto empezaban a surgir destellos de luz sonrosada, mezclados con las sombras vaporosas de la noche. Parecía el amanecer de un paraíso de leyenda, perdido en el fondo de un paisaje fantástico, en una época que hubiese quedado confinada en un rincón remoto de la historia. Era una estampa que yo no olvidaría nunca: la habría de tener presente siempre en mi vida, como una imagen en la que estuvieran representados todos mis recuerdos, todas las experiencias que yo había tenido hasta entonces en Elvira.
El amor, sin embargo, no tiene el mismo ímpetu que al principio, sino que atraviesa por distintas fases con las que se va moldeando, de acuerdo con las circunstancias a las que en cada una de ellas se ha de enfrentar. En mi caso, hubo un factor que llegaría a ser determinante, aun cuando al comienzo no parecía que tuviese demasiada importancia. Me refiero al hecho de que la posición social de la familia de Ana era un poco superior a la de la mía: en aquel tiempo, en las postrimerías del siglo XIX, había bastantes desigualdades entre los diversos sectores que constituían la sociedad. Lo que hacía que la familia de Ana se sintiese así no era otra cosa que una especie de orgullo que estaba en ella muy arraigado: aunque en su trato parecía bastante campechana y cordial, en el asunto de los amores o de unas relaciones más estables se mostraba reacia a juntarse con personas que pertenecieran a una clase inferior, con la cual entonces no quería estar emparentada. Yo me di cuenta de esto poco a poco: de ser una circunstancia irrelevante pasó a convertirse para mí en una realidad que había de condicionar bastante mi noviazgo. Quizá el culpable de aquello no fuera otro que el padre de Ana, un hombre adusto y engreído que siempre se mantuvo muy distante y frío conmigo. Aunque  procuraba hablar con él del campo y de otras cosas semejantes, nunca conseguía que me dirigiera más de tres o cuatro frases seguidas, proferidas siempre con cierta acritud, como si le molestase tener que conversar con alguien que no merecía su consideración.
Sin que lo pudiera evitar, aquello acabó por afectarme bastante, no tanto por el desdén que para mí suponía como por el temor de que llegara a ser un obstáculo insalvable, una suerte de monstruosa condición que amenazara con asolar todo lo que yo hubiese ido construyendo por mi propia cuenta. Era un peso que había de soportar con paciencia, una marca que hubiera caído sobre mi conciencia y que tuviese que sobrellevar con resignación si no quería verme delatado por ella. Yo, a pesar de estas asechanzas, trataba de sobreponerme como podía, aparentando ante Ana que todo seguía siendo igual de idílico que antes, cuando nuestros besos y nuestros abrazos nos trasladaban a una atmósfera mágica, en la cual gravitábamos como seres que se han despojado de sus atributos mortales. Para mí, Ana continuaba siendo la única persona que daba sentido a mi vida: la amaba con delirio, con una pasión que alcanzaba extremos insospechados; era capaz de darlo todo por ella, de anularme si era preciso para que fuese feliz. No sé si todos los amantes sentirán lo mismo, puede que sí…, puede que el amor sea para todos igual, una fuerza arrebatadora que nos lleva, un empuje ciego que nos impulsa y que nos mueve a querer de un modo estremecedor. Yo vivía para ella, lo hacía todo con la ilusión de que ella me viera y me pudiera otorgar su bendición. Mi felicidad no consistía en sentirme amado por Ana, sino en haber tenido la dicha de poderla conocer para entregarme por entero a ella, para dejar que mi vida fluyera en la suya, corriente en la que desembocaba la mía para unirse en un mismo discurrir, en un mismo flujo que crece y que se dirige con renovado ímpetu hacia el mar, el destino final en el que las almas que se han unido alcanzan su añorada plenitud.
Un día, sin embargo, ocurrió un hecho inesperado que afectó a nuestro noviazgo. Como ya dije, el trato que me dispensaba el padre de Ana no era el que yo hubiese deseado: durante varios meses no había hecho más que acumular desplantes, algunos más ostensibles que otros, sobre todo cuando en presencia de otras personas acababa humillándome. Para no tener con él ningún encuentro desagradable, yo lo rehuía, simulando que no me incumbía lo que estuviese diciendo; quizá por esto él se sintiese desairado, al no verse contestado en lo que de forma tan palmaria declaraba. Tal actitud mía hubo de alterarlo bastante, pues ese día llegó a provocarme más de lo debido, hasta que yo estallé de un modo colérico. «Mi padre será pobre, pero es muy honrado», le dije en respuesta a una intervención anterior, en la cual daba a entender que en mi familia no se hacían los negocios muy limpios. Como si me hubiera herido en lo más profundo de mi orgullo,  no me pude contener, y a una pulla envenenada de su parte yo le respondía con otra no menos insidiosa, sin que ninguno de los dos se diera por vencido.
La disputa concluyó con la mediación oportuna de un tío de Ana, que no estaba dispuesto a que los ánimos se encendieran más.
Aunque no se volvería a producir un incidente como aquel, lo cierto es que ya nada  podía ser lo mismo. Yo traté de pensar solo en Ana, abstrayéndome de todo lo que tenía alrededor: si la amaba, había de vencer todas las dificultades que se me presentaran, aun cuando parecieran a veces demasiado enojosas; debía hacer todo lo posible por defender mi amor, prolongándolo más allá de los límites a los que hubiese de estar expuesto.
Durante algún tiempo luché, en efecto, por conseguirlo: estaba convencido de que era mi deber; tenía que ser coherente conmigo mismo, con el compromiso que había adquirido. Sin embargo, a medida que pasaban los días me daba por pensar que Ana era la víctima principal de aquella situación: por mi causa ella podía sufrir bastante cuando viera que nuestra relación ya no había de ser como hubiese sido, pues la animadversión del padre continuaría latente y más tarde o más temprano volvería a manifestarse, quizá con más virulencia que en aquella ocasión, alimentada con nuevos motivos que en el transcurso de los días hubiesen surgido. Llegué a creer que actuaba de una forma egoísta, pensando solo en los intereses que a mí más me convenían: juzgué que en el fondo yo no obedecía a otra cosa que a mi necesidad de ser amado por alguien que me había de reportar grandes beneficios, alguien que además no dudaría en sacrificarse por mí en el momento preciso. Me di cuenta de que también se podía sufrir por amor: si yo era el inmolado, estaba claro que no lo hacía por otra causa, por un amor que alcanzaba por mi sacrificio caracteres de oblación. Caí de esta manera en un estado sentimental que me ocasionaba una gran congoja, un dolor en el que se mezclaba el sufrimiento con la conciencia de haber realizado una obra muy meritoria.
Durante varios días apenas dormí; me consideraba culpable de todo lo que había pasado, de la ruptura que ahora estaba animado a propiciar. Lo que más temía era que Ana no me comprendiera, llevada por la confusión que le había de causar mi decisión; posiblemente pensaría que le ocultaba la verdadera razón de mi renuncia, pues no era esta una solución muy habitual entre dos personas que se quieren, entre dos seres que parecían destinados a amarse desde siempre.
«He decidido renunciar a nuestro amor porque así creo que sufrirás menos por mí», le dije el día que me atreví a comunicarle lo que iba a hacer. «No te entiendo», murmuró ella repetidas veces, sin dar crédito a lo que había oído, a lo que yo había acabado de plantearle. Sin disimular mi dolor, le expliqué todo lo que había pensado al respecto, todo lo que a mí me había movido a tomar aquella costosa determinación. No le dije nada del padre, a quien traté de preservar para que ella no le guardara ningún rencor. Me escuchaba con cierta perplejidad, como si no quisiera terminar de creer lo que le estaba diciendo, como si lo viera como algo irreal, algo que estuviera sucediendo en otra dimensión, en un mundo al que ella no pertenecía, separado del suyo por una sólida cristalera por la que se podía asomar. Con los ojos inundados de lágrimas, sin decirme adiós, se fue alejando de mí para no verme más.
Para hacer lo que me proponía, tenía que huir de Elvira. Era necesario que se lo dijera a mis padres para que lo supieran: no me podía marchar sin haberles informado; había de explicarles por qué lo hacía, por qué había tomado aquella decisión tan radical. Necesitaba además que mi padre me proporcionara algún dinero para salir de allí, para escapar de aquel lugar en el que ya no me era posible seguir. Yo no sabía si lo entendería; me acordaba de la parábola del hijo pródigo, de aquella en que este reclama la parte de su herencia para vivir por su cuenta, y me preguntaba si yo no estaba actuando igual, si yo no iba a despilfarrar también mi fortuna para regresar al cabo del tiempo a la casa de la que un día me había ido.
Para mis padres fue, en efecto, muy duro lo que les propuse. La verdad es que no lo esperaban de mí, pues hasta entonces no había hecho nada de lo que se hubiesen de quejar; lo vieron como algo desproporcionado, como una acción descabellada de la que al final me habría de arrepentir. Yo porfié en mi intento: les dije que lo hacía por amor, como una forma de evitarle males mayores a la persona a la que más amaba en el mundo. Siguieron sin entenderme, aunque mi madre, más condescendiente, terció para que se llevara a cabo mi propósito. Fueron momentos de mucha tensión, hasta que finalmente mi padre cedió, convencido de que mi resolución era ya irrevocable, aun cuando le dolía mucho lo que pensaba hacer. «Espero que todo te salga bien», me dijo con voz trémula, en un tono que no le había escuchado nunca, en el cual hubiera podido percibir cierta ternura. Igual que en la parábola evangélica, me dio la parte de sus ahorros que tenía destinada para mí, un hecho que sin duda hubo de sorprender bastante a todos, pues nadie había llegado a sospechar que fuera capaz de ahorrar con las escasas ganancias que obtenía del campo. Aclaró que lo había hecho con mucha paciencia, rebañando reales de todas las operaciones que había efectuado desde que empezó a trabajar, consciente de que algún día había de necesitar lo que de un modo tan minucioso iba acumulando. 
El dolor que podía haber sentido por separarme de Ana parecía en aquellos días adormecido, anestesiado por el orgullo que a mí me había impulsado a actuar de aquella manera, por un ardor que tenía su origen en mi fundado deseo de evitarle a Ana un sufrimiento que no merecía, casi el mismo ardor que mueve al héroe a arriesgar su vida para luchar por unos ideales más altos. Todo el amor que había experimentado por ella se había convertido en la víctima ideal que había de ofrecer en el ara de los sacrificios, con la cual yo superaría una prueba para hacerme más puro, más digno de los atributos con que se representa a los seres escogidos por la Providencia. El dolor que le debía de haber causado a Ana era, por otro lado, incomparable con el que había de sentir en el futuro, cuando su padre se hubiera de oponer de verdad a nuestro proyecto. Yo lo tenía muy claro: lo nuestro no podía progresar de ningún modo, pues había una voluntad distinta de la nuestra que lo desbarataría, una mente obtusa que pondría innumerables trabas para que no siguiéramos adelante.
Ernesto, mi amigo, fue el único que me entendió. Quizá por aquella complicidad que desde pequeños habíamos mantenido, supo al instante de qué me quejaba, cuál era el motivo por el que yo había decidido marcharme de Elvira, abandonando a una novia con la que me había sentido tan unido. Él, que había sido tan procaz a veces en sus actuaciones, no dudó en alentarme ante una situación tan crítica, aun cuando él tuviese que separarse también de su mejor amigo. «Siempre he creído en ti», me dijo, al tiempo que me daba un afectuoso abrazo.
Hacía un día muy caluroso de julio cuando salí de Elvira. El cielo, blanquecino, parecía arder sobre el paisaje, difuminado por la calina. El pueblo, recostado al pie de los cerros pedregosos, se recogía sobre sí mismo, con su torre aleteando sobre un fondo de ceniza, con sus casas apiñadas en torno de ella, circundado de ejidos y de eras polvorientas. Los caminos eran grietas que se abrían sobre la piel de la tierra, entre balates y linderos llenos de abrojos y de arbustos, sobre un lejano mar de verdinegras choperas. Me fui con el ánimo tranquilo, después de haber resuelto temporalmente mis conflictos. Pensaba que mi marcha no había de ser definitiva: cuando lo considerara oportuno, podía regresar a donde había nacido para volver a encontrarme con mi familia. Con los años, Ana se iría olvidando de mí, atraída por un nuevo amor que le haría descartar el mío, igual que me pasaría posiblemente a mí. Era algo natural en la vida, una condición que se acaba imponiendo, por más que al principio creamos que no podemos soportar lo que nos ocurre. Los sentimientos, mirados desde esta perspectiva, son pasajeros, pues dependen en gran medida de las personas que los han originado; si estas no están presentes, lo más normal es que tiendan a diluirse, igual que la luz sonrosada que se apaga en el horizonte cuando el sol se oculta. Es lo que pensaba yo aquel día remoto de julio, frente a un paisaje cubierto de bruma, con la ciudad de Granada vislumbrada en la distancia, como si surgiera de una antigua leyenda. No fue una despedida triste: parecía que estuviese ya prevista en un guion, del que no se habían de apartar los actos que se desarrollarían más tarde. Fiel a mi papel, yo no derramé ninguna lágrima, sino que me mantuve sereno, aparentando una seguridad que quizá no tenía. Del que más me acordaba en aquellos momentos era de mi padre, con quien tenía la impresión de haber contraído una deuda, una deuda que era más de carácter moral que de tipo material y que debía saldar de alguna manera con mi actitud, demostrándole a él que era capaz de valerme por mi cuenta, a pesar de que hasta entonces había dado pocas señales de ello.
































2





Desde Granada viajé hasta Madrid en tren. La idea de ir a Madrid me la había sugerido mi amigo Ernesto, quien entre otras cosas barajaba él hacer alguna vez lo mismo: consideraba que era el único lugar donde uno podía labrarse un futuro, una ciudad donde se daban muchas condiciones para que los negocios prosperaran con cierta facilidad, sin los rudimentos a los que en un rincón de provincias habían de estar sujetos.
Después de muchas horas de viaje, llegué a Madrid en un día claro y soleado, muy diferente del que hacía en mi partida. Mi primera impresión, apenas me hube apeado del tren, fue la de llegar a un sitio muy acogedor, con gentes que parecían imbuidas de un espíritu muy animoso. Durante el trayecto, había tenido tiempo de volver a recapacitar acerca de lo que estaba haciendo: a la aparente tranquilidad con que me había despedido de Elvira le había sucedido la sensación de que perdía algo que podía ser irrecuperable, seguramente el amor que había sentido por Ana, dilapidado ahora como una fortuna a la que no se concede la importancia que tiene. Me dio también lástima de ella, quizá porque la veía como una persona muy sensible que había tenido que sufrir las consecuencias de una situación muy complicada, de la que ella no era de ningún modo responsable. Sentí por primera vez un poco de remordimiento por lo que había hecho, si bien lo descarté pronto al pensar que aquello había sido inevitable, un suceso que estaba ya anunciado en mi destino, contra el que nada se podía ya hacer. Consideré también que todo había estado determinado por mi carácter, por mi forma de sentir y de actuar ante la vida, ante los acontecimientos más importantes que ella me deparaba.
Al llegar a Madrid, me hallaba, pues, muy confuso, incapaz de dilucidar lo que dentro de mí se estaba produciendo. La impresión que recibí me sirvió para discurrir con mejor ánimo, para ver las cosas de una manera más clara. La ciudad, al calor  de julio, presentaba una imagen muy llamativa, con un tráfico constante de coches y de carros que se trasladaban de un lugar a otro, dejando en el ambiente una sensación de movimiento continuo, de vida ajetreada y bulliciosa. Con mi vieja maleta de cartón, me trasladé a una pensión de la calle de Atocha, una de las más próximas a la estación. Con los escasos medios que llevaba, solo me podía alojar allí unos días, mientras buscaba trabajo en los alrededores.
La juventud es proclive a no encontrar obstáculos para lo que se propone: con el idealismo que por naturaleza le asiste, es capaz de volar sobre ellos sin dificultad, como si fueran escollos que se salvaran con la ágil desenvoltura de un ave. El sitio en el que me hospedé, por esa natural propensión, me pareció magnífico, muy apropiado para los intereses que me movían. El dueño de la pensión me había asignado un cuarto pequeño, con un catre que me resultaba bastante cómodo y una mesita ante la que me sentaba por las noches para escribir mis impresiones en una imaginaria carta que enviaba a un amigo lejano, tal vez a Ernesto, con quien me hubiera gustado hablar en muchos momentos para referirle en secreto lo que estaba viviendo.
De tanto deambular por las calles de la ciudad, me convertí en un muchacho con aire de vagabundo, con evidentes trazas de provinciano que ha acabado de arribar a un medio en el que se siente extraño. Me moví por ambientes muy diversos, sin que en ninguno hallara la respuesta que anhelaba para que se realizara mi proyecto: en todos se denegaba mi solicitud de trabajo, a veces de un modo que me parecía un poco violento. Fui conociendo por ello a tipos muy variados, algunos de aspecto bastante pintoresco, con los que me tocó convivir en las puertas de los mercados o en los lugares más concurridos del espacio urbano, siempre a la espera de un golpe de la fortuna que los sacara del estado en que habían caído.
A fuerza de andar solo me volví taciturno, quizá un tanto huraño para quienes conmigo trataban. Mientras iba y venía por las calles, mis pensamientos se trasladaban indefectiblemente a Elvira, donde volvía a hacer lo mismo que había hecho en los años en que allí había vivido, quizá porque se trataba de costumbres que en mí estaban ya muy arraigadas, de escenas que había visto a diario desde que era niño. Tan absorto me encontraba en esto que había instantes en que confundía los dos ámbitos, el que aparecía en mis ensueños y el que tenía entonces delante, creyendo que algún aspecto de este había sido extraído momentáneamente de aquel. Miraba también con los ojos de los míos, con los de mi padre y mis hermanos, figurándome lo que ellos sentirían al ver aquel mundo tan variopinto en el que me hallaba, lo que ellos juzgarían al toparse con una determinada situación que les hubiese extrañado mucho.
Cuando ya mis fondos se acabaron, me fui a vivir a un portal de la misma calle de Atocha, muy cerca de la iglesia de San Sebastián, donde yo iba algunas mañanas a misa para pedirle a Dios que me diera fuerzas para resistir. Tuve la ventaja de que era verano y de que por las noches no refrescaba tanto como en otras épocas del año, en las que hubiera sido realmente muy difícil sobrevivir allí. Para mí no supuso ningún enojo aquel cambio, pues estaba ya mentalizado para que algún día se produjera: lo consideré como una nueva contrariedad de mi destino, a la que había de vencer a fin de hallar una senda más venturosa. Cerca de mí, en otro hueco del portal, se solía situar un mendigo, con el que yo acabé tomando mucha confianza. Al principio no nos hablábamos: parecíamos dos seres venidos de mundos muy diferentes, dos seres que no tenían nada en común y que no podían entenderse de ninguna manera. Yo lo miraba a veces de reojo para cerciorarme de que estaba allí, para asegurarme de que no hacía nada extraño que pudiera poner en peligro mi integridad. Era un tipo delgado, con unas barbas montaraces que se enmarañaban en su cara y que le conferían un aspecto de ermitaño testarudo y huidizo, con unos ojos oscuros que en ocasiones centelleaban en medio de su tez renegrida, animados por alguna repentina idea que por su debilitado cerebro cruzara. Sus manos, morenas y enjutas, estaban llenas de pliegues y de callos, con uñas que habían tomado un color amarillento. Vestía con andrajos, todos ellos mugrientos y zurcidos, con agujeros que no habían sido ya remendados por falta de hábito. En los días del verano, gustaba de salir a la calle con una boina muy gastada que llevaba a menudo ladeada sobre su hirsuto pelo. El aspecto general era el de un hombre desahuciado, del que muy pocos en la sociedad querían ya preocuparse: aunque no era muy viejo, daba la impresión de que hubiesen pasado por él más años de los que hubiera vivido. A sus andares cansinos y vacilantes unía una voz gruesa, llena de asperezas y de gargajos, con la cual muchas veces expelía exabruptos e imprecaciones, dirigidos por lo común a las personas que lo hubiesen mirado mal en su tráfago diario.
Mis primeras conversaciones con él eran muy simples: se limitaban a meros saludos, contestados siempre por mí de la mejor manera posible, pues no quería despertar en él animadversión ninguna. Por lo general no me trataba mal, sino que parecía haber visto en mí a un individuo con quien podía congeniar, de similares condiciones a las que él tenía. Quizá por el hecho de compartir el mismo espacio, estábamos obligados a entendernos, a buscar un punto de unión en el que los dos nos sostuviéramos. Por su trato me di cuenta de que los seres humanos no somos en el fondo tan diferentes como nuestro aspecto o nuestras lenguas proclaman: tenemos instintos e inclinaciones que nos asemejan bastante y que muchas veces permanecen ocultos, hasta que unas circunstancias ajenas los inducen a manifestarse.
Bartolomé, que así se llamaba el proscrito, acabó contándome toda su vida poco a poco, en los momentos en que los dos permanecíamos despabilados en el portal por falta de sueño: había nacido en las montañas del norte y, desde allí, como un nómada, había emprendido una serie de aventuras que lo habían llevado hasta la capital de España, donde llevaba ya asentado más de quince años. En comparación con la suya, mi vida resultaba bastante anodina, pues se reducía prácticamente a un solo episodio que pudiera ser importante, a aquel que había determinado mi marcha de Elvira.
Algunos días salíamos juntos y recorríamos algunas calles del centro, hasta que después cada uno seguía su propio camino, empujado por los intereses o por las corazonadas que albergase en esos instantes. A mí el destino me conducía por callejones lóbregos, por lugares a los que apenas llegaba la luz del sol, detenida en las altas cornisas de los edificios. Me encontraba con una humanidad singular: hombres y mujeres de rostros cetrinos, ataviados con prendas muy características, en las que se echaba de ver un uso peculiar del país; niños desmedrados que hurgaban en los montones de desperdicios que se acumulaban en las aceras o que se disputaban la posesión de un pilar que surtía de agua a toda la vecindad. Yo a veces me paraba a observarlos por mera curiosidad, atraído por lo que hacían, por las costumbres que advertía en ellos, muy distintas acaso de las que existían en Elvira, con las que había estado familiarizado desde que era pequeño. Me veía, sin embargo, como uno de ellos, quizá por ese resto de fraternidad que me hace a veces identificarme con los demás, aun cuando estos sean muy diferentes en apariencia de mí, como me pasaba también con Bartolomé, a quien ya llegaba a querer como a un hermano, como a un hermano mayor que continuamente me enseñaba secretos de la vida, sobre los cuales deseaba instruirme.
En uno de estos innumerables paseos, di con una tienda en una calle que no se hallaba lejos de la Puerta del Sol. El tendero, un señor muy amable, me tuvo atareado en diversos menesteres, con los cuales me cobró todas las vituallas con que dispuso agraciarme aquel día. Fue algo con lo que no contaba, un suceso que habría de marcar un nuevo devenir en mi existencia. De ser un pobre vagabundo pasé a convertirme en el aprendiz de un comercio, ya que después de algún tiempo empleado en su servicio el tendero decidió contratarme como tal, con un sueldo que solo me cubría mis necesidades más básicas.
En la tienda ayudaba a vaciar y a cargar sacos, a llevar y a traer cajas, a barrer el local cuando estaba sucio, a atender a los clientes cuando eran muchos… La verdad es que era para mí un trabajo muy llevadero si lo comparaba con el que había llevado a cabo en el campo, donde pasaba muchas horas al sol afanado en tareas que me resultaban muy ingratas. Con don Justino, que tal era el nombre de mi patrón, se trabajaba además a gusto, pues no era hombre que exigiese mucho, sino que por el contrario se mostraba bastante comprensivo e indulgente con las debilidades ajenas, con las que nunca se ensañaba aun cuando tuviese motivos para ello. Era alto, muy delgado, con los ojos negros, casi perdidos bajo el breñal de sus cejas; vestía un sobretodo gris, en el cual iba embutido todo el día, incluso cuando tenía que salir a la calle. Entre sus manías la más llamativa era la de abrir muy temprano su negocio, para lo cual se tenía que levantar con las primeras claras del alba, obligándome a mí también a no apurar demasiado el sueño. Aducía que a quien madrugaba Dios le ayudaba, un refrán en el que parecía estar compendiado todo lo que pensaba acerca de la vida: para él, en efecto, nada se lograba si no se empezaba a tiempo, si no se esforzaba uno desde el principio en que las cosas discurrieran como era debido; con la premura se conseguía al menos que la conciencia estuviese tranquila, porque si después no se alcanzaban los objetivos no había que achacarlo a negligencia en el cumplimiento del oficio. Era con lo único que había de transigir yo, pues en lo demás era don Justino muy bueno, sobre todo si observaba en mí alguna carencia. Me prometió que algún día me ayudaría a encontrar una residencia donde pudiera alojarme de forma permanente, sin las incomodidades o las fatigas que todas las noches tenía que padecer en el portal. Me decía que fuera valiente y que no perdiera la paciencia, pues a los buenos siempre Dios le acababa echando una mano.
El caso es que yo progresaba en mi trabajo, ya que dejé buena parte de mis encargos para realizar tareas que no requerían tanto esfuerzo. Ya he dicho antes que de mi estancia en la escuela conservé muy buenos hábitos, entre los que destacaban mis dotes especiales para escribir: con excelente caligrafía, era capaz de redactar cualquier escrito que se me pidiera con el estilo que mejor se adecuara a sus intenciones, con una solvencia que quizá era más que sorprendente en un muchacho que se había criado en un entorno tan rústico. Don Justino se fijó en esta habilidad mía, y quiso aprovecharla para las cartas comerciales que con harta frecuencia remitía a las casas proveedoras de sus productos. Pasé de esta manera a ser su escribiente, oficio al que dedicaba a veces más tiempo del esperado, pues don Justino concedía mucha importancia a las formas y a los modos de presentarse ante los más altos dirigentes de su gremio. Yo cumplí con mi nuevo cargo lo mejor que pude, y lo cierto es que algo debió de ganar con ello el representado, ya que las cartas de respuesta le llovieron y consiguió hacer pedidos más beneficiosos.
Todo esto ocurría en los meses posteriores a mi llegada a Madrid. A finales de septiembre la temperatura bajó bastante y los días empezaron a ser algo más fríos y cortos. Cuando no trabajaba, a mí me gustaba pasear por el Retiro o por el Prado, en medio de una arboleda muy abundante, bajo los efectos de un silencio que en otras partes de la ciudad no encontraba. Tenía necesidad también de pensar, de meditar en todo lo que estaba viviendo: me daba cuenta de que la realidad no se conformaba fácilmente con lo que yo hubiese proyectado sobre ella; mis sueños estaban muy lejos aún de cumplirse, aunque la verdad es que no sabía exactamente en qué consistían, eran solo deseos inconcretos de alcanzar algo mejor, de conquistar un estado más agradable del que hasta entonces tenía, quizá de demostrarme a mí mismo que no me había equivocado y que había de seguir luchando para ser un hombre respetable, capaz de enfrentarse a su destino sin ningún complejo, sin ningún remordimiento por lo que hubiese hecho antes.
Eran unos atardeceres muy plácidos los que desde aquellos lugares se me ofrecían, tendidos en un horizonte que poco a poco se iba cubriendo de una tonalidad sonrosada, casi difusa. Yo sentía mucha calma contemplando el devenir del ocaso, el modo en que el sol se ocultaba en la lejanía, difuminado entre nubes y rescoldos casi apagados. Me gustaba aquella pincelada de color anaranjado que se extendía por el poniente, confundida con  otras de tono lila o morado que iban envolviendo también el paisaje, dotándolo de una gracia que solo cabría descubrir en esos instantes. Los cielos de Madrid eran al comienzo del otoño encantadores: parecían surgidos de un cuadro, de un lienzo en el que los colores estuviesen dotados de un poder de evocación especial.
Muchas veces pensaba en Ana: me preguntaba si aún estaría sufriendo por mi partida, si la habría visto ya como algo necesario que inevitablemente había de ocurrir. Otra solución hubiera sido traérmela conmigo a Madrid, haber huido los dos de Elvira para emprender una nueva vida juntos, a salvo de las influencias que podían ejercer en nosotros las familias. Ahora que caía en esta posibilidad, me daba rabia por no haberla contemplado antes, por no haber tenido la oportunidad de afrontarla. Me decía que quizá en el futuro se me podía presentar la ocasión de resarcirme de ello, de corregir el error que quizá hubiese cometido entonces. Ana seguía siendo, en efecto, la persona a la que yo más amaba en el mundo, a pesar de la distancia que me separaba ahora de ella; estaba seguro además de que aún me quería, por mucho que yo le hubiera hecho sufrir. Nuestro amor continuaría estando en nosotros como una verdad que hubiera quedado impresa en nuestros corazones y que ya no se pudiese borrar, como un sentimiento muy firme que albergábamos en nuestras entrañas y que nos había de seguir uniendo a pesar de las dificultades y de las divergencias con las que nos teníamos que enfrentar.
Fue para mí un tiempo confuso, en el que no lograba aclarar los sentimientos que con frecuencia me asaltaban. Uno de los más pertinaces fue el de la nostalgia, cuando yo la creía ya desterrada después de haberme adaptado sin mucha dificultad a la nueva realidad de Madrid. La nostalgia era una especie de llamada interior que me estremecía, sobre todo cuando volvía a abandonarme a los pensamientos que dentro de mí se originaban, cuando deambulaba solo por algún paseo de Madrid, con mis ojos invadidos por la dulce somnolencia de una tarde otoñal. Comprendía así que no podía dominar mis sentimientos, por más que intentaba atemperarlos para que no tuvieran la fuerza con que se presentaban al principio: yo era capaz de dirigir mis ideas hacia un fin determinado, pero me era imposible hacer lo mismo con lo que sentía, con las emociones tan grandes que de pronto se gestaban en mí.
Tuve mucha suerte, sin embargo, en mi vida laboral. Debido a mis destrezas con la escritura, don Justino me buscó un nuevo trabajo en unas oficinas que regentaba un buen amigo suyo. Este cambio inopinado se produjo en el mes de noviembre, cuando empezaba a correr de vez en cuando un viento helado por la ciudad.
Don Alfonso, como así se llamaba este aventajado patrón, resultó ser un hombre muy pulcro y atildado. A diferencia de don Justino, era un poco arbitrario y desaprensivo en su trato, más agudo e irónico en sus juicios y en sus intervenciones. Aunque admiraba también mis cualidades de escritor, a veces le divertía poner en solfa mi manera de hablar, salpicada de incorrecciones y de modismos que hacían mucha gracia.
Don Alfonso llevaba siempre el pelo muy bien peinado, dividido por una raya que se trazaba indefectiblemente al lado derecho. Tenía la tez sonrosada, sin ninguna mancha; los ojos eran azules, de un tono casi verdoso; la nariz, grande, acabada en punta. Vestía muchos días un terno gris en el que era difícil advertir alguna arruga o pliegue que delatase una falta de cuidado con la ropa que se ponía. Aunque usaba con frecuencia sombrero, por la forma de llevarlo y de quitárselo se echaba de ver que era para él más bien un complemento de su atuendo, siempre acorde con las modas o con los estilos que se llevaban en su época.
En sus oficinas, yo ocupé pronto un lugar preeminente, dado el aprecio que él tenía  a mi facilidad con la escritura. Al principio, como era natural, me encargó trabajos de no demasiada envergadura, cartas de salutación o de necesaria correspondencia con las que yo podía poner a prueba lo que sabía, especie de ensayos con los que me había de preparar para lo que a continuación me estuviese reservado. Con estos trabajos, don Alfonso pudo corroborar que había acertado con mi elección, pues yo lo escribía todo de forma impecable, cada vez con un dominio más claro de los recursos que necesitaba mi oficio.
En diciembre, don Alfonso premió mi diligencia con la prestación de una vivienda en la calle de la Montera, de la que él era propietario. En ella me podía alojar sin tener que pagar nada por mi hospedaje; era de alguna manera una obra de caridad que le agradecí mucho, sobre todo porque por ese tiempo ya arreciaba bastante el frío y yo no sabía ya cómo combatirlo con los escasos medios de que disponía. Me despedí así de Bartolomé, al que no obstante quise regalar con una buena porción de monedas para que la existencia en aquellos días le fuera más llevadera.
Al verme instalado por fin en una residencia más o menos fija, lo primero que hice fue escribir a mi casa: estaba deseando conocer cómo se encontraba mi familia, aun cuando todavía no considerase la conveniencia de ir a verla. Echaba de menos principalmente a mi madre, con quien mi trato había sido más tierno. En la carta  contaba todo lo que había hecho en Madrid, sin omitir casi ningún detalle escabroso de mi apurada estancia en el portal; me interesaba también por lo que en la casa o en el pueblo hubiera podido ocurrir durante mi ausencia, por todo aquello que a mí de algún modo me pudiera afectar.
Mientras aguardaba la respuesta,  me dediqué a cumplir con mi trabajo con la mejor voluntad. Don Alfonso estimaba cada vez más lo que hacía, especialmente cuando observaba algún progreso en la forma con que redactaba mis escritos. Decía que había nacido para ser escritor y que en el mundo se requerían muchas personas como yo, capaces de plasmar con la pluma todo lo que por sus cabezas pasase, igual que otros ejecutaban con las manos obras artesanales o artísticas de un gran valor.
La verdad es que transcurría todo muy deprisa. A mis avances en el trabajo les sucedieron pronto mis conquistas en el terreno social, del cual yo me había visto en meses anteriores apartado. Conocí a un joven de mi edad con el que no tardé en trabar una afectuosa e íntima amistad. Se llamaba Miguel, pertenecía a una de las familias más distinguidas de Madrid, era muy aficionado a las fiestas y a las reuniones de castizo calado, en las que el vino corría más de lo conveniente. Aunque estudiaba para abogado, empleaba más tiempo en estas inclinaciones que en los libros, por los que casi sentía aversión. Era abierto y desprendido, amigo de todo el que con él se relacionase, sin que le importara nunca la condición o la esfera social a la que se adscribiera su interlocutor. Era alto y desgarbado, con la mirada siempre dirigida hacia un punto lejano, como si fuese interpelado por algo que se hallaba más allá de los límites que le imponía la realidad. Hablaba en un tono muy animado, con cierto deje de ironía o de burla indiscreta de todo lo que sucediese a su alrededor, en especial si era muy tenido en cuenta por otros.
A mí me lo había presentado don Alfonso, un día que fuimos a visitar a unos amigos. Desde el principio se mostró interesado en hablar conmigo, quizá por lo que había dicho de mí aquel. A veces quería indagar en lo que yo pensaba acerca de algún tema de actualidad, como si lo que dijese sobre él estuviese impregnado de una autoridad incontestable. Por aquellos días se discutía mucho en España acerca de la situación del país, sobre todo en círculos de intelectuales y de personas amantes de las letras: con la pérdida de las últimas colonias españolas se había desatado una crisis que había dado mucho que pensar y que debatir, si bien era muy difícil hallar una solución de carácter político para todos los problemas que se estaban planteando. La mayor parte del pueblo, sin embargo, vivía con cierta indiferencia ante esta realidad; yo, aunque no era ajeno a ella, tampoco discurría con el apasionamiento que en otros había generado.
Miguel, en cambio, sí sentía especial curiosidad por aquello, y quiso conocer con vivo interés lo que yo consideraba al respecto. Le confesé que era algo que en aquellos momentos a mí casi no me concernía, pues bastante tenía yo con resolver los conflictos que en mi propia vida se habían presentado. Fue así como entramos en larga y fructífera conversación. Él, dado a hablar con gentes de toda condición, me contó lo que hacía a diario para no enfrentarse a los libros, con los que no se llevaba muy bien. Reconoció que le gustaba la juerga y que nunca había dejado de asistir a ninguna por cumplir con alguna de las obligaciones de su carrera estudiantil. A mí me pareció simpático y continué hablando con él sobre todo lo que creíamos más interesante. Después de varios meses en Madrid, seguía conociendo a tipos muy diferentes de los que yo estaba acostumbrado a ver en mi pueblo, donde todos los vecinos parecían responder a un mismo patrón.
A finales de enero recibí la esperada respuesta de mi familia. En ella, mi padre, con una letra torpe y plagada de fallos, me daba cuenta puntual de lo que había sucedido en Elvira durante mi ausencia, tal como yo en mi carta le había pedido. Decía, entre otras cosas, que mi madre se había vuelto desde entonces muy melindrosa y que por nada se ponía enferma, con una languidez que dejaba a todos muy preocupados; el médico que la había atendido aseguraba que su mal no era físico y que era probable que tuviera continuas recaídas. Con una crudeza insospechada, mi padre me culpaba al final a mí de lo que le ocurría: venía a decir que la causa de su enfermedad no era otra que mi ingratitud, por lo que yo poco menos que merecía su repudio.
Como no podía ser de otro modo, me vi muy afectado por aquellas quejas desmesuradas de mi padre. Si antes no tenía muy claro si algún día había de regresar, ahora me costaba mucho vencer el despecho que sentía para poderlo hacer. A la única a la que hubiera querido ver de mi familia era a mi madre, a pesar de los sufrimientos que le había debido de ocasionar. Para mitigar el dolor que por ella sentía, me decía que las cosas no se habían desarrollado así por mi culpa, sino por otros condicionantes que yo no hubiera podido evitar.
Con la ayuda de Miguel, a quien confié aquel secreto, conseguí escapar del estado de abatimiento en que me hallaba; gracias a su consejo, pude ver que la vida no se reducía a un lamentable episodio que había tenido lugar en mi pasado, en unos momentos en que yo había actuado movido por una buena intención, como era la de procurar que todo se resolviera de la mejor manera posible para Ana. Tenía que ser más optimista, no se cansaba de repetirme Miguel, con su mano  posada indefectiblemente sobre mi hombro. La verdad es que se mostró como un buen amigo, siempre dispuesto a escucharme y a insuflar en mi espíritu el ánimo que en aquel tiempo le faltaba. Como era de natural muy alegre, no paraba de soltar bromas y chascarrillos con los que entretenerme, la mayoría de ellos acuñados en sus innumerables andanzas por los sitios más variados.
Con lo que ganaba en la oficina de don Alfonso, logré comprarme ropa más decente, más apropiada también para los lugares que ahora visitaba. En marzo, gracias a estos cambios, pude aparecer ante la sociedad de una forma muy distinta a como antes me había presentado: ya no era un muchacho desastrado con aspecto quizá de indigente, sino un joven muy respetable que con gran esfuerzo se estaba abriendo paso en el mundo.
Consciente de esta transformación, intenté adecuar mis pensamientos al nuevo estilo de vida que parecía haber adoptado, pues no debía detenerme en mi camino, sino que había de avanzar ahora por él sin descanso, aun cuando mis pasos a veces tropezasen con obstáculos que no hubiese previsto. Con el aliento que de continuo recibía de Miguel, traté de olvidar todo lo que tuviera que ver con aquella triste experiencia del pasado: busqué ocasiones idóneas para que mi ánimo se esparciera, para que mi mente se recreara con motivos muy diferentes a los que hasta entonces la habían tenido ocupada.
Con la osadía que otorga la juventud, me atreví a secundar a Miguel en sus incursiones por los ambientes nocturnos de Madrid: descubrí un mundo que yo no hubiera imaginado nunca, compuesto por gentes que querían vivir de un modo más desenfadado, sin ningún tipo de convenciones o de prejuicios que pudieran limitar sus ansias de libertad, personas que adquirían hábitos o formas de vestir muy alejados de los que presentaba la mayoría, con actitudes que a veces podían parecer irrespetuosas con respecto a determinados principios. Yo, que había sido educado en una moral muy severa, me extrañaba al principio mucho de lo que veía: me llamaba la atención el desenfreno con que en aquellos medios se vivía, el anhelo por disfrutar de todo lo que en el discurrir de las noches y de parte de los días se ofreciese, porque había veces en que aquellas reuniones acababan bastante después de que el sol despuntase por el horizonte.
Aprendí pronto, sin embargo, a no escandalizarme de nada, quizá porque antes de que lo esperara ya me vi integrado en aquella nueva sociedad que había descubierto; me di cuenta de que en ella no existían las divisiones que había normalmente en la realidad, pues todos sus integrantes parecían estar unidos por unas mismas ideas, en las cuales creían ciegamente cuando se abandonaban a sus caprichos. La mayoría de ellos eran señores de cómoda posición o miembros de una bohemia artística y literaria que hubieran encontrado allí mejor asiento que en otros sitios. Aunque no tenía nada nuevo que aportar, me acogieron muy bien, posiblemente porque era amigo de Miguel, a quien todos estimaban mucho.
Como era natural, yo trataba de compaginar estas escapadas con mi vida laboral, en la cual tenía intención de cumplir con estricto rigor con todas las obligaciones derivadas de mi cargo. Don Alfonso, a aquellas alturas, me apreciaba más que a cualquiera de sus otros empleados, no solo por las capacidades de que yo daba cada día sobradas muestras, sino por la buena disposición con que acudía a mi trabajo. Él, que era hombre muy experimentado, sabía reconocer la índole de bondad o de mediocres aptitudes que se escondía en las personas, sin que se le ocultara nunca ningún detalle que pudiera ser significativo. Tenía clara conciencia, por otro lado, de cuáles eran sus principales objetivos, por lo que nunca perdía el tiempo en aspectos que consideraba secundarios: llevado por un agudo instinto de empresario, sabía discernir casi de inmediato lo que podía ser más beneficioso para sus intereses, para lo que hubiese proyectado en un determinado momento.
Con casi veinte años cumplidos, era capaz de desenvolverme en dos ámbitos tan diferentes: en uno y en otro había aprendido a comportarme como requerían las costumbres que en cada uno de ellos veía: era serio y disciplinado en el recinto de la empresa; liberal y hasta mundano, en las fiestas a las que de vez en cuando me sumaba.
En el mes de mayo, cuando ya la primavera había triunfado con todo su esplendor por las arboledas y las florestas de Madrid, conocí en una de aquellas reuniones nocturnas a una joven actriz que acompañaba a un grupo de artistas. Desde el principio, desde que me la presentaron, me cautivó su belleza, el fuego que irradiaba de sus ojos, la sonrisa que encendía todo su rostro cuando algo le interesaba. Era espontánea en expresarse, pronta y segura en las respuestas que daba, ocurrente en los temas que invitaban a solazarse. Yo, casi sin querer, me vi envuelto en el halo de atracción que en torno a ella se creaba, impelido por una especie de fuerza a la que no podía sustraerme. Fue quizá un enamoramiento repentino, propiciado por todos los factores que concurrían en aquel agradable entorno en el que me hallaba, por los efectos del alcohol que ya hubiese ingerido, por el estado de euforia en el que todos entonces nos movíamos, por el deseo de felicidad que allí parecía haberse insuflado en mi sangre... Mariana, que así se llamaba la actriz, encarnaba para mí en aquellos momentos la imagen de algo que yo afanosamente hubiera buscado, la reproducción de un sueño en el que hubiese sido inmensamente feliz.
Después de aquel deslumbramiento, no pude permanecer ajeno a sus efectos, ya que cada día parecía que me encandilasen más, gracias al modo de desenvolverse que tenía la estrella ante mí, a la forma como me miraba y me atraía en las conversaciones que mantuviese conmigo, muchas veces a espaldas de los demás. Yo creía que ella me buscaba, animada por algún interés especial que se le hubiera despertado hacia mí; advertido por ciertos indicios, llegaba a pensar incluso que le gustaba, cosa que a mí no podía menos que henchirme de emoción, sobre todo porque en aquel tiempo me consideraba como un oscuro planeta a su lado, al lado de un astro tan rutilante, del cual tomaba yo la luz que en aquellos momentos me envolvía para parecer también de otra dimensión. Me vi de esta manera arrastrado por su influjo, conducido a un estado en el que me sentía ebrio de felicidad, colmado de todos los bienes que en mi azarosa vida hubiera deseado. Casi no era consciente de lo que me pasaba: era como si hubiera perdido las riendas de mi control, como si hubiese dejado de ser lo que era para convertirme en un hombre distinto, en una suerte de individuo que hubiera perdido su capacidad de pensar y que ya solo pudiera actuar por los impulsos que generaban en él sus instintos más básicos.
Durante muchos días me dejé conducir por tales sensaciones, todas ellas suscitadas en mí por la presencia estelar de Mariana, que nunca faltaba a los encuentros que yo tenía con mis nuevos amigos. Su recuerdo incluso me perseguía cuando estaba en la oficina o cuando descansaba del trabajo en mi piso: parecía más bien una obsesión, una imagen fija que se hubiera instalado en mi cabeza para anular todas las actividades que en ella de ordinario se concitaban. Mi pensamiento estaba prácticamente absorbido por ella, como si hubiese sido víctima de un hechizo del que no se pudiese desprender. El enamoramiento en el que había caído era inducido en mí por la creencia de que era correspondido, por la seguridad de que ella también se había visto atraída por mí. Era algo que me llenaba de orgullo, algo que me conmovía profundamente, en especial cuando volvía a verla y me abandonaba de nuevo al poder de seducción que de ella emanaba.
Todo esto duró hasta que descubrí el engaño, hasta que me di cuenta de que lo que yo creía no era sino el producto de una sugestión, provocada en mí por las falsas muestras de cariño de que había sido objeto durante aquel tiempo. Lo descubrí cuando la vi en brazos de otro, en brazos de un desconocido que había llegado casi de incógnito al lugar donde se celebraba entonces la reunión. Me acuerdo de que en aquel instante me sentí traicionado, como si me hubieran desposeído de un derecho que me había pertenecido: me vi transformado de pronto en un ser desdeñable, en un ser agónico que no podía tener ya ningún valor en el mundo; fue como si de repente hubiese retrocedido en mi estimación, como si me hubieran infligido un golpe tremendo que me hubiese dejado muy aturdido.
De aquella experiencia aprendí a no fiarme demasiado de la gente, aunque esto es algo que depende en última instancia del sujeto que lo vive, del carácter o de la condición con los que le hubiera tocado nacer. En mi caso, no sé hasta qué punto fueron determinantes el carácter o la condición, ya que aún tendría que avanzar más en aquel terreno, sorteando obstáculos o venciendo dificultades que se encargarían de modelar finalmente mi espíritu.
El recuerdo de Ana, fruto de todo aquello, volvería a enseñorear mi pensamiento de un modo inopinado, con una fuerza que yo jamás hubiera sospechado antes: quizá permanecía impreso dentro de mí sin que yo lo supiera, oculto en algún pliegue de mi cerebro, como una imagen muy viva que en él se guardase por efecto de un misterioso mecanismo. En mis sueños, sin que yo la convocase, reaparecía su figura, siempre de una manera muy sorprendente, en los momentos en que nada hacía presagiar su presencia, quizá porque había estado esperando su oportunidad al otro lado de mi vida, camuflada como una sombra entre los esteros de mi subconsciente. Tenía la certeza, cuando me despertaba, de que seguía queriéndola, si bien después esto iba perdiendo consistencia a medida que pasaban las horas, desgastado por la presión que en mí ejercían las obligaciones de mi trabajo. La distancia que ahora me separaba de ella era quizá el factor más decisivo para que aquel amor no retornase, para que yo me viera privado de él por la imposición de unos límites que me resultaban infranqueables. En la carta que se me había enviado no se hablaba de ella: ni siquiera se la mencionaba cuando se aludía tangencialmente a mi pasado, cuando se repasaban algunos instantes de él que me hubieran podido afectar; se notaba que había una clara voluntad por anularla, por hacerla desaparecer de mi existencia, como si solo hubiera pertenecido a un mundo que yo hubiera fabricado, un mundo poblado por sueños que yo me hubiera empeñado en vivir.
El verano en Madrid invitaba a salir por las noches. Mucha gente del centro se había marchado a la costa, donde tenía residencias en las que alojarse. La ciudad se quedaba casi desierta a determinadas horas del día, en las que solo se oía de tarde en tarde el agudo pregón de los aguadores, en una época en que se agradecía mucho el transporte del líquido elemento a las viviendas. Yo, como continué trabajando, me tuve que adaptar a las nuevas condiciones del periodo estival, haciendo todo lo posible por no malgastar demasiadas fuerzas en tareas que no eran verdaderamente importantes: como un corredor de fondo, las iba dosificando para que no me faltasen cuando más necesidad de ellas tuviese, para que mi ánimo no desfalleciera nunca en el ejercicio de mi empleo.
Algunas noches en que no podía conciliar el sueño por el calor, salía a pasear; en poco más de veinte minutos, me hallaba en el Prado, donde muchos madrileños se daban cita para prolongar las horas de la vigilia, en un ambiente que parecía más bien festivo, a pesar de que los tiempos no eran demasiado propicios para nadie. Yo me adentraba entre los grupos de noctámbulos, algunos de ellos animados con cantos y con palmas que causaban un gran regocijo. Parecía como si el verano hubiera inyectado en los ciudadanos unas ansias de vivir y de solazarse que en otras estaciones del año permaneciesen dormidas: a los gestos adustos y circunspectos los habían sustituido como por ensalmo otros más distendidos, en los cuales era fácil discernir la alegría que ocasionaba en ellos el encuentro con otras personas. Yo, como era natural, me veía también arrastrado por aquella corriente bulliciosa: llevado por su empuje, sentía deseos de participar en aquellas espontáneas celebraciones, confundido con todos los que allí se congregaban para festejar el triunfo del verano. El cielo, entre los árboles del Prado, semejaba un inmenso paño negro, con racimos de estrellas diseminados sobre su superficie. El tiempo, encantado, parecía que se hubiese detenido para siempre, anclado en un segundo eterno, un segundo que era a su vez muy similar a otros que en el pasado se hubiesen sucedido: todo lo que ocurría tenía la apariencia de haber ocurrido ya en otra época, quizá porque los quehaceres y las costumbres de los humanos se perpetúan durante siglos.
A finales de julio, volví a escribir a mis padres: lo hacía esta vez de un modo desesperado, buscando una respuesta clara a las inquietudes que a veces me desazonaban; la enfermedad de mi madre, sobre todo, era lo que más me preocupaba, ya que no sabía realmente cuál era su alcance: temía que se me estuviese ocultando la verdad, quizá porque ya se me consideraba un poco fuera de la familia, ajeno a las cosas que en ella tuviesen lugar. Fue una carta muy larga la que escribí, tal vez acuciado por la necesidad que sentía de explayarme, de referir todo lo que sospechaba acerca de lo que en mi casa podía estar sucediendo. Pedía también noticias sobre Ana: quería saber qué había sido de ella, cómo había reaccionado después de mi partida, de qué forma había ido cambiando desde entonces, en qué tareas la habían visto ocupada recientemente…
En ausencia de Miguel, que también se había marchado de Madrid, me dediqué a deambular solo por la ciudad. Hacía ya un año que había llegado y a veces me asaltaba la sensación de que hubiera transcurrido mucho más tiempo, quizá porque este no se mide en nuestra conciencia por los hitos que lo jalonan, sino más bien por la importancia de los acontecimientos que en su devenir se producen. Igual que me ocurría cuando llegué, me veía otra vez solo en medio de la multitud: aunque ya no lo era, volvía a creer que era un vagabundo al que la gente margina, un mendigo andrajoso al que todo el mundo desprecia sin ninguna piedad. Las calles a veces me llevaban a los mismos sitios: la Puerta del Sol, centro neurálgico de Madrid, era uno de los puntos a los que frecuentemente me conducían mis pasos;  de un modo disimulado, me dedicaba a observar a las personas que allí se concentraban, como si quisiera ver en ellas los signos de una raza que a mí me interesasen cada vez más.
En uno de estos innumerables paseos me encontré con Daniel, un amigo de francachelas con quien no había coincidido desde que estas se habían interrumpido a causa del verano. Daniel era grande, con la cara muy ancha, salpicada de hoyuelos. Entre sus mayores méritos, destacaba el de ser un escritor de avezado arte, admirado por los principales adalides de la moderna literatura. Como muchos de sus compañeros, adolecía de cierta falta de disciplina, descompensada por su manifiesta propensión a las fiestas y a la bebida. Era un bohemio confeso que veneraba a Rubén y a los más renombrados poetas de su cohorte, un hombre que hasta en sus modales y en su forma de expresarse se echaba de ver un componente artístico del que no hubiera sabido prescindir. Vestía con afectado desaliño, como si quisiera demostrar con tal compostura el desorden material que presidía su vida.
Con él compartí muchos ratos, en los cuales divagábamos sobre todo lo que considerábamos más interesante. Mi concepto del arte y  de la literatura resultaba muy pobre en comparación con el suyo: yo dejaba que discurriera a sus anchas sobre estas materias, con términos y expresiones que a mí me parecían a veces demasiado artificiales, cargados de retórica; como era un hábil conversador, a mí me tocó más bien callar y asentir, de lo cual Daniel debía de inferir que no era muy ducho en aquello y que por tanto él había de tener el privilegio de instruirme y de iniciarme en aquella especie de secta o de sociedad secreta. Aconsejado por él, me puse a leer algunos libros de poesía que se habían publicado en los últimos tiempos, con los que me pude formar una idea más precisa acerca de lo que se estaba escribiendo. Fue una experiencia que me iba a ser muy provechosa para lo que me sobrevendría después, para lo que me habría de suceder después de que decidiera cambiar nuevamente de residencia.
Desde mediados de agosto, el tiempo empezó a ser menos caluroso en Madrid. Algunas tardes los cielos se cubrían de unas nubes oscuras y espesas que acababan arrojando densos goterones sobre la ciudad, sepultándola en una atmósfera gris que recordaba los lejanos días invernales. El olor a tierra mojada lo impregnaba todo, dejando en el ánimo del paseante un sutil encanto de vida reconquistada, de paraíso entrevisto detrás de los pesados cortinajes de la realidad. A mí me gustaba sumergirme en aquel ambiente, quizá porque volvía a reencontrarme en él con mi antiguo espíritu provinciano, resucitado allí por la acción de aquellas sensaciones tan embriagadoras. Me daba cuenta así de que a uno siempre le agrada retornar a lo que hubiesen sido sus principios, grabados en el alma como una impronta sentimental que siempre nos habrá de caracterizar, una impronta que solo se reconoce cuando se hallan las condiciones más adecuadas para ello, en los instantes en que nos abstraemos de las triviales circunstancias en que nos hallamos.
A final de mes, regresó Miguel, con quien volví a emprender las mismas aventuras que con él había compartido. Regresaba más animado si cabe que antes, con más ganas de moverse y de trasnochar por Madrid: casi se diría que no encontraba freno su deseo de divertirse y de disfrutar de todo lo que le deparase la vida madrileña, cada vez más agitada a medida que el verano se acercaba a su fin.
A primeros de septiembre, recibí una carta remitida desde Elvira. En ella, mi padre me informaba de forma muy escueta de lo último que allí había acontecido; curiosamente, apenas hacía referencia a mi madre, por lo que no pude saber si se encontraba mejor: solo decía que había cumplido cincuenta y ocho años y que cada día preguntaba menos por mí. Como la anterior, era una carta que parecía que estuviese escrita para concitar mi dolor, pues aquella simple alusión fue para mí como una daga que atravesó de inmediato mis entrañas, desprotegidas en aquellos momentos por mi falta de prevención.
Con la ayuda de Miguel, conseguí nuevamente superar la impresión que me había causado aquel inesperado golpe: gracias a la medicina que para mí suponían sus palabras, logré después de varios días reponerme de todo lo que había sufrido. «La vida es una mascarada que no hay que tomar en serio», decía a menudo él para darme ánimos, por ver de contagiarme su condición desenfadada y tornadiza.
Septiembre, con sus nuevos ritmos, pareció remozarme por dentro, dotándome de una predisposición especial para desechar temores y quebrantos, para buscar en la realidad motivos con los que despabilar definitivamente mi ánimo, hasta entonces bastante condicionado por lo que había ocurrido desgraciadamente en Elvira. Como el que se desprende de una vestimenta que lo abruma, sentí un alivio muy grande cuando comprobé que ya no me pesaban tanto los fardos de mi pasado, sino que podía vivir liberado de ellos, con la ligereza de quien desea levantar un vuelo que lo aleje de los mezquinos embarazos a los que había estado sujeto. Más que como una mascarada, la vida se me presentaba como un inmenso camino por el que yo había de discurrir ahora en busca de sorprendentes encuentros: la vida era ancha y merecía la pena aventurarse por ella, aun cuando a veces hubiera que sortear algunos obstáculos, algunos inconvenientes con los que uno se hiciera cada vez más fuerte.
Aunque no fue un cambio que se produjera de forma repentina, sus efectos no tardaron en percibirse en el trato que normalmente dispensaba a los demás: si antes había actuado con ciertos reparos, ahora empezaba a comportarme de un modo más natural, como si se hubieran abierto las compuertas que impedían conocer mi verdadera personalidad. Lo noté principalmente en las actitudes que mostraba ahora la gente hacia mí, en la confianza con que era correspondido en mis saludos y en mis manifestaciones de afecto y de cordialidad. Con gran sorpresa, pude comprobar que en torno a mí aumentaban las personas que me querían, quizá cada una con un interés diferente, por motivos que yo a veces desconocía. Me volví así más comunicativo, más dispuesto a intervenir en las reuniones de las que  formase parte: todo me resultaba ahora fácil para entenderme con los otros, para ser uno más entre ellos; bastaba con un nimio asunto para que se iniciara una relación, para que la amistad prosperase después con fórmulas seguras de acercamiento y de congratulación.
Comenzó así un periodo nuevo para mí, en el cual tuve encuentros muy prometedores, casi todos ellos propiciados por el cambio al que estoy haciendo mención. Me sentí por momentos inundado de dicha, movido por un optimismo ciego que me llevaba a confiar cada vez más en mi suerte: estaba seguro de que todo me saldría bien, de que todo habría de resultar como yo hubiese proyectado.
En octubre, cuando ya los cielos de Madrid aparecían por las tardes manchados de fresa y melocotón, conocí a una joven que estuvo a punto de ser decisiva para mí. Se llamaba María Encarnación. Era amiga de un conocido, a quien acompañaba en una de las numerosas reuniones a las que asistíamos Miguel y yo. Se celebraba algo, quizá la publicación de un libro. Me la presentó Miguel, a quien a su vez se la había presentado aquel conocido. Parecía una cadena en la que de unos a otros nos fuésemos pasando el testigo de una carrera en la que todos íbamos a  ser vencedores. Durante unos momentos creí que yo había visto ya a aquella chica en otro sitio; era probable, por qué no, que me hubiese cruzado con ella por la calle, en algún lugar de Madrid. Era guapa, quizá no tanto como la actriz, posiblemente porque esta cuidaba mucho su tipo. Tenía los ojos verdes, de una tonalidad muy clara. Era rubia, con el cabello muy largo, aunque lo llevaba recogido aquella vez en dos trenzas. Por la forma de actuar, daba la impresión de que fuese algo tímida: le costaba comportarse con naturalidad; cada gesto que hacía ante mí parecía estudiado, un acto mecánico que apenas descompusiese la rigidez de su pose. A mí me resultaba un poco difícil hablar con ella, pues respondía a todo con frases muy cortas, con fórmulas casi convencionales que apenas permitían continuar el diálogo. Me enteré de que le gustaban la pintura y la música. En sus ratos libres decía que pintaba, pues desde pequeña era algo que se le había dado bastante bien. Yo, por mi parte, le conté de dónde era y qué había hecho desde que llegué a Madrid. Fue una conversación tensa, cargada de silencios y de miradas pudibundas: nada hizo presagiar en ella lo que sobrevendría después, la gran confianza con que llegamos a tratarnos. No fuimos novios, pero casi llegamos a serlo. La verdad es que no sé dónde está la frontera que delimite un estado de otro. Yo acudía a recogerla muchos días a su casa y nos dábamos un paseo por Madrid. Poco a poco nos íbamos contando cosas más íntimas, sentimientos que estuviesen escondidos quizá en nuestro interior desde hacía bastante tiempo. Nos convertimos así en dos amigos que empezaban a confiarse sus secretos. La relación se prolongó durante varios meses; en algún momento yo me sentí atraído por ella, por aquellos ojos verdes de tono muy claro que no acababan de posarse en los míos con determinación, por aquel ser pusilánime y sensible que no terminaba de creer en lo que el futuro le tenía destinado. Es posible que a ella le pasase lo mismo, que se sintiera también atraída por mí, aunque en su caso no era tan fácil averiguarlo, pues por su propia timidez a veces tendía a disimular sus emociones, aun cuando ya hubiésemos avanzado mucho en nuestra amistad. Quizá hubo instantes en que los dos albergamos los mismos sentimientos, instantes de mayor intimidad en que deseamos tal vez manifestar al otro que lo queríamos. Me acuerdo de que una tarde estuve a punto de besarla: llevado por un impulso incontrolable, acerqué mi rostro al suyo para oír con más claridad lo que me decía, con el fin de que ella se viera también animada a confiar aún más en mí. Habló de forma entrecortada, quizá porque había sospechado cuál era mi verdadera intención. Aguardé unos segundos, unos segundos que se hicieron muy intensos, durante los cuales traté de imaginar el modo de abordar nuestro beso; casi lo veía ya plasmado en sus labios, un poco gruesos, muy bien trazados en el conjunto de su cara, bajo una nariz que describía un dibujo casi perfecto. Los rozaba ya con mi boca cuando algo me detuvo, quizá una última intuición, con la cual me apercibía de que ella no se entregaría a mí por completo, probablemente porque no estaba segura de que me quería. Ante esa posibilidad, depuse enseguida mi actitud, tratando de simular que me había aproximado a ella para oír mejor lo que me hablaba, como un gesto que debía de parecer muy natural en el transcurso de una charla. Yo no sé si María Encarnación fue consciente de lo que había intentado, es posible que sí lo fuera y que también fingiera que no se había dado cuenta. Nuestra relación, a partir de entonces, se iría enfriando poco a poco: mis visitas se harían cada vez más esporádicas, hasta que al final dejarían de repetirse, cuando ya los cielos de Madrid aparecían a diario emborronados de nubes, con vientos muy fríos que barrían con gran ímpetu las calles.
En febrero, después de un tiempo de lluvias torrenciales, comencé a salir otra vez solo por las tardes. Me apetecía caminar por la ciudad, es algo que desde entonces siempre he hecho, caminar para relajar mis pensamientos, para enredarlos con recuerdos que fueran llegando a mi mente; muchas veces caminaba sin saber adónde me dirigía, conducido por el azar, por un capricho o una corazonada que me hicieran torcer el rumbo por un lugar concreto, por una calle por donde no me hubiera internado nunca. Se me representaba la vida en esos momentos como un espacio habitado que yo había de recorrer para que tuviera algún sentido, igual que en los juegos de la infancia los objetos adquieren el valor que el niño en su imaginación les concede: era una impresión que nunca me ha abandonado desde aquella época, una impresión con la que necesariamente he convivido a lo largo de todos los viajes que he emprendido por Europa.
A primeros de marzo, sin que yo lo esperara, volví a recibir una carta de mi familia. Era una carta extraña, ya que no se explicitaba realmente el motivo por el que había sido escrita. Se hacía especial hincapié en mi felonía, a la que se culpaba nuevamente de los males  que ahora estaban ocurriendo, aunque no se aclaraba en qué consistían. Se me acusaba no solo de traidor, sino de mal hijo, digno de ser repudiado por lo que había hecho. Con gran dureza, se me conminaba a no volver, a permanecer siempre alejado de Elvira, como si fuera un proscrito, un individuo abominable que hubiera de cumplir una condena.
Después de aquella carta, yo no supe qué pensar. Durante algunos días viví desconcertado, sin una conciencia clara de lo que hacía; apenas podía concentrarme en nada, en el trabajo actuaba sin la desenvoltura con que me venía moviendo últimamente, a veces cometía errores imperdonables, ocasionados por mi falta de atención. Tenía la cabeza llena de escrúpulos, de ideas muy farragosas, de imágenes que no guardaban ninguna relación. Por las noches me costaba mucho conciliar el sueño: por más que lo intentaba, no conseguía serenarme para poder dormir. Mis pensamientos no encontraban el punto preciso para invertir la tendencia que se había precipitado en mí: luchaba como un náufrago contra las olas de angustia y de inquietud con que era acometido en el mar de mis tribulaciones, un mar proceloso que me obligaba a buscar con desesperación un lugar al que asirme, un promontorio al que encararme para descansar un poco.
Con la primavera experimenté un cierto alivio, propiciado quizá por los cambios que se produjeron con la llegada de la nueva estación. Madrid se revistió de una luz más brillante, a veces teñida de naranja o de lila en las tardes en que se disipaban las nubes, con un sol de oro colgado sobre el horizonte. Con la fuerza de mi juventud, logré desentenderme poco a poco de mi pesadumbre: empujado por ella, ingresé de nuevo en los ambientes que antes había frecuentado, codeándome con gentes que tenían una visión muy optimista de la existencia, en la cual las sombras eran anuladas por las luces que sobre todas las cosas se vertían.
Todos los amigos hablaban por aquel tiempo de la bohemia parisina, entre la que deseaban estar mezclados. Yo, en lugar de desearlo, determiné sumarme a ella. Necesitaba huir, huir de aquel mundo en el que hasta entonces había vivido: si antes había huido de Elvira, ahora había de hacerlo de Madrid. Debía alejarme de mi pasado, no solo a través de mi mente, sino también por medio del espacio: cuanto más lejos estuviera de Elvira, mejor, más a gusto me sentiría, más a salvo me encontraría de todos los fantasmas que me perseguían, azuzados ahora por aquellas palabras envenenadas que había leído en la última carta. La huida era el único medio con que contaba para seguir confiando en mí mismo, para continuar el camino que desde hacía ya casi dos años había emprendido. Yo no podía quedarme parado, quizá se trataba de una reacción que se gestaba en mi subconsciente, una mentira camuflada de nuevo de verdad que me impelía a realizar lo que hubiese pensado que era más conveniente para mí. Si continuaba en Madrid, era muy probable que acabara cediendo: la cercanía de mi pueblo tal vez me condicionaría bastante, caería sobre mi conciencia como un peso del que nunca podría desembarazarme; Madrid de algún modo se había convertido en una continuación de él, en un remedo ampliado de lo que había sido mi vida en un rincón del sur. Si no me iba, como digo, era muy posible que cediera a la tentación de volver, a la tentación de enfrentarme otra vez a mi pasado, ante el que inevitablemente habría de sucumbir. Yo tenía que seguir alejándome para que mi personalidad continuara ilesa, para que el ser que se iba formando dentro de mí pudiera liberarse definitivamente de los miedos que lo atenazaban. Era una decisión que, como todas, necesitaba ir madurando: ya he apuntado antes que no soy tan impulsivo como a primera vista parece, pues en muchos momentos me paro a pensar las consecuencias que me puede deparar una determinada resolución. En aquel caso, me concedí una tregua: quería sobre todo estar seguro de los motivos que me inducían a abandonar Madrid.
Durante los meses siguientes, continué afanado en mis tareas, tratando de ejecutarlas con el máximo rigor. La idea de marcharme hacía que me entregase con más pasión a ellas,  como si viera en su cumplimiento una forma de ir madurando mi decisión. Nadie sabía lo que pretendía hacer: era un secreto que conservaba en mi interior; si se lo comunicaba a otros, no era raro que se devaluase o que perdiese la fuerza con que yo lo había concebido; los otros podían desvirtuarlo con sus objeciones o con sus intentos de disuasión.
Mientras tanto, la primavera avanzaba sobre Madrid, abriendo en su ancho espacio panorámicas que no se habían contemplado antes, en los días en que la ciudad apareciera envuelta en una sábana de neblina azul. Ahora era todo diáfano, de perfiles muy nítidos, un paisaje que semejaba haber adquirido una dimensión nueva, una amplitud de límites indefinidos, de vagas lejanías. Parecía una ciudad rejuvenecida, con montones de edificios entreverados de espesa arboleda, con calles de diverso trazado que se cruzaban o que se confundían en lugares de mucho tránsito, donde una población bulliciosa se congregaba por diferentes motivos. A mí me gustaba mezclarme con ella, sentir su pulso, vibrar con él en privado, como si fuera un ladrón que disfrutase con la delectación del objeto que hubiese robado, un ladrón anónimo que andaba suelto en medio de la multitud. De alguna manera sabía que también me estaba despidiendo de ella, aunque sería probablemente la misma que me habría de encontrar en otros sitios, la misma masa de gente con la que tendría que convivir en París en el caso de que me fuera.
En junio, cuando ya la ciudad se cubría de jirones de encendida calina por las tardes, tomé el firme propósito de dar por concluida mi estancia allí. Para realizarlo, tuve que informar a don Alfonso de que dejaba definitivamente el cargo para el que me había contratado. Le expliqué las razones por las que lo hacía, aunque no estoy seguro de que las comprendiera. El que sí me entendió, igual que pasó con Ernesto, fue Miguel, quizá porque él también estaba poseído del mismo espíritu aventurero que yo. Me dijo que lo sentía mucho, pues me consideraba como uno de sus mejores amigos, y se despidió de mí con un fuerte abrazo. Un abrazo cuyo calor todavía puedo percibir, oculto en algún receptáculo de mis sentidos. Hoy sé que la amistad no se pierde y que por mucho tiempo que pase siempre se conserva un latido de ella, un resto de amor que todavía pervive y que se confunde a veces con el aluvión de otros sentimientos más perentorios.
La verdad es que cuesta mucho despedirse de los seres que más nos quieren, aunque esto es algo que se aprecia en su justa medida al cabo de los años. Al salir de Madrid, pensé que mi sino no era otro que viajar, en busca de una felicidad que yo creía entonces muy lejana, una felicidad cuya semilla estaba ya germinando  quizá en mi corazón aunque no lo supiese.
























3



París me deslumbró desde el primer momento. Me pareció una ciudad vieja, con cierta presunción de moderna, con aire quizá de provinciana que se ha revestido con todos los atributos que hubiesen caído sobre ella. Tuve la impresión también de que se trataba de un lugar que estuviese ya prefigurado en mi destino, un lugar al que yo había de ir indefectiblemente, obligado por mi suerte o por los múltiples azares que en mi vida se hubieran presentado. Había algo en ella que me atraía fatalmente, quizá esa misma mezcla de vejez y de espíritu contemporáneo, tal vez la gracia con que parecía ofrecerse al recién llegado, la coquetería con que se manifestaba al viajero para ser descubierta. Su belleza era, pues, el resultado de un conjunto de elementos muy diferentes, el efecto de una amalgama en la que todo estuviese colocado en un perfecto orden. Era una ciudad que parecía todavía anclada en la historia, con manifestaciones de un presente que semejaban también restos de otra época, quizá porque allí todo estaba condenado a ser antiguo. La misma torre Eiffel, símbolo por excelencia de un arte nuevo, tiene algo que la hace vieja, quizá su propia hechura, tan controvertida por quienes solo vieron en ella un monstruo de hierro.
Los primeros días los pasé en una pensión. Había llegado con un caudal considerable de dinero, mucho mayor que el que había tenido cuando llegué a Madrid: en lugar de malgastar lo que ganaba con mi trabajo en fruslerías o en lujos innecesarios, lo había ido ahorrando en espera de una mejor oportunidad para invertirlo, exactamente como había hecho mi padre, de quien tal vez había heredado el espíritu previsor con que atendía sus deberes. Al principio me costó bastante comunicarme con las personas con las que había de tratarme: lo hacía con señas o con las pocas palabras que sabía del francés, aprendidas casi todas en Madrid, en los ambientes en que me movía con Miguel. La verdad es que con buena voluntad es fácil vencer todas las barreras que se interponen en nuestra relación con los demás: lo comprendí más tarde, cuando después de haber progresado algo más en el dominio del francés me atreví a usarlo con resolución con toda clase de interlocutores, sin que me importaran los fallos o los defectos de pronunciación en que había de incurrir; de esta manera conseguí avanzar también en mis exploraciones por la ciudad, con las que llegué a acceder a cierta información que podía ser muy valiosa para mí.
Vivía en la rue Mouffetard, una calle estrecha de caserones destartalados, con muchas tiendas. Desde allí partía todas las mañanas hacia distintos puntos de París, casi siempre conducido por el azar, por una determinación imprecisa que se hubiera despertado dentro mí, por el afán de descubrir algo que me pudiera dar la clave para conocer mejor la ciudad. Me gustaba sobre todo pasear por los muelles del Sena, donde a veces me detenía para observar a los pescadores apostados junto al río o para hojear los libros de los tenderetes colocados contra el pretil. París ofrecía pequeños placeres que sólo podía disfrutar quien estuviese predispuesto para ello; para un transeúnte normal era posible que pasaran desapercibidos, especialmente si aquello formaba parte para él de una inveterada rutina. En mi caso no era así: yo salía siempre ilusionado con encontrar algo nuevo, ávido de descubrir quizá un secreto bajo la apariencia estática de las cosas, alguna sensación que no hubiera advertido nunca, suscitada por aquellos sitios por donde ahora transitaba, alguna sensación que llegase a mí de forma imprecisa, parecida a un deseo que no hubiera terminado de formularse, a una ensoñación vislumbrada en un pasado que tal vez ya no existe… Pasear bajo los olmos y los álamos del Sena era para mí una delicia, sobre todo por las tardes, cuando la luz moría en las aguas del río con reflejos de oro y de bronce.
Igual que me ocurrió en Madrid con Miguel, en París también hallé el compañero ideal que me entendiera. Me encontré con él una mañana en el museo de Luxemburgo, después de que nos hubiéramos parado los dos a contemplar unos cuadros de pintores impresionistas. Tenía un aire evidente de artista, con el cabello crespo, enredado en torno a la frente de manera caótica. Era rubio, con la tez muy clara, los ojos de un azul casi transparente, dueños de una gran viveza. Vestía con desaliño, aunque en él tal descuido no parecía tan estudiado como en otros representantes de su profesión que yo había conocido. Sus manos eran grandes, con cierta tosquedad que fuera más propia de un campesino o de un hombre avezado a duros oficios, como habría sido yo si hubiera continuado en Elvira. Habló él primero, me preguntó en un francés muy semejante al que yo empleaba si me gustaba aquella pintura. Después de responderle, mantuvimos  una fructífera conversación que se prolongó durante varias horas. Como yo había presumido, era pintor. Procedía de un pueblo de Aragón y había recalado en París en busca de fortuna, atraído por el poder de seducción que ejercía la bohemia en los jóvenes artistas. Me contó muchas cosas acerca de lo que había descubierto desde que llegó a la capital parisina; casi se diría que se comportaba como un anfitrión que hubiera de atender a sus invitados con la mayor deferencia, quizá porque él llevaba ya más tiempo allí que yo. Hablaba con mucho entusiasmo, con un acento que podía parecer demasiado ingenuo en él, en un tipo que casi ya rayaba en los veinticinco años, como se encargó de aclarar en el transcurso del diálogo. Lo que más me llamó la atención de Dámaso, que así se llamaba, era su facilidad para comunicarse conmigo, quizá porque hubiera visto en mí a un camarada seguro en quien podía confiar, tal vez a un paisano de su mismo pueblo que se hubiera encontrado con él casualmente en un lugar de París. Aunque su forma de expresarse era muy diferente a la mía, noté yo que había muchos otros aspectos que nos igualaban, quizá un fondo cultural que venía a ser muy semejante, producto a su vez de la educación que ambos habíamos recibido: entre él y yo realmente había muy pocas diferencias, los dos habíamos nacido en sendos pueblos, dedicados fundamentalmente a la agricultura, de la cual se abastecían para su subsistencia.
Vivía Dámaso en un apartamento del boulevard Saint-Michel, adonde no dudó en invitarme para que lo viera. Se trataba de un cuarto muy amplio, con varios espacios destinados a distintos menesteres. Ocupaba el centro de la pieza una mesa muy grande, cubierta entonces de muchos papeles de periódicos y de revistas semanales, sobre los que había algunos botes de pintura. Por todos lados se hallaban cuadros, algunos de ellos sin terminar, como si no hubieran acabado de convencer al pintor. Los había de muy variados temas, aunque predominaban los paisajes, casi todos de ambiente urbano, de calles o de jardines que quizá perteneciesen a París, donde ahora Dámaso estaba asentado. No era por lo general una pintura figurativa, sino que se advertía en ella cierto interés por la descomposición, por la presentación de una realidad que se hubiera reflejado en el espejo deforme de la recreación artística, algo así como había intentado ya el impresionismo, aunque en este caso no se hacía de manera tan sistemática, según el resultado de unas impresiones de luz y de color. En la pintura de Dámaso había una desfiguración mayor que lo acercaba al arte contemporáneo, a los estilos que en los últimos años se venían cultivando. Por lo visto había vendido algunos cuadros, con lo cual se mantenía en aquel apartamento, aunque a veces se veía al final de mes muy apurado: me contó que para pagar el alquiler había de realizar con frecuencia algunos trabajos que su mismo patrón le encargaba, advertido de las necesidades que tenía.
Como nos llevábamos muy bien, acordamos que yo me iría a vivir con él: de esa manera se podría pagar mejor entre los dos el apartamento, pues a lo que a uno le faltara lo supliría el otro fácilmente con su aportación. Una vida en común resultaba para ambos mucho más ventajosa que por libre, sobre todo si estaba basada en una amistad verdadera, como así creíamos que había de ser la nuestra.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que aquel fue uno de los periodos más venturosos de mi existencia, a pesar de las vicisitudes que todavía hube de superar. Me animaba una gran ilusión, la ilusión de abrirme paso por aquel abigarrado mundo, en el cual me aguardaban sorpresas que yo no era aún capaz de sospechar. Tenía conciencia además de que atesoraba cualidades que no había terminado de desarrollar y de pulir. Mi facilidad para la escritura, por ejemplo, era algo que yo había de seguir cultivando, pues me podía deparar aún beneficios que tal vez me resultaran muy útiles. Para ello no debía descuidar nunca la lectura, cantera inagotable de recursos para escribir cada vez con más solvencia. En los tenderetes del Sena adquirí algunos libros en francés de autores muy importantes del siglo XIX. Con la ayuda de un diccionario, los fui leyendo poco a poco, al tiempo que descubría que mi capacidad para entenderlos era cada día mayor. Me ayudaba mucho para esta comprensión la práctica habitual del idioma, con la que había conseguido ya considerables adelantos.
Al cabo de tres meses, tuve que buscar una fuente de ingresos para mí. La suerte, igual que en Madrid, condujo mis pasos durante varios días hasta que al final la hallé en uno de los muchos restaurantes que había en la ciudad. El dueño, un bretón muy simpático, debió de ver en mí a un español capacitado para su negocio, dotado quizá de unas facultades que no eran muy comunes en aquellas tierras. Para él, como hube de comprobar más tarde, era muy importante caer bien a los clientes: el servicio había que hacerlo con agrado, con artes que no estaban al alcance de todas las personas que se pusieran a cumplirlo. Yo, por lo que deduje de su trato, era de las que reunían tales condiciones, quizá por mi modo sureño de actuar, en el que se mezclaban una aparente indolencia y cierto desparpajo, muy apreciables quizá en mi manera de hablar, marcada por un acento andaluz del que todavía no había acabado de desprenderme.
Monsieur Artaud, que así se llamaba el bretón, era hombre de complexión muy recia, con un bigote espeso, la mirada ancha, abierta a un mundo del que parecía estar enamorado. Vestía con elegancia, de acuerdo con el lugar que le correspondía, con la categoría social que le proporcionaba la regencia de su negocio. En su comportamiento, sin embargo, se percibían restos de una anterior vida, en la que por lo visto había sido marino, casi un lobo de mar que había surcado innumerables millas y atracado en infinidad de costas, siempre rodeado de un halo de misteriosa leyenda. En los ratos en que se hallaba libre de obligaciones, con la euforia que le otorgaba la cerveza que se hubiese tomado, con un pie en el estribo del mostrador, solía contar muchas de las peripecias por las que había pasado, en un tono que hacía recordar el de los viejos rapsodas medievales, pues lo relataba todo de un modo muy enfático y ampuloso, deteniéndose en aquellos detalles que consideraba más importantes para una mejor comprensión de la historia. La verdad es que era un buen narrador, dotado de una gran capacidad para conectar de inmediato con sus destinatarios, para despertar desde el principio su interés por lo que iba a relatarles. Aprendí de él a contar las cosas de un modo diferente, como si estuviera obligado a mantener la atención de mis supuestos oyentes todo el tiempo que durara mi intervención, igual que hacía él con el grupo de parroquianos que quedaban en su restaurante, ante los que desplegaba todo su arte narratorio con gran aparato de gestos y de miradas elocuentes.
Los días en que descansaba de mi trabajo los dedicaba a escribir. Había empezado por meros apuntes, por notas sueltas en las que intentaba registrar todo lo que estuviera viviendo. Más que de un diario, aquello iba tomando la forma de un cuaderno personal, en el cual trataba de expresar todos los sentimientos e impresiones que durante aquellos días me asaltaban; era una especie de ejercicio con el que conseguía ir depurando mi estilo, hasta dejarlo cada vez más preparado para acometer cualquier tipo de registro o de modalidad textual.
De estas anotaciones breves pasé al relato: escribí cuentos, al principio muy simples, casi para niños, tal vez porque este género conserva en el fondo un carácter ingenuo que lo acerca a la literatura infantil, como si los receptores de los cuentos hubieran de ser siempre niños. Eran piezas cortas que después se fueron agrandando hasta adquirir la dimensión de un relato más complejo, siempre al modo que yo había aprendido de mis principales maestros, entre los que últimamente tenía un gran peso Honoré de Balzac, uno de los mejores escritores franceses del siglo pasado.
 A los libros que había comprado en los tenderetes les sucedieron otros que había sacado en calidad de préstamos de la Bibliothéque Nacionale. La lectura se convirtió para mí en una práctica habitual, sin la cual no podía vivir: necesitaba leer a diario, siempre encontraba un rato para ello, antes del desayuno, en el trayecto que seguía hasta el restaurante de monsieur Artaud, en los intervalos de mi trabajo, en el regreso a casa… Leía mientras caminaba, tumbado en la cama antes de conciliar el primer sueño, sentado a la mesa de un café de París…
No todos eran libros en francés: también los conseguía en español, normalmente ediciones de clásicos que habían llegado a París a través de un mercado de segunda mano. Me gustaba mucho Cervantes: El Quijote me lo fui leyendo al tiempo que también seguía otras lecturas; yo ya había leído antes algunos capítulos de la inmortal obra, con cuyo contenido estaba ya muy familiarizado; lo que más me llamó la atención ahora fue su estilo, sin el cual estoy seguro de que El Quijote no podría ser el mismo, un estilo que estaba presidido por la intención humorística, por el deseo de trasladar al lector una historia que le divirtiera y que lo obligara a pensar en las claves sobre las que había sido hecha, porque el humor no es algo inocuo, sino que contiene siempre una crítica o una postura filosófica acerca de la vida.
Leí mucho, como digo. La lectura me siguió aportando muchos recursos y técnicas para el ejercicio de la escritura. Después de seis o siete meses, me di cuenta de que entre el español y el francés había quizá más semejanzas que diferencias; las diferencias eran de tipo fonético o léxico, pero las estructuras sintácticas eran muy similares, prácticamente las mismas, lo cual es muy importante, pues la escritura de una lengua tiene su base fundamental en la sintaxis, en el modo en que se relacionan las palabras para construir unidades cada vez más grandes.
Mientras tanto, París me continuaba deslumbrando con su innegable embrujo. Siempre que podía, salía a pasear, igual que había hecho en los días que siguieron a mi instalación en la ciudad: paseaba por cualquier sitio, a veces acompañado de Dámaso, con quien compartía el gusto por la contemplación de los paisajes. No solamente lo hacía por los muelles del Sena, siempre tan románticos, sino también por otros lugares quizá más prosaicos, en los que no era raro tampoco que hallase algún motivo que pudiera deleitarme.
El jardín de Luxemburgo era uno de mis destinos habituales, sobre todo porque allí se hallaba también el museo, donde yo solía extasiarme contemplando los cuadros. Era aquel un espacio grande, cuajado de verdura, en el que uno siempre encontraba la paz que anhelaba su alma, el sosiego que necesitaba su espíritu para elevarse a cimas cada vez más altas. Había allí un silencio que sobrecogía desde el primer instante, un silencio que agujeraban de pronto los cantos impenitentes de los pájaros que anidaban en los árboles, un silencio que arañaban a veces los rumores suaves de la fronda cuando el viento la agitaba. Uno tenía la grata sensación de estar asistiendo a un emotivo concierto, en el cual alternaban las flautas y los oboes de los pájaros con el violín quedo de las ramas, con largas pausas de silencio que hacían aún más conmovedora y profunda la música que allí se estaba escuchando.
París me deslumbró también en los días de lluvia. Todas las impresiones anteriores quedaban borradas por la lluvia, por aquella cortina de agua que envolvía entonces la ciudad. Nada de lo que se hubiera sospechado antes tenía, en efecto, sentido: parecía como si todo hubiese retrocedido en el tiempo, como si todo perteneciese entonces a una edad imprecisa, a una época del pasado que permaneciese aún viva en la historia. El presente había sido anulado por la lluvia, por aquella atmósfera gris que se había apoderado de la realidad, semejante a un sueño en el que hubiera acabado por sumergirse la conciencia, un sueño en el que las cosas aparecían entonces desvirtuadas y caprichosas, con un aspecto que difería bastante del natural, del que hubieran tenido en los días en que los ojos se hubieran posesionado de ellas. Tal era la sensación que predominaba cuando llovía, cuando París quedaba sepultado bajo la lluvia: se veían las calles difuminadas, con los contornos de las casas agrupados en un borroso boceto, en un conjunto desordenado de líneas y de sombras que aún no hubiera terminado de concretarse. No existían perfiles, los límites habían desaparecido, disueltos en aquella mancha acuosa que se había extendido por todos los sitios. Se mostraba todo deforme, como salido de una especie de cataclismo, de una sumersión en los subterfugios del tiempo: los principales monumentos de París perdían también los rasgos que los definían, los atributos por los que hubiesen llegado a ser inigualables; se convertían en esbozos de sí mismos, en prefiguraciones de lo que luego habría acabado por realizarse.
Yo encontraba aquel panorama muy poético: aquella vuelta al pasado se me antojaba teñida de melancolía, impregnada de una dulzura que hacía evocar los años del romanticismo. La lluvia resucitaba también viejos sentimientos, arrumbados en el alma por la acción de otros agentes más poderosos: no solo la realidad se tornaba más antigua, sino que uno mismo regresaba también a su infancia, cuando observaba de niño cómo caía la lluvia en el patio de su casa. Daba la impresión de que era algo intemporal, un hecho que ocurriese a la vez en distintos momentos, una suerte de prodigio que convirtiese los recuerdos en sucesos actuales.
Yo compartía con Dámaso muchas de estas impresiones. La verdad es que siempre es bueno tener al lado a alguien a quien contar nuestros secretos, a quien referir a veces nuestras dudas, nuestros temores acerca de un determinado presentimiento. Conversábamos mucho, sobre todo cuando los dos nos hallábamos ociosos en el apartamento; había temas que nos interesaban más, sobre los cuales opinábamos con un ardor que solo podía ser achacable a nuestra juventud, al espíritu de lucha y de entrega que nos asistía. Dámaso se reveló a mí como una persona muy sensible, capaz de las emociones más tiernas. Entre otras muchas cosas, me contó cómo había sido su niñez en el pueblo donde nació, una niñez que estuvo marcada de una forma muy especial por la muerte repentina de su padre. Tenía él tan solo ocho años y era como yo el menor de los hermanos. Lo pasó muy mal, pues mientras sus hermanos se dedicaron desde muy temprano a trabajar a él no le quedó más remedio que permanecer en la casa con la madre, a quien ayudaba en todas las tareas domésticas, mucho más duras de las que se hacen hoy, ya que en ellas se incluía también el cuidado y la limpieza de los animales. Con nueve años ya salía con un pequeño rebaño de cabras a los montes: decía que fue este al final el trabajo que más le había de gustar, pues se lo pasaba muy bien con las cabras en los montes, donde comenzaría muy pronto a disfrutar de todos los encantos que la naturaleza le ofrecía, de los que luego daría buena cuenta en sus cuadros; aseguraba que su vocación de pintor empezó a germinar en él entonces, en medio de las breñas y de los pedruscos por donde caminaba, en la cima de los collados por los que a veces discurría, desde donde tendía su vista con profundo deleite para abarcar todo lo que ante ella se mostraba, un paisaje abrupto de tozales y de colinas que descendía hasta un valle de gran anchura, por el que serpeaba un riachuelo. De vez en cuando rompía el hilo de su discurso para volver a mencionar al padre, a quien parecía seguir echando de menos a pesar de que él era un niño cuando murió: decía que se acordaba de él perfectamente y que en sus sueños muchas veces se le aparecía con los mismos rasgos con los que lo había conocido, como un hombre maduro que todavía no había comenzado a envejecer, con la tez muy morena, la mirada audaz y algo provocativa, con el pecho muy grande, del que siempre asomaba un manojo de pelos por la abertura de la camisa, siempre tierno a pesar de su tosco aspecto, a pesar de sus manos rudas y desabridas. Más o menos así lo evocaba Dámaso cuando se ponía a describirlo, cuando rememoraba los instantes en que todavía creía estar junto a él. 
Yo también le hablaba de mis padres, aunque en mi caso concurrían determinadas circunstancias que inevitablemente habían de enfriar mi relato, sobre todo cuando acudía a mí el recuerdo de las últimas cartas, en las cuales casi se me conminaba a que los olvidara, a que me separara cada vez más de ellos. Una fuerza superior a todo esto, que todavía pervivía en mí, me animó a escribirles nuevamente: me dije que no estaba de más que supieran por lo menos dónde me hallaba ahora, después de un año en que habíamos dejado de comunicarnos, más por la actitud que ellos habían demostrado en sus escritos que por la mía, pues la mía no era sino una reacción natural ante lo que en ellos había advertido. Les escribí, en fin, contándoles todo lo que había hecho durante aquel largo periodo, todas las sensaciones que había experimentado en mi nuevo lugar de residencia.
Al contrario de otras veces, no tuve que esperar mucho tiempo su respuesta. Llegó antes de lo que yo presumía, aunque en esta ocasión me iba a deparar una desagradabilísima sorpresa, mucho peor que las que ya había recibido en anteriores mensajes. Se trataba del fallecimiento de mi madre, acaecido dos meses después de que yo me instalara en París. Se me decía en la carta que se me había remitido una al domicilio de Madrid para comunicarme el fatal desenlace pero que desde allí se había devuelto a Elvira por no haber podido dar con el destinatario. Al dolor de la inesperada noticia se sumaron en aquellos instantes los escrúpulos que yo siempre había sentido, unos escrúpulos que parecían haber invernado en mí como alacranes bajo las piedras de mi conciencia y que ahora salían a la luz para clavarme sus afilados aguijones. Solo pensaba en el tiempo que yo había vivido sin saber que mi madre había muerto, en los buenos ratos que había pasado mientras ella ya no existía. Me daba mucho vértigo de considerarlo, de comparar mi situación durante aquellos meses que habían transcurrido con los sufrimientos que en mi familia se habían padecido. Dámaso, que se hallaba presente, trató de consolarme: igual que Miguel, intentó que recapacitara y que volviera a cobrar la cordura para ordenar un poco mis sentimientos. Hablando con él, empecé a darme cuenta de que lo que había sucedido era ya irrevocable, un  hecho del que yo no había de tener ninguna culpa. Aquellos remordimientos que experimentaba eran más bien enfermizos, una especie de deuda que yo hubiese contraído con mi pasado, una mancha o un peso de los que pronto tenía que liberarme.
El recuerdo de mi madre fue para mí el mejor lenitivo. El amor con que ella me había tratado en mi más tierna infancia no podía olvidarlo, permanecía dentro de mí dando aún calor a mi ser íntimo, como unas ascuas que todavía continuasen encendidas, un resto de lo que había sido el fuego que a mí me había animado. Yo estaba seguro de que en virtud de ese amor ella me habría perdonado, en el caso de que realmente hubiera cometido algún acto reprobable: era algo de lo que no debía dudar, sabía que mi madre me había de querer siempre, por muy adversas que fuesen las condiciones para ello, por mucha cizaña que hubiesen sembrado en torno a ella para que el trigo de sus buenos sentimientos no creciese. Esto me reconfortaba como ninguna otra cosa: su recuerdo me habría de perseguir en aquellos días de forma constante, la impresión de que ella me escuchaba en los momentos en que me encontraba más decaído, la sensación de que incluso me acariciaba como cuando era pequeño; intuía su presencia a mi lado a pesar de la enorme distancia que ahora me separaba de los lugares donde había convivido con ella, quizá porque su presencia ya no dependía de un cuerpo determinado, sino que estaba ahora resuelta de un modo diferente, de un modo que solo podía ser captado por las potencias del espíritu, por las antenas de un alma que no había dejado de presentir su aliento. Puedo decir que ella me salvó de caer en una depresión de la que tal vez nunca me hubiera levantado, me dio una fuerza inopinada para que no desconfiara más de mi suerte, para que siguiera soñando con un futuro en el que yo pudiera convertirme al fin en un hombre de provecho. Tenía que luchar, me decía con insistencia, tenía que luchar en nombre de ella, como si hubiera de corresponder así a todos los afectos que no habían podido manifestarse desde que yo salí de Elvira: era un hueco que había de rellenar con mi trabajo, con mi esfuerzo constante por descollar en un mundo que se me presentaba siempre muy complicado.
Fue así como me sobrepuse a mi desgracia: si hacemos caso a las voces enemigas que se alzan en nuestra conciencia, difícilmente podremos alcanzar lo que nos proponemos; debemos, por el contrario, atender a nuestras ilusiones, a todos los sueños que vamos albergando mientras vivimos, especialmente si son buenos para nuestro espíritu, para las aspiraciones que de él siempre cabe esperar. Yo me había propuesto dedicarme a la literatura: era consciente de que escribía bien y no estaba dispuesto a desaprovechar un don tan importante; lo que no tenía claro quizá era si lo haría de forma profesional o como mera afición, eso era algo que se dilucidaría más tarde, cuando tuviera que enfrentarme a la realidad. Era tal vez mi principal sueño, igual que el de Dámaso era ser algún día un pintor muy admirado. Una tarde estuvimos hablando precisamente sobre ello. No habíamos salido a causa de la lluvia y permanecíamos los dos en el apartamento, un poco cansados de habernos dedicado durante varias horas a nuestras respectivas labores. Dámaso había retocado un cuadro, lo había hecho con el primor que en él eran tan habitual, con un esmero casi de amanuense. Yo había escrito una semblanza de mi madre, a la que trataba de evocar como una persona muy virtuosa, con atributos poco menos que angelicales, tal como en aquellos días yo a menudo me la representaba. Los dos, como decía, necesitábamos un descanso, un intervalo quizá para nuestros quehaceres, pues era bueno que estos se realizaran siempre de manera relajada. Por eso nos pusimos a hablar sobre lo que pensábamos, sobre lo que en esos instantes más nos interesaba. Dámaso me volvió a confiar que deseaba ser famoso para que sus cuadros se conocieran. «La fama es el precio que tengo que pagar por ello», comentó con cierto pesar, como si le molestara de veras que el conocimiento de su obra tuviera que estar ligado necesariamente al prestigio. Yo, por mi parte, aseguré que el prestigio no me preocupaba, pues consideraba que era un valor añadido, un valor que concedía la sociedad a las personas que más hubiesen destacado en una determinada época. Yo quería hacer simplemente lo que me gustaba, le dije, sin más pretensiones que las de cubrir las necesidades materiales de cada día. Le confesé, llegado a aquel punto, que quería ser escritor, a lo que él me respondió que ya lo era y que solo me faltaba publicar para que a partir de entonces la gente me leyera. «Publicar es muy difícil»,  repuse. «Hasta que no lo intentes no podrás hablar», replicó él, como si tratara de animarme para que lo hiciera. «Cuando uno descubre que tiene un don, lo quiere explotar al máximo: la escritura me ha permitido, entre otras cosas, conocerme mejor a mí mismo», expuse yo al hilo de aquello, contento por conversar ahora acerca de lo que a mí más me interesaba. Dámaso habló después sobre lo que para él significaba la pintura: era un medio para apropiarse de la belleza que uno encuentra en el mundo, dijo con el entusiasmo que él solía poner en todo lo que hacía, un entusiasmo que no había perdido la gracia de la juventud con que se conciben los proyectos más desproporcionados.
Dámaso era así, un tipo muy afable que a veces se dejaba arrebatar por los ideales que en su mente se hubiesen insinuado, en los cuales creía de un modo incondicional, con la intrepidez de quien no ha conocido todavía el fracaso. La verdad es que respondía como ningún otro al modelo del artista bohemio y alocado, ingenuo en todos sus planteamientos vitales.
Si como pintor parecía tan ilusionado, en los asuntos relacionados con el corazón no se mostraba de otro tenor. A poco de estar viviendo con él, ya me había hablado de varios romances que había tenido, todos ellos pasajeros, frustrados quizá por la misma impaciencia de él por convertirlos en algo más estable. Después de que se malograra uno no tardaba en ilusionarse con otro, sin que hubiera entre ambos apenas un intervalo que le ayudase a reflexionar sobre lo que hubiese sucedido: yo casi lo envidiaba por aquella facilidad que tenía para encadenar noviazgos, para suplir con una nueva mujer a la que antes parecía haberlo enamorado. Decía, para justificarse, que aún no había encontrado a la que para él estaba destinada, a aquella con la que siempre hubiese de congeniar, conformada de tal manera que solo bastaba que la hallase para que se produjese una unión perfecta. «Si ha sido creada para mí, nada podrá impedir que lo sea», concluía con cierta arrogancia.
Un día, casi dos años después de que empezáramos a vivir en el mismo apartamento, se presentó en él con su última novia. Sería ya la cuarta o la quinta que había llegado a tener desde que yo lo conocí. En este caso se trataba de una suiza de maneras muy elegantes, con la cual había coincidido en una especie de homenaje que se había dado a un célebre pintor parisino. Se llama Solange, era muy alta y delgada, con el cabello rubio, los ojos azules, los labios prominentes. Según me dijo Dámaso en su presentación, era investigadora: se dedicaba a estudiar aspectos relativos al arte, los principales secretos por los que las grandes creaciones han acabado cautivando a los hombres; trabajaba, según él, para una revista especializada que le pagaba muy bien los artículos que escribía, aunque sobre este punto pareció disentir la prometida. Por lo poco que hablé con ella, inferí que debía de ser muy inteligente, aunque es posible que en esta deducción influyera bastante todo lo que Dámaso me había dicho ya sobre ella.
Un mes después de aquella visita, tuve con ellos un nuevo encuentro, esta vez en un café de la rue Notre-Dame-des-Champs, adonde yo solía ir mucho con Dámaso. Es probable que el encuentro no fuera casual, sino que hubiera sido dispuesto por mi amigo para que yo conociera mejor a Solange, de quien daba muestras de estar verdaderamente enamorado. Había llegado yo antes que ellos al local; me hallaba sentado a una mesa, cerca de una ventana que daba a la calle. Fuera llovía mucho: un velo de agua lo nublaba todo; parecía que era de noche. El mes de marzo se había presentado así, con intensas lluvias, con repentinos chubascos que lo arrasaban todo. Como era mi costumbre, me había acomodado en aquella mesa, al lado de la ventana, para escribir un rato; me gustaba de vez en cuando buscar estos rincones para inspirarme mejor, al tiempo que me entretenía con lo que divisaba en la calle. La lluvia dibujaba en los cristales acuosos garabatos que se borraban pronto, sustituidos por otros que parecían haberse formado con los restos de los anteriores, dando lugar así a una cadena ininterrumpida. Si aguzaba un poco el oído, podía percibir el ritmo pertinaz con que caía la lluvia, sus golpes acompasados en los sitios en los que débilmente percutía, como de nudillos que llaman con timidez a una puerta, nudillos que tocan y que apenas dejan un eco macilento, unas notas que se repiten a pesar de la escasa fuerza con que fueron emitidas. Yo estaba, como digo, escribiendo cuando ellos se presentaron de improviso en el café. Venían embutidos en sendos gabanes oscuros, como si el hecho de ir vestidos de la misma forma les confiriese un aspecto de mayor complicidad. Fingieron al principio que no me habían visto y tuve que ser yo quien los saludara desde el lugar en el que me encontraba, un poco apartado de los demás clientes que se hallaban allí. Con gestos muy expresivos, se acercaron los dos hasta mi mesa. Se les notaba contentos, henchidos de una felicidad que tal vez no procedía de aquel encuentro, sino de algo que entre ellos hubiesen tramado. Dámaso, adelantándose a mí, proclamó la alegría que les producía haberme visto y, sin terminar de saludarme, tomaron asiento a mi lado. Yo hice ademán de guardar el cuaderno en el que escribía; pero mi amigo, apercibido de ello, me pidió que les leyera lo que había escrito. A mí de pronto me dio un poco de pudor hacerlo y traté de negarme aduciendo que aún no lo había acabado. «No importa: cuando yo hago un esbozo, ya sé cómo va a resultar el cuadro; su alma ya está allí impresa», arguyó por su parte él, orgulloso de su planteamiento. Yo no supe qué replicar en ese momento y, al verme escrutado por ellos, no tuve más remedio que volver a abrir el cuaderno para leer un fragmento: «Hoy mi corazón está vacío: ningún sentimiento lo inquieta, parece como si se hubiera vuelto insensible, un corazón de piedra sobre el que resbalaran las lágrimas que yo vertiera en mi pasado, incapaces ya de humedecerlo. Mi vida se ha tornado un erial, una inmensa llanura de tierra agrietada, sobre la que ya no llueve. El amor, como una nube, se ha disipado de mi vista, se ha perdido en un horizonte de fuego; me gustaría que volviera, empujado por un viento recio, un amor convertido en tormenta que arrojara sobre mí una lluvia  torrencial que inundara mi corazón y lo transformara en un vergel productivo, en un espacio de abundante floresta». Dámaso no dijo nada, pero Solange comentó en francés que era muy bello, a lo que yo respondí que era solo un ejercicio, un ensayo de redacción en el que intentaba expresar lo que últimamente sentía. Ella preguntó con amable sonrisa desde cuándo me veía en aquel estado. Le dije que lo que realmente mueve a las personas es el amor y que yo no lo experimentaba realmente desde que una vez tuve que renunciar al primero que había conocido. Solange pareció de veras afectada por aquella noticia, como si estuviera ella de algún modo implicada en aquel hecho. Me di cuenta en ese instante de que era una mujer muy sensible y de que había acertado probablemente Dámaso con haberla elegido. Aprovechando que ni ella ni yo hablábamos, terció el enamorado pintor para decir que le había gustado mucho mi texto y que más que un esbozo se trataba ya de un cuadro plenamente realizado, en el cual se podía notar con perfecta claridad la mano del artista. Lo había dicho con tanta vehemencia que simuló que manejaba un pincel y que trazaba varias líneas sobre un imaginario lienzo. Solange se rio de su ocurrencia, al tiempo que yo apenas me inmutaba por ello, contagiado todavía del sentimiento de hastío que impregnaba mi escrito, entristecido quizá por la falta de colorido que había descubierto en mi supuesta pintura.
Pedimos unos licores y estuvimos charlando durante más de una hora. La conversación derivó  hacia otros temas, casi todos relacionados con el futuro. Con gran sorpresa para mí, me anunciaron que se casarían pronto: estaban convencidos de que se llevaban muy bien y que era innecesario prolongar demasiado el noviazgo. Lo decían con mucha seguridad, a veces mirándose a los ojos, como si en esos instantes quisieran confirmar ante mí lo que ya hubiesen acordado entre ellos. Yo me alegré, aunque en el fondo me extrañaba de que Dámaso actuase ahora de una manera tan decidida. Pensé que quizá se debía a la confianza que le transmitía Solange, a la madurez con que ella parecía comportarse. «Cuando uno está seguro de lo que quiere, no caben dilaciones», apostilló él al término de nuestro diálogo.
El proyecto, efectivamente, cuajó casi enseguida. A las dos o tres semanas de aquel significativo encuentro, Dámaso me comunicó que el casamiento se efectuaría a comienzos del verano en Ginebra, donde él había pensado instalarse definitivamente con Solange: me explicó que él era un artista ambulante y que ella en cambio tenía en Ginebra una casa que había heredado de sus abuelos, por lo que era evidentemente más fácil que fijaran allí su residencia.
El tiempo, después de aquello, pareció transcurrir muy deprisa. La primavera en París fue aquel año bastante desapacible: a los días lluviosos les sucedían otros con vientos destemplados que se batían contra los edificios y que gemían de forma alarmante en las esquinas. La boda tuvo lugar el 29 de junio en una iglesia de la ciudad suiza. Yo había pedido permiso en el restaurante de monsieur Artaud para asistir a ella. Me alojé durante unos días en una pensión que había apalabrado Dámaso. El evento fue más pomposo y emocionante de lo que yo presumía; la familia de la novia, según colegí de los trajes y de las galas que lucían en la ceremonia, era de una posición social bastante elevada. Fue para mí un acto muy significativo, pues con él me despedía de un nuevo amigo, aunque esta vez era él quien se separaba de mí. A los abrazos que siguieron a la celebración se sumaron palabras de reconocimiento y promesas de volver a encontrarnos. Igual que me había pasado en ocasiones anteriores, tenía que enfrentarme otra vez a solas con mi destino. La vida era así, una lucha individual por alcanzar siempre algo mejor, algo que nos satisfaga y que nos reconforte de lo que antes hubiésemos sufrido: para conseguirlo había que soportar innumerables contratiempos, como era en aquel caso precisamente la despedida de un amigo, por muy dura o ingrata que fuese. Mientras vivimos, no hacemos realmente otra cosa que despedirnos de muchos de los seres a los que habíamos querido: las circunstancias nos obligan a seguir avanzando, aunque a veces sintamos la tentación de mirar hacia atrás, de volver la vista hacia nuestro pasado, hacia los lugares en los que alguna vez creímos que éramos felices.
De vuelta en París, me hallé con una realidad que aparentemente no había cambiado: yo acudía a mi trabajo con la misma solicitud de siempre, me refugiaba en mi apartamento para leer o escribir, paseaba por los muelles del Sena con la misma parsimonia de antes… Durante varias semanas todo continuó igual, hasta que de pronto empecé a echar de menos a Dámaso: era como si el paso de los días hiciera más acusada su falta, quizá porque la huella dejada por un amigo nunca puede borrarse.  Él había llegado a ser casi para mí como un hermano: entre nosotros dos se había creado tal grado de intimidad que apenas podíamos pasar el uno sin el otro, exactamente como dos miembros de una familia que se necesitan y que se complementan mutuamente; las únicas diferencias que existían entre él y yo se debían a cuestiones de arte, a las visiones que cada uno tenía acerca de lo que el arte nos deparaba. Comprendí de este modo que su compañía me había sido muy beneficiosa, mucho más incluso que la de Miguel o la de Ernesto, posiblemente porque con ellos no había tenido tanta compenetración. Ahora que me faltaba, entendía que su presencia me había dado mucha seguridad, pues sabía que contaba con un interlocutor perfecto, con el cual podía discurrir sobre lo que quisiera. Al no tenerlo ahora, mis pensamientos fluían sin ningún sentido, muchas veces se embrollaban al no disponer de un destinatario concreto: eran soliloquios sin público, discursos que se iban quedando vacíos a medida que se prolongaban en el tiempo.
Pasé el verano, en fin, con más pena que gloria, aunque la escritura me ayudaba con frecuencia a mitigar los sentimientos, haciendo que me olvidara de la realidad aquella para poder trasladarme a la que yo recreaba. Era un esfuerzo que ciertamente me servía para dominar mi voluntad, para dirigirla hacia todo aquello que me pudiera reportar algún bien.
En el restaurante, mientras tanto, yo había conseguido ya cierta reputación, basada siempre en la confianza que desde el principio había depositado en mí su dueño. Como era un lugar muy concurrido, pude allí conocer a personas de muy variado carácter, cada una de ellas distinguida por algún sello peculiar, por alguna cualidad que la hiciera diferenciarse fácilmente del resto. Había un señor muy atildado que venía preferentemente los domingos: solía usar una ropa decimonónica muy bien cuidada que resaltaba aún más su figura. Yo lo había tomado al principio por un escritor, dado mi afán por descubrir ejemplares de la especie en la que ya me incluía. Procuraba servirlo con la mayor deferencia, con atenciones que quizá no hubiese dedicado a otros clientes. El señor, por lo que llegué a comprobar, no hablaba mucho: pronunciaba de una forma seca y desabrida, como si no tuviera demasiado interés en hacerlo. A veces componía un mohín con los labios, un gesto al que no sabía qué significado atribuir; más bien era una señal de abulia o tal vez de desprecio. El tipo podía ser un misántropo, me dije después con cierto desaliento, uno de esos hombres que quizá han sufrido un desengaño y que han optado por no juntarse con nadie, convencidos de que los demás no merecen ningún respeto. Durante algún tiempo lo estuve observando y siempre llegaba a la misma conclusión: todo apuntaba a que realmente era un ser que repudiaba el mundo, un ser que se hubiera refugiado en sí mismo ante la repugnancia que los otros en él causaban. Siempre se sentaba a la misma mesa, en un rincón del local, a veces rodeado por un halo de penumbra que hacía aún más misteriosa e inquietante su presencia, convirtiéndolo casi en un extraño al que hubiese que vigilar. Yo, por supuesto, me reservaba mis impresiones, pues hubiera sido una indiscreción darlas a conocer, sobre todo a monsieur Artaud, que tenía a aquel sujeto por alguien especial.
Todas mis sospechas se disiparon cuando un día habló conmigo con gran confianza. Apenas le hube servido el segundo plato, se dirigió a mí con determinación para preguntarme si yo era español; había empleado una entonación ambigua que más se parecía a la de una afirmación que a la de una pregunta con la que pretendiese satisfacer su curiosidad. Igual que había hecho yo, él también debía de haberme observado durante aquel tiempo, quizá porque hubiera adivinado por mi forma de hablar el lugar del que procedía. Yo no supe al momento qué decir: me quedé un poco desconcertado, como si alguien hubiese descubierto en mí una especie de delito que tuviese que ocultar. Dejé la bandeja que llevaba en la mesa de atrás y con cierta timidez me acerqué de nuevo a él. «Sí, soy español», le dije casi con orgullo, sin titubear. Con gran lentitud, él levantó la cabeza y me miró a los ojos con una expresión muy risueña, como si hubiera acabado de desvelar un secreto. «Yo también soy español», dijo con el mismo descuido que yo había advertido siempre en su pronunciación. «Llevo en París más de treinta y cinco años, me vine huyendo de la situación de mi país», siguió diciendo en francés, sin apartar la vista de mí. Yo me senté entonces a su lado y nos pusimos a hablar con gran camaradería, esta vez en español. Me contó que era de Madrid y que había participado en la política de su tiempo pero que debido a los desbarajustes que se produjeron después de la revolución del 68 decidió salir de España, donde nunca hubiera podido vivir a gusto. Dijo que el siglo pasado había sido desastroso para España y que los acontecimientos posteriores le habían dado la razón. Ante la contundencia de sus afirmaciones, a mí no me quedaba más remedio que asentir, consciente además de que él tenía mucha más experiencia que yo. Casi adopté la actitud de un discípulo que asiste con docilidad a la enseñanza que le transmite su maestro, persuadido de la autoridad con que este lo instruye. Fue más bien una lección de historia la que recibí de aquel insigne exiliado, pues a continuación pasó a contarme todos los avatares de la política española durante el siglo XIX, algunos muy cruentos. Me refirió  que un antepasado suyo tuvo que huir de España también a causa de la represión del régimen de Fernando VII, durante el cual se habían cometido muchos atropellos. Dijo que siempre lo había considerado como un héroe, igual que a otros muchos correligionarios que más o menos habían corrido la misma suerte. Él, en cambio, se había exiliado porque había querido, como un acto de rebeldía ante la falta de responsabilidad y de sentido común que observaba en los políticos españoles. Yo, como discípulo, me limité a decir al final que había sido para mí un placer conocerlo y que estaba de veras muy admirado por su ejemplo.
Otro personaje que a mí no pudo dejar de sorprenderme fue un hombre ya mayor que llegaba siempre ataviado con una capa. Tenía el aspecto de un ser desvalido, de un indigente que se dedicara a pedir limosnas por las calles. A su cuerpo enjuto, casi descarnado, unía un rostro cetrino, con una barba muy abundante que ascendía de forma irregular por sus mejillas; tenía la nariz muy grande, los ojos de un tono aceitunado. A sus ademanes desproporcionados acompañaba con frecuencia una voz gruesa, de resonancias muy graves. Parecía, por toda su estampa, un tipo de otra época, quizá escapado de alguna página literaria, con resabios de viejo conspirador que hubiera optado por vivir de una forma más cómoda.
Solía aparecer este ínclito personaje por las noches, cuando ya quedaban muy pocos parroquianos en el restaurante. Lo hacía con estrépito, dando a conocer su llegada con voces desaforadas, con gestos que no resultaban naturales. Monsieur Artaud, para que no ahuyentara a su clientela, procuraba apartarlo de ella con la familiaridad que ya garantizaba un trato muy prolongado, conversando con él acerca de los temas que más le interesasen.
Con la edad, había dado en creerse digno representante de los legendarios mosqueteros, como a menudo proclamaba. Yo a veces pensaba que lo decía en tono de broma, aunque en otras ocasiones dudaba acerca de ello: daba tantos detalles sobre aquel asunto que uno acababa casi creyendo que hablaba realmente en serio. Sin duda, había leído más de una vez la célebre novela de Dumas, en la que se cuenta la historia de aquellos personajes que él entonces evocaba con tanta nostalgia. «La vida actual –solía decir− está exenta de romanticismo»: le faltaban, según él, episodios novelescos, aventuras trepidantes que la hicieran más entretenida. El mundo caminaba hacia su ruina porque no había nadie que lo impidiera, nadie que esgrimiera su sable contra la caterva de enemigos que lo tiranizaban. Había, ciertamente, muchos poderes ocultos que actuaban en la oscuridad y que conspiraban contra los hombres, males que se infiltraban en las sociedades y que terminaban corrompiéndolas. Él, por supuesto, estaba dispuesto a intervenir: le hubiera gustado ser un mosquetero para luchar contra esas fuerzas desconocidas, contra ese otro cardenal Richelieu que no paraba de urdir asechanzas en las sombras. A mí me recordaba por momentos a don Quijote: igual que él, quería imitar a los protagonistas de una historia que pertenecía a la literatura  y que por tanto no había que confundir con la realidad, sobre todo con la realidad en la que uno se circunscribía. Sin embargo, aquel señor de la capa no estaba loco o no había llegado al grado de perturbación del personaje cervantino: conservaba quizá un punto de racionalidad o de sensatez que lo libraba de la locura. O al menos eso era lo que a mí me parecía.
La siguiente persona a la que voy a referirme no era tan extraña como las anteriores, sino que podía considerarse dentro de la normalidad, según los cánones con los que se dilucidaba la pertenencia a uno de los dos territorios. La conocí cuando ya llevaba varios años trabajando en el restaurante, aunque la primera vez que la vi apenas tuve ocasión de hablar con ella. Fue después, a medida que su presencia se hacía cada vez más asidua, cuando comencé a tratarla con mayor confianza. De cosas más o menos cotidianas pasamos a hablar de asuntos de índole privada, de aspectos que ninguno de los dos habíamos revelado quizá a nadie.
Esta tercera persona era una joven viuda, un poco mayor que yo. Casi siempre iba acompañada de una criada suya con la que parecía congeniar muy bien. Por su forma de vestir y de comportarse, se deducía fácilmente que debía de ser una dama de postín, como después se comprobó al saberse que había heredado un rico patrimonio de su difunto marido. Lo más raro del caso era que apareciera tanto por allí, aunque en opinión de monsieur Artaud sus visitas no obedecían a otro motivo que a su deseo de escapar de la sombría soledad en la que había quedado. Madame Linois, como así se dio a conocer, se había mostrado desde el primer momento como una mujer bastante agradable a pesar de su viudez. Hablaba siempre con mesura, como si no quisiera malgastar las palabras, en un tono que hacía entrever su buena educación. Al principio yo no me había fijado mucho en ella, quizá por el excesivo respeto que me infundía su figura. Sin embargo, poco a poco me habría de dar cuenta de que era verdaderamente muy bella, de facciones muy claras, en las que casi no se podía descubrir ningún defecto. Tenía la tez morena, en consonancia con unos ojos negros que eran el mayor atractivo de su cara, unos ojos grandes que miraban con mucha delicadeza, con un afecto que no sobrepasaba nunca los límites de lo comedido. Su cabello, oscuro y rizado, lo llevaba siempre recogido en un moño muy alto, lo cual acentuaba aún más los rasgos que embellecían su rostro, de un contorno más bien ovalado. Era de estatura mediana, delgada de talle, un tanto airosa en sus movimientos y en su forma de desplazarse.
De todo esto, como es natural, me percaté poco a poco. Mi relación con ella se reducía al principio a palabras de estricta cortesía, a comentarios muy escuetos sobre los platos de comida que le hubiese de poner cuando me tocaba a mí servir su mesa. Casi nunca hablaba ella más de lo necesario, siempre sometida a la línea de discreta austeridad que parecía presidir su conducta. Durante varios meses no cambió apenas nada en el modo de comunicarnos; yo, por mi parte, tampoco me había excedido en lo que debía ser la atención que había de prestar a una clienta. Sin embargo, a partir de cierto instante todo empezó a cobrar un cariz inesperado: ella, quizá animada por alguna circunstancia que yo no conocía, se decidió a hablarme de una forma más expeditiva, sin los miramientos o las precauciones que antes la hubiesen refrenado; lo advertí sobre todo en el interés que mostraba por referirse a asuntos que nada tenían que ver con los que antes nos habían ocupado, como si quisiera hacerme partícipe de lo que ella pensaba. Sorprendido por aquel inusitado cambio, yo me limité a escucharla con la atención que merecía su trato, tratando de aparentar que no me había apercibido de nada.
Esta nueva actitud se fue consolidando con el tiempo: madame Linois siguió contándome cosas que más bien pertenecían a su entorno privado, de las cuales saqué en conclusión que era una mujer bastante sensible que se había visto muy afectada por la muerte del marido. Yo, en respuesta a su confianza, le fui revelando también datos acerca de mi vida, si bien me reservaba algunos que solo comunicaba a las personas con las que tenía una relación más íntima.
Sin darnos cuenta, casi habíamos llegado a ser amigos: con el natural distanciamiento que imponía la posición que cada uno ocupaba, nos habíamos empezado a tratar de un modo cada vez más distendido, con ese fácil acuerdo que se establece entre dos seres que comienzan a conocerse. Era una amistad todavía incipiente, en la que yo creía barruntar anuncios de un sentimiento nuevo, aunque era aún pronto para saber en qué consistía. Ella me había elegido a mí como su principal confidente; cuando llegaba al restaurante, miraba con ansiedad a su alrededor hasta que me encontraba a mí, hasta que me localizaba en un punto concreto del local, donde yo a la sazón realizaba alguno de mis servicios. Aunque todavía me resultaba muy extraño lo que estaba viviendo, no podía dejar de reconocer que madame Linois me atraía mucho más que otras señoras: era una mujer a la que había acabado por tener mucho cariño, posiblemente como resultado del que ella me debía de profesar a mí, un cariño que no se expresaba aún de una manera tangible y que solo se intuía en miradas y en sonrisas que furtivamente se dibujaran en nuestros semblantes, en un gesto tal vez minúsculo que hiciera palpitar alguna fibra sensible del otro.
Un día, sin que yo lo esperara, me invitó a merendar en su casa. Al comienzo lo consideré como una muestra más de su afecto, como una simple correspondencia a todas las atenciones que había tenido con ella: en mi pensamiento no quería dar más importancia a aquello; sin embargo, a medida que se acercaba el momento de la cita, fijado para las cinco de la tarde de un lunes en que yo no trabajaba, mis dudas aumentaban acerca de la verdadera intención que podía albergar madame Linois. Vivía en una lujosa mansión de las afueras de París, en un barrio que en los últimos años había crecido notablemente. La calle en la que estaba situada la casa era una especie de avenida flanqueada de plátanos. Como era a finales de otoño, las aceras se hallaban cubiertas de hojas, todas ellas de un color pardo o de un marrón oscuro, casi ya corrompidas por las abundantes lluvias que habían caído. La mayoría de las casas eran enormes, con los tejados de pizarra. La de madame Linois estaba rodeada de una verja que tuve que franquear para llegar hasta la puerta. Salió a abrirme la misma señora que solía acompañarla en sus visitas al restaurante, esta vez ataviada con una cofia blanca. Con una cortesía exquisita, me hizo pasar al salón, donde ya me aguardaba madame Linois, sentada en un canapé muy elegante, frente a una mesita de caoba sobre la que ya estaba preparada la merienda. Tras saludarla como correspondía, yo tomé asiento en un sofá que había al otro lado de la mesita, un poco envarado por todo lo que allí me rodeaba, sin duda excesivo para el nivel de vida al que yo pertenecía. Obligado por las circunstancias, traté de comportarme durante los primeros instantes del modo que creía más adecuado al sitio donde me encontraba. Madame Linois, una vez que nos quedamos solos, procuró dirigirse a mí de una manera más franca. Se refirió al principio a lo que estábamos merendando: se trataba de algo frugal, presentado con mucho gusto; me explicó que el té era inglés  y que los dulces habían sido fabricados por la mejor pastelería de París, en un antiguo obrador que ella conocía desde que era niña. Yo, de una forma un poco afectada, le dije que había sido para mí un placer aquella invitación y que me parecía todo muy rico y muy bien combinado. Ella sonrió, satisfecha de lo que acababa de oír. Aquella tarde vestía un traje de muselina azul, con una manteleta gris echada sobre los hombros. Su cabello, peinado con menos rigor que de costumbre, confería a su rostro un aspecto totalmente nuevo, quizá una cierta concesión a la ligereza o al abandono que la hacía parecer más mundana, con un aire menos reservado que el que había tenido siempre. Su mirada, antes discreta, había perdido en apariencia el pudor que la contenía: sus ojos, en vez de volar sobre los objetos a los que se hubiesen dirigido, se posaban ahora con resolución sobre ellos, como si de ese modo consiguieran subyugarlos bajo su dominio. Había tal vez algo premeditado en su actitud, un deseo constante por agradar, por sorprender a quien todavía no la hubiera conocido por completo. Su voz sonaba ahora tensa, sin la dulzura que antes la había caracterizado; hablaba a veces con premura, con una impaciencia imprevista, como si quisiera decirlo todo al mismo tiempo, como si no controlara en esos instantes el orden de sus pensamientos. Yo me quedé callado durante un buen rato, en espera de que ella fuera exponiendo con aquella precipitación sus ideas; de vez en cuando asentía en señal de que la atendía, especialmente cuando notaba que algún pedazo de hilo de su embrollado discurso quedaba suelto o no acababa de encajar en el conjunto. Cuando ya parecía que había terminado de hablar, volvió con renovado ímpetu a manifestar lo que quería, de la misma manera que ocurre con el salto de una corriente cuando un obstáculo se interpone en su curso. En la segunda parte de su intervención procuró ser más directa, pues en lugar de referirse a cosas banales habló sin ningún tipo de ambages de la relación que manteníamos. La calificó de muy cordial, al menos hasta aquel momento: se trataba de una amistad muy sincera, dijo, de una amistad en la que no podía haber engaños, ni suspicacias o malentendidos que la pusieran en peligro. Confiaba en mí desde el primer día que habló conmigo, me declaró sin titubeos, atenta a la reacción que en mi semblante pudiera vislumbrar. Yo comenzaba a advertir, a aquellas alturas, que se expresaba cada vez con más soltura y que su discurso, después de aquel salto, había adquirido una marcha más regular, quizá porque estaba ya muy próxima su desembocadura.
Prevenido por esta sospecha, adopté una actitud defensiva y, en vez de arriesgar en un terreno que yo no conocía, preferí reservar mis armas para utilizarlas en un posterior ataque, cuando viera con más claridad las posiciones que ella ocupaba. Como prueba de que no había huido, solo comenté que su compañía me resultaba muy agradable y que de veras no merecía el trato que me dispensaba.
Pero Silvie, que tal era su nombre, no renunció nunca a la batalla y, aprovechando las palabras de galante cumplimiento que yo le había dirigido, pasó a asediarme con frases todavía más atrevidas y con miradas que parecían dardos incisivos. Me llegó a decir que después de su marido no había conocido ella a ningún hombre tan interesante como yo: su relación, pues, no se quedaba ya en la mera amistad, sino que había algo más en ella, algo que quizá hubiera que definir con otro nombre.
Con una habilidad que a mí mismo no dejaba de sorprenderme, logré en los siguientes minutos desviar la conversación hacia otros asuntos, hacia temas mucho menos comprometedores. Le hablé, por ejemplo, de mi afición al arte y a la literatura, sobre la que ella ya tenía alguna noticia. Le revelé que uno de mis principales sueños era el de convertirme algún día en un escritor importante, en un escritor que fuera famoso no por sus éxitos de venta sino por la calidad de su obra, por todos los valores que ella atesorara. Le dije que el ser humano se medía por el alcance de sus proyectos, por el impulso con que acometía sus actos.
Aquello no fue más que una pausa, ya que en cuanto yo callé Silvie comenzó a atacar de nuevo, esta vez con una decisión irrevocable, dispuesta casi a morir en el empeño. Je t’aime, me dijo al cabo de una serie de frases, como si fuera aquella la prolongación natural de su discurso, interrumpido por todas las consideraciones que yo había realizado.
Me vi tan turbado que llegué a ruborizarme.  Para salir de mi apuro, traté de sonreír, como si con aquel gesto manifestara de algún modo mi consentimiento ante lo que acababa de escuchar, al tiempo que me reservaba también mi opinión. Ella debió de reparar en mi azoramiento y de improviso se levantó con la intención de dar por concluida la merienda. Yo, como era natural, hice lo mismo, sin salir todavía de mi anonadamiento, con la vista fija en un ventanal que daba a la calle. Je suis enchantée, me dijo con inopinada dulzura, casi a un paso de mí. Moi aussi, balbuceé, parado ante ella, sin saber lo que me había de deparar finalmente aquella situación. Silvie se acercó aún más, mi corazón palpitaba con fuerza, casi se podían oír sus latidos. Yo seguía mirando hacia el ventanal, Silvie tenía los ojos clavados en mí. Esperaba un nuevo atrevimiento, quizá el roce de una mano, cuando de pronto sentí sus labios sobre los míos. Fue un beso muy tierno, quizá el más tierno que hubiese recibido nunca.
Me vi arrastrado desde aquel día, conducido a un punto en el que no era dueño de mis actos, en el que mi conciencia se eclipsaba para dar paso al sol radiante de mis sentimientos. Vivía enajenado, pendiente solo de la impronta que había dejado Silvie en mis pensamientos: el recuerdo de aquel beso me perseguía, sentía todavía su huella palpitante en mis labios. Silvie era, sin duda, una mujer que reunía mucho encanto, nacido del conjunto de sus cualidades, del extraño atractivo que irradiaba de su cuidada belleza. El hecho de que ella me amara, como me lo había demostrado, era para mí todo un honor, ya que yo no era más que un pobre hombre a su lado, un simple camarero de un restaurante que se declaraba aficionado al arte y a la literatura; ella, por el contrario, era una señora que pertenecía a una clase social de notable altura, dueña de unas posesiones con las que podía sentirse muy segura en la vida. Si era verdad que me quería y que pretendía mantener una relación formal conmigo, estaba claro que para mí estaría ya todo resuelto, habría llegado casi sin intentarlo a la cumbre de mi fortuna. En mis ensueños, me veía ya como un caballero, noblemente vestido, con un lacayo que estuviera dispuesto a servirme en todo momento. A veces me dejaba seducir por esta idea: pensaba en escenas o en actos a los que me había de conducir mi nuevo estado, en el cual yo no tenía ya ninguna necesidad que me apremiara.
Tuve dos o tres encuentros más con ella, en los que pude comprobar de nuevo el enorme afecto que me tenía: al beso inicial le sucedieron otros no menos emocionantes, casi siempre precedidos de palabras o de gestos muy sugerentes, con los cuales anunciábamos el inmenso placer que casi ya presentíamos, el infinito goce que cabía en tan solo unos instantes, en unos breves segundos en que nuestras bocas se juntaban, atraídas por el gran amor que nuestras almas sentían.
Yo viví unos días de extraordinaria dicha: para mí el presente era ya un futuro espléndido, pues a todas horas estaba pensando en él, lo imaginaba con todos los atributos con los que se puede adornar la felicidad, una felicidad que yo compartía con la mujer que el destino tenía reservada para mí, en un lugar de Francia que yo jamás hubiese sospechado, en una mansión decimonónica, rodeado de lujos y de comodidades, una vida fastuosa que me había de evitar los disgustos con los que normalmente se presenta la existencia, un camino el mío que ya discurriría por un terreno menos escabroso, por unos parajes que harían mucho más amena mi marcha.
En mis sueños de aquel tiempo me veía transportado a un mundo idílico, nunca turbado por los indicios de inquietud que presagian una pesadilla.  A veces soñaba que caminaba acompañado por unos seres fantásticos, en los cuales podía distinguir por momentos rasgos de personas conocidas. Curiosamente, nunca se me aparecía Silvie, a la que yo no dejaba de invocar cuando estaba despierto; era, por el contrario, Ana quien surgía en muchos sueños de repente, envuelta quizá en un halo de misterio, como si regresase de un sitio muy remoto, una figura silente que en ocasiones se detenía junto a mí para sonreírme con dulzura o para acercar su boca a la mía hasta rozarla suavemente, dejando en mí la misma sensación que yo había tenido cuando Silvie me besó aquella vez en su casa, como si yo ahora las confundiese a las dos por efecto de aquel mismo contacto, quizá porque en el fondo nunca nos olvidamos de la primera persona a la que amamos, siempre la estamos reemplazando por otra, colocamos en su lugar a alguien que la sustituya, alguien que pueda depararnos la misma dicha que experimentáramos al principio. Todos, sin excepción, estamos faltos de consuelo, faltos de un complemento que acabe de dar sentido a nuestras vidas. Es muy rara la gente que se basta a sí misma y que no necesita por tanto que los demás la auxilien o la animen. El único asidero que no falla, para aquellos que lo han encontrado, es Dios: según cuentan los que de verdad lo conocen, es el mayor bien que uno puede tener, un bien que se ha de conservar con mucho cuidado para no caer en la tentación de cambiarlo por otros que son perecederos, por placeres de corto alcance que muchas veces engañan y convencen a los que están desprevenidos.
Quizá el romance que tuve con Silvie fue uno de ellos. Lo digo ahora, después de que haya pasado mucho tiempo, cuando ya las cosas no se ven de la misma manera. En aquellos días, sin embargo, me costó bastante dolor aceptar que aquel amor tampoco podía ser para mí. Una tarde, cuando ya todo parecía indicar que nuestro noviazgo estaba formalizado, Silvie me citó nuevamente para decirme algo muy importante, según me había escrito en una nota que me había entregado por la mañana la criada en el restaurante. Acudí, como no podía ser de otro modo, puntual a la cita. Ella me aguardaba en el salón, sentada en el sofá que yo había ocupado otras veces, con la cabeza reclinada en el respaldo, como si no se encontrase bien. Al verme llegar, se incorporó con rapidez e hizo un leve movimiento de aproximación hacia mí. Yo iba a saludarla como siempre, con un breve apretón de manos, pero me di cuenta de que rehuía el contacto y no quise forzarla a hacer algo que tal vez no deseaba. Tomé asiento en el canapé, enfrente del sofá en el que ella ahora se hallaba: parecía, con aquel cambio de lugares, que se hubiesen invertido los papeles y que yo fuese ahora el protagonista, el personaje central de aquella escena. Esta vez no me había llamado Silvie tampoco para merendar; simplemente quería hablar conmigo, como muy pronto recalcó, en cuanto pasó a referirse a la intención que la movía aquella tarde. Tenía especial interés en que yo la supiera, aunque para ello aún había  de anticiparme algunas consideraciones, quizá para que estuviera prevenido para lo que me habría de comunicar después. Yo notaba en su rostro una expresión extraña, la expresión de alguien que ha madurado mucho un proyecto y que no se atreve después a darlo a conocer, tal vez porque algo lo retiene en el último momento, una duda que no acabara de disipar, un sentimiento de culpa que lo acuciara en los instantes finales, cuando ya casi se aprestaba a obrar como hubiese imaginado. A veces vacilaba para decir lo que pretendía, se enredaba en excusas que no tenían ninguna lógica, en explicaciones que carecían de sentido, igual que el niño que quiere justificar un determinado comportamiento e inventa mil embustes que lo avalen. Repetía en tono condolido que ella no deseaba hacerme ningún daño, de lo cual yo deducía que nada bueno intentaba decirme. Sus ojos habían perdido el brillo que los embellecía: miraban con tristeza, como si pesara sobre ellos el recuerdo de una experiencia muy desagradable. Je ne sais pas, decía a modo de muletilla, como una fórmula que la salvara de pronunciar frases más decisivas. Durante varios minutos yo divagué sobre aspectos relacionados con mi vida, sobre asuntos a los que no parecía dar demasiada importancia, como si le concerniesen en realidad a otra persona, con la que yo además apenas me tratase. Tal pausa permitió a Silvie reanimarse para exponer su objetivo: sin ningún tipo de rodeos, me confesó que se acordaba todavía mucho de su marido y que no estaba dispuesta a traicionar su memoria. Por fidelidad a lo que sentía, se veía obligada a cortar la relación que había mantenido conmigo. Se trataba de una decisión muy costosa, en la cual había reparado mucho durante los últimos días: suponía para ella un enorme pesar tener que decírmelo; me había querido como a un amigo, durante algún tiempo había creído incluso que podía profesarme un amor muy parecido al que había sentido por su marido; pero se había dado cuenta finalmente de que todo aquello no era más que una quimera, una ilusión que fatalmente no se cumpliría. Amar por obligación no era de ningún modo aconsejable, opiné yo sin poder disimular mi turbación, desviando la vista hacia el suelo, donde parecía descansar de la tensión a la que había estado sometida. El amor tenía que ser libre, reflexionó Silvie al hilo de aquello, satisfecha de haber resuelto por fin el problema que tanto la agobiaba. Era una conclusión a la que ella quizá no hubiese llegado, una conclusión que casi servía para dar por terminada aquella conversación tan importante.
Los dos nos despedimos después de una manera muy fría, como si aquellos besos que nos habíamos dado jamás hubiesen existido, borrados de golpe por el viento atronador de un desengaño muy profundo.
Nunca más volví a verla. Con el paso de los años, Silvie se convertiría para mí en el prototipo de una mujer imposible, en un sueño que habría de dejar en mi mente un recuerdo cada vez más difuminado.


















4




Con veinticinco años, yo había vivido ya bastante: acumulaba tantas experiencias que casi creía que no me faltaba ya ninguna para completar la visión que tenía sobre el mundo, una visión amplia y variada que se había ido creando a lo largo de diversas etapas, cada una de ellas con unas características distintas, con una dificultad nueva que yo había de superar de una manera adecuada, según los conocimientos que ya hubiese adquirido. En la vida lo que cuenta no es el valor con que se acomete una determinada circunstancia, sino lo que se aprende de cada vivencia, especialmente si esta lleva aparejada una derrota, la pérdida de algo que hubiésemos estimado de una forma desmedida.
A los tres meses de aquella cita desafortunada con Silvie, ocurrió que hube de cambiar de oficio. Aunque parezca extraño, el causante de este inopinado cambio no fui yo, sino que fue el propio monsieur Artaud, quien tuvo a bien premiar mis méritos literarios entregándome en manos de un eximio escritor. Lo había conocido a través de un amigo que estaba muy bien situado en el mundo de la cultura, según me explicó el día en que me había de presentar ante él. Como disfrutaba de una excelente posición en la república de las letras, no se le ocurrió a mi patrón mejor idea que ofrecerle mis servicios como secretario, para los que según él yo me hallaba extraordinariamente preparado. Fue tanto el encomio que le hizo de mis cualidades que el escritor no dudó en contratarme; por lo visto, casi le agradeció a monsieur Artaud que se lo hubiese propuesto, pues muchas veces se había sentido desbordado por no poder atender todos los asuntos que su trabajo generaba, muchos de ellos de carácter administrativo, de los que él quería precisamente zafarse para dedicar más tiempo a la escritura.
La impresión que me causó mi nuevo dueño, por así llamarlo, fue bastante agradable, pues en su comportamiento se echaba de ver que era una persona muy educada y atenta: en cuanto observaba que me faltaba algo, acudía a mí solícito para proporcionármelo; a veces incluso tenía la sensación de que era yo más bien quien había de ser servido, el sujeto del que otros debían ocuparse. Tanto era su empeño en verme contento que yo me convencí de que tenía que mostrarme siempre feliz, de acuerdo con los principios en los que él parecía haber fundado nuestra relación. Era alto y desgarbado monsieur Ronsard, con la barba cana y el pelo blanco, la nariz prominente, los ojos de un azul muy claro, a punto de cerrarse por el peso de los párpados. Hablaba por lo general con mucha calma, como si saborease las palabras en la boca antes de ser pronunciadas, como si las retuviese un momento para probar su acento o para calibrar el alcance de su significado. Le gustaba vestir de un modo informal, a veces con cierto aire de bohemio redomado: según decía, evitaba de esta manera la esclavitud que suponía atenerse a un protocolo muy estricto; si la gente lo admiraba, no era verdaderamente por su vestimenta, sino por los valores que encerraban sus libros.
Con el tiempo descubrí, sin embargo, que su principal defecto era el de no mirar otra cosa que lo que competía a su ejercicio literario: cuando estaba inspirado, no quería que nadie lo molestase; si yo me acercaba para cumplimentar cualquier favor, casi me tomaba por un intruso al que debía amonestar, me hablaba incluso en un tono airado, con el gesto constreñido por el furor, por el disgusto que le ocasionaba tener que interrumpir su trabajo. Permanecía en este estado de ira latente hasta que daba por concluida su tarea, hasta que el genio ya se le agotaba después de cuatro o cinco horas de gozosa labor, porque estaba claro que cuando se ponía así con los demás era porque él disfrutaba con lo que hacía.
Yo, que también me las daba de escritor, hice un esfuerzo por entenderlo, aunque la verdad era que a mí no me había pasado nada semejante; cuando yo escribía, no necesitaba concentrarme tanto, solo me bastaba con seguir un hilo que partía de mi interior y que daba vueltas en torno a mi actividad consciente. Tomé aquello como una manía a la que tenía que acostumbrarme pronto, una manía que no era motivada por el hecho de que monsieur Ronsard escribiera, sino por el modo particular con que él lo hacía, muy diferente del que otros practicábamos.
No fue en realidad muy complicado conseguirlo; lo único que hube de hacer fue evitar su trato en los momentos en que duraban sus deliquios literarios, muy abundantes desde que se vio más libre de cargos.
En todo lo demás se seguía mostrando monsieur Ronsard como una persona muy cortés, capaz de caer en detalles que quizá hubieran pasado desapercibidos para otro. Yo, como era natural, le debía estar agradecido por lo que por mí había hecho, aun cuando hubiera tenido que soslayar las cosas que me habían resultado más enojosas. Él, que era bastante perspicaz, sabía apreciar el esfuerzo que realizaba para adaptarme a su mundo y, con el fin de corresponderme, se ponía muchas veces a hablar conmigo de literatura, sobre la cual discurríamos los dos de una forma muy prolija. De acuerdo con su papel de maestro, me instruía sabiamente sobre lo que había de hacer para escribir cada vez con más soltura. Me dijo, entre otras cosas, que para lograrlo tenía que desechar al principio mucho: «El escritor no se distingue por lo que escribe, sino por lo que ha ido eliminando mientras trabajaba en ello», recuerdo que me explicó en cierta ocasión, orgulloso del influjo que podía ejercer en su discípulo.
Yo abandoné por aquel tiempo mi apartamento para trasladarme a vivir con monsieur Ronsard, que residía en un piso de la rue de Saints-Péres desde hacía muchos años. Como los dos estábamos solteros, no había realmente ningún inconveniente para que compartiéramos la misma residencia. El piso era además muy amplio y estaba por lo general muy bien iluminado; la pieza que más me gustaba era el salón, donde disponía de una inmensa biblioteca. Él solía trabajar en un rincón de la estancia, sobre una mesa que estaba casi siempre atiborrada de libros, muchos de ellos pertenecientes a ediciones muy antiguas. Una de las curiosidades de monsieur Ronsard era su preferencia por la literatura del romanticismo; con la contemporánea se mostraba siempre muy selectivo, pues apenas salvaba de ella unos cuantos títulos. Por el hecho de ser español, a mí me tenía en un alto grado de estima, ya que era un ferviente adorador de El Quijote, decía que no existía en el mundo una obra más importante, una obra que ya contenía un gran componente romántico.
Cuando no escribía, a monsieur Ronsard le daba por pasear por el piso: de un extremo de la vivienda se desplazaba hasta el otro, siempre sorteando obstáculos, a veces apoyado en un bastón que solo le servía para ir tanteando el suelo, al modo de un invidente que tuviese que abrirse paso por un sitio que desconoce. Yo lo observaba desde un sofá, al tiempo que también escuchaba lo que me decía, por lo común relacionado con los argumentos de sus libros, con los episodios que hubiera de escribir dentro de poco. Parecía como si necesitara la presencia de un interlocutor para aclarar sus ideas, para pensar mejor la forma de llevarlas a cabo. Casi nunca me consultaba, simplemente me hablaba de lo que creía más conveniente; cuando dudaba, volvía una y otra vez sobre el mismo punto, hasta que al final hallaba la solución. Si no tenía nada que decir sobre ello, se distraía discurriendo sobre sí mismo: fue así como me enteré de gran parte de su vida; me la contaba siempre de manera fragmentaria, siguiendo un orden impreciso, a impulsos de una voluntad antojadiza. Había nacido en una aldea de los Alpes, donde había transcurrido casi toda su infancia. Decía que era este un tema recurrente en la mayoría de sus libros, la evocación de un paraíso que hubiera perdido: para él, la felicidad residía allí, en un lugar de su pasado que él revestía siempre con el velo ideal de una inmarcesible belleza;  en un entorno presidido por colosales montañas, cuyas cumbres aparecían casi siempre cubiertas de un manto de nieve, él pudo hacer realidad todos los sueños que se acumulaban en su imaginación, sin los límites que a veces se imponen en otros contextos más civilizados. Un tío suyo, que era rico, lo sacó de allí y lo llevó a un internado de Lyon, donde recibió todas las instrucciones que a su edad le hacían falta. Lo que más le atrajo, ya desde el principio, fue la lectura; se hizo escritor porque él quería hacer lo mismo que los autores a los que más admiraba. Aseguraba que en su adolescencia era muy soñador; a causa de su ingreso en el internado se había vuelto huraño y retraído, siempre reacio a comunicarse con sus compañeros. Esto, según él, acentuó aún más sus ganas de escribir, pues de esa manera se refugiaba en el mundo que procuraba recrear, un mundo muy alejado del que le presentaba la realidad, poblado por seres que siempre tenían algo de salvaje. Todos lo consideraban entonces como un tipo muy tímido, al que le costaba mucho relacionarse con los demás; sus propios profesores trataban de corregirle este defecto, conminándolo muchas veces a salir de su ensimismamiento; alguno afirmaba que si continuaba así lo más seguro era que habría de tener serias dificultades en su futuro, pues un muchacho tan pudibundo contaba con muy pocas posibilidades de salir adelante en la vida. Monsieur Ronsard, sin embargo, no hizo caso nunca de tan negros vaticinios, convencido como estaba de que lo que hacía era precisamente lo que más le convenía en aquellos momentos. Me dijo que la escritura lo salvaba además de caer en la depresión: si no se hubiera dedicado a ella, posiblemente no hubiese tenido otro camino, ya que en aquel ambiente era muy difícil sobrevivir si uno no se aferraba a unas creencias muy firmes. Después del internado pasó a la universidad, donde completó dos cursos de Filosofía. Su lado inquieto no le permitió terminar la carrera y lo condujo a otros sitios. A esas alturas era ya independiente y podía gozar de sus primeros triunfos como escritor: después de publicar varios cuentos en una revista, su reputación había crecido mucho en los medios literarios; se había convertido en un joven muy prometedor que todo el mundo se disputaba. Una editorial le ofreció pronto un proyecto, que él no dudó en aceptar para garantizarse la subsistencia durante un largo periodo. Decía que él no buscaba entonces la fama, solo pretendía situarse en una sociedad regida por una gran competencia: la fama era algo secundario, un premio quizá añadido al reconocimiento que podía alcanzar uno. Fue aquel un proyecto muy ambicioso, con el que consiguió publicar sus primeras novelas, todas ellas escritas con la seguridad que le deparaba el contrato que ya había firmado con la editorial. Me confesó que de ninguna de ellas se sentía satisfecho, quizá porque le había faltado ese fondo de incertidumbre que siempre se precisaba para que la creación literaria pudiera dar unos frutos duraderos. «Lo que hace al artista es la precariedad», manifestó más de una vez con gesto meditativo, saboreando las palabras en la boca antes de decirlas. Lo mejor de su obra llegó después, cuando se encontró de veras consigo mismo, sin los condicionantes que habían pesado entonces sobre él. Fue un tiempo muy fructífero que prácticamente se prolongaba hasta la actualidad, cuando él se hallaba ya en una edad madura, casi terminal, pues a los setenta años, que eran los que tenía, no se podía esperar ya que se obtuviesen grandes resultados.
Monsieur Ronsard, que leía a veces lo que yo escribía, me aconsejaba continuamente que me embarcase en una novela. Decía que todo lo que había escrito hasta entonces estaba muy bien pero que aún tenía que superar una prueba mayor, como era la de afrontar una empresa mucho más complicada, en la que era necesario desplegar todo el talento que atesoraba uno. Ante su insistencia, yo le dije en cierta ocasión que no me veía preparado para ello, pues no se me había ocurrido aún ninguna historia que pudiese merecer realmente la pena. Él adujo entonces que solo bastaba con que reuniera los materiales que yo mismo tenía almacenados en mi cabeza, algunos de ellos tal vez escondidos en el subconsciente. «Cuando no tengas nada que contar, busca en tu pasado, en todas las cosas que te han sucedido desde que tienes memoria; busca también en el pasado de los que te han precedido, en las historias que a ti te han contado cuando eras pequeño, en las leyendas que en torno a tu lugar de origen existen: yo estoy seguro de que encontrarás los materiales necesarios para componer una novela», me dijo.
Con cierto miedo inicial, me aventuré a escribir sobre mis primeros recuerdos de la niñez. Comencé con el que conservaba de mi madre, cuando yo me quedaba en la casa con ella después de que mi padre se hubiera marchado con mis hermanos a la vega. Siempre hay que partir de un punto para iniciar una novela, aunque después uno tenga que volver necesariamente a un instante anterior. Elegí sin duda aquel porque me parecía más significativo, el momento en que yo me veía solo con mi madre, amparado por su inmenso cariño, por su tierna solicitud de mujer entregada al cuidado de sus hijos; como yo era el menor, todas sus atenciones estaban concentradas en mí en aquel tiempo. Puede que sea, efectivamente, un punto decisivo en mi vida, en el cual yo me sentía en una felicidad sin límites, propiciada por las caricias de unas manos que se posaban con mucha suavidad en mi pelo y que a veces me pellizcaban las mejillas o me apretaban el mentón para acompañar unas palabras de inefable afecto. Como argüía en más de una ocasión monsieur Ronsard, quizá lo que nos insta a escribir es el sentimiento de haber perdido una dicha que teníamos, la sensación de haber sido expulsados del paraíso en el que alguna vez vivimos. Con mi ingreso en la escuela, yo me vi separado inevitablemente del calor materno, de aquel rincón de mi infancia que yo había convertido en mis sueños en un pedazo de edén en el que yo era inmensamente dichoso. La historia que empecé a escribir partía, pues, de aquel lugar, de aquella sensación de bienestar que a mí me embargaba entonces. Lo que vino a continuación no fue sino el agrio recuento de un desahucio, del que yo traté de salvarme abandonándome en brazos de mujeres que podían proporcionarme un amor quizá parecido al que me había dado mi madre.
Con monsieur Ronsard asistí, como era natural, a muchos actos culturales. Aunque él no era partidario de este tipo de fastos, muchas veces no tenía más remedio que acudir a ellos, sobre todo cuando era requerido por algún asunto relacionado con sus libros. Yo lo acompañaba en calidad de secretario aunque él, con la afabilidad que lo caracterizaba, solía presentarme como un digno aspirante al oficio que él desempeñaba: decía que no me faltaban cualidades y que en un futuro no muy lejano yo confirmaría con creces sus entusiastas previsiones.
En ningún ambiente se encontraba monsieur Ronsard más a gusto que en el de una tertulia a la que asistíamos de vez en cuando. Se celebraba esta en el cuarto de atrás de una conocida vivienda, cuyo dueño era uno de los más destacados miembros de aquellas reuniones. Todos los que allí acudían eran escritores o artistas, algunos de ellos venidos de países extranjeros, como tuve ocasión de comprobar yo mismo cuando me encontré con dos o tres que procedían de España. Monsieur Ronsard, animado con lo que allí se hablaba, era uno de los que más intervenía en las tertulias: frente a las opiniones que más se esgrimían , era la suya casi siempre una voz disconforme, escuchada por lo general con mucho respeto y atención por todos los presentes, de lo cual se infería fácilmente que ejercía allí una autoridad indiscutible.
La mayoría de aquellos artistas y escritores eran fieles seguidores de las nuevas tendencias, entre las que apuntaban ya movimientos que habrían de causar una gran ruptura en el mundo de la cultura. Como casi todos eran más jóvenes que monsieur Ronsard, era hasta cierto punto natural que quisieran ser más modernos y adelantados en sus proclamas artísticas, como si lo adelantado y lo moderno fueran ya de por sí condiciones suficientes para triunfar en el ámbito en el que ellos se movían. Lo viejo era, por el contrario, caduco y deleznable, incapaz de producir ya nada duradero: la belleza era para ellos cuestión de ingenio, algo que forzosamente se había de realizar con elementos nuevos, con creaciones que no dejaran de sorprender a los destinatarios habituales del arte o de la literatura.  En sus maneras de vestir y de actuar también querían ser distintos: yo notaba en sus poses, como ya lo había advertido en Madrid con otros creadores, cierto componente afectado, como si el hecho de ser originales llevara ya implícita una imitación de las cosas que eran necesarias para conseguirlo. Todo era repetición, juego ya aprendido, una forma de solazarse con la especulación literaria o artística. Algunos, siguiendo esta línea, eran más procaces o atrevidos: en su intento por defender un punto de vista, proferían voces o lanzaban denuestos contra sus supuestos enemigos, contra los detractores de la escuela a la que ellos pertenecían. Lo hacían principalmente cuando estaban bebidos, porque en aquellas reuniones era bastante común que la gente tomara más alcohol del aconsejable, en especial entre aquellos que eran ya asiduos de ellas. Pronunciaban entonces discursos muy animados, con ocurrencias y diatribas que quizá en otros momentos no se hubieran dicho. Jacques, un tipo muy enjuto, con la cara salpicada de granos, era quien más descollaba en tales peroratas, todas ellas ribeteadas con algún chiste o con alguna anécdota escabrosa que hacía estallar en forma de grandes risotadas a casi todos los demás. Yo, por supuesto, me mantenía al margen de estos escándalos, a los que habría tenido por vulgares si no hubiera sido porque eran causados por una gente tan ilustrada.
Monsieur Ronsard, cuando hablaba, procedía de un modo muy distinto, pues él aunque bebía nunca llegaba a extremos tan reprobables. En su discurso lo que más cautivaba a su auditorio era su contenido, las ideas por las que él se regía en los juicios que le merecía el arte literario. Como ya he destacado, en sus gustos se remontaba a la época en que reinaba el romanticismo, una época muy diferente de la que entonces en Europa se vivía, contagiada de un espíritu moderno que pretendía en gran medida acabar con lo antiguo. Para todos debía de parecer monsieur Ronsard un ser anacrónico, defensor de unos criterios que ya no podían tener ninguna vigencia; sin embargo, como admiraban su literatura, no les quedaba más remedio que admitir que buena parte de razón tendría cuando era capaz de escribir tan excelentes obras. «El romanticismo, señores, es la clave para entender nuestro siglo», era una de las frases que más repetía en sus intervenciones, siempre con la voz engolada, tratando de abarcar con su mirada a todos los oyentes. «Víctor Hugo es el padre de la modernidad», proclamaba con todas sus fuerzas.
Después del cambio de domicilio, a mí se me ocurrió que debía escribir otra vez a los míos para que lo supieran. Lo hice ahora en un tono neutro, casi como si se tratara de una mera esquela de cumplimiento, con la cual solo quería no perder el contacto que con ellos había tenido. La relación con mi familia era algo que yo no deseaba perder, por más que hubiera pasado por situaciones muy críticas, especialmente a raíz de la enfermedad de mi madre: no era bueno que cortase los lazos que me unían con ella, lazos que yo sentía incluso fluir por mi sangre, como unos humores que formaran la parte más íntima de mi vida. Ya conté que yo seguía creyendo que el espíritu de mi madre continuaba alentando en mí: era un impulso muy suave que percibía en mi interior, una especie de caricia que se expandía por mi alma como una ola de indecible ternura. Por aquel tiempo a mí no me movía ningún resentimiento, sino que todo lo perdonaba a quienes habían sido los seres que yo más había querido en el mundo: si había albergado algo contra ellos, ya lo había desterrado de mí con la resolución de quien rechaza un estorbo demasiado enojoso. El mayor lastre que uno puede tener son sin duda los rencores que guarda contra las personas que a su juicio le han causado algún mal: es una rémora muy pesada que impide abrigar proyectos más ambiciosos, una rémora que condiciona notablemente la actividad del espíritu, obligándolo a permanecer sujeto al suelo del materialismo, a los oscuros quehaceres de una existencia muy rutinaria. Yo quería entonces reconciliarme con mi padre y con mis hermanos: quería que ellos me perdonaran si tenían alguna queja contra mí, si seguían pensando que era yo quien había ocasionado con mi ingratitud el terrible mal que había acabado con la vida de mi madre.
Después de varios meses de espera, empecé a considerar la posibilidad de que esta vez no recibiría ninguna respuesta. Aunque desconocía los verdaderos motivos de aquel largo silencio, intuía que en mi familia tal vez yo había terminado por ser un proscrito, una persona a la que había que tener alejada por su mala conducta, un desterrado al que ni siquiera se debía atender para que fuera más aguda su pena.
He de confesar que tardé en reponerme de aquello, pues para mí resultaba mucho más dura aquella ausencia de respuesta que cualquier otro castigo que se me infligiera. Era como un desprecio que caía sobre mí sin merecerlo, como una señal de ignominia de la que me costaba mucho desprenderme. ¿Qué había hecho yo?, me preguntaba muchas veces cuando estaba solo, cuando paseaba por los mismos sitios que tanto me habían gustado en otra época. ¿Por qué se me trataba así, qué se esperaba de mí?, continuaba interrogándome con dolor, casi con desesperación. Lo que uno hacía era mal interpretado por otros, obedientes a criterios que habían sido grabados para siempre en sus conciencias, criterios tal vez erróneos por los que reprobaban los comportamientos que no se ajustaban a ellos. 
No sé el tiempo que hubo de transcurrir para que yo me sintiera mejor, quizá siete u ocho meses, durante los cuales traté de disimular mi desazón ante monsieur Ronsard. Para mitigarla, muchas tardes me ponía a escribir: era un modo de alejarme de la realidad, un modo de adentrarme en un mundo que solo yo reconocía, construido con los restos que habían quedado de mi pobre vida, recuerdos que todavía pululaban por mi mente con la insistencia de obsesiones que no terminan de desintegrarse.
Cuando por fin acabó aquel periodo tan ingrato, París volvió a sorprenderme casi como al principio. Era primavera, y París renacía de las oscuras huellas dejadas por el invierno, de los velos de sombra con que se desplomaban los días en los meses anteriores. Descubrí una luz nueva que aleteaba en el aire, una luz quizá más ancha que cabrilleaba sobre los edificios más altos de la ciudad. Parecía como si todos los colores tuvieran un mayor resalte bajo su influjo, una tonalidad que tal vez nunca se hubiera advertido: el azul del cielo semejaba una vaporosa tela de seda; el verde de las arboledas tenía un brillo muy intenso, como si hubiera sido revestido de un barniz especial; el agua del Sena refulgía con los numerosos destellos que se deslizaban sobre sus ondas. Sin duda, París era una ciudad que se presentaba muy pintoresca, con marcados contrastes entre las diferentes estaciones del año, a veces entre distintos momentos de un mismo día. Para mí su encanto nacía de la relación íntima que cada uno podía tener con ella: para un espíritu sensible como el mío la belleza no es algo meramente externo, sino que depende también de la visión que se proyecta sobre las cosas, de la actitud con que uno se entrega a la contemplación de una realidad que le hubiera resultado interesante. El gusto estético es siempre subjetivo: es una facultad que no está vinculada necesariamente con la conciencia, sino que es un producto que se genera en regiones muy profundas del ser humano, en una parte de él que permanece envuelta en el misterio. Después de siete años, París se me antojaba como un lugar de leyenda, como un lugar mágico en el que todo estuviese confundido, mezclado con un pasado que no hubiera acabado de conocerse.  Todo lo que sobre él se había escrito contribuía sin duda a ensalzarla en la mente de quienes estaban más familiarizados con la literatura: para mí, por ejemplo, la imagen de Notre Dame estaba indisolublemente ligada con la que ofrece Víctor Hugo en su admirable novela; el entorno de la catedral de París seguía cargado de embrujo, ya que por él continuaban transitando en mi imaginación los personajes de aquella fabulosa historia. El mundo real se tornaba de pronto fantástico por una suerte de encantamiento que actuase en aquel sitio: era una transformación inmediata que producía efectos muy gratos, pues uno accedía  enseguida a una dimensión nueva, en la que la vida cobraba un aspecto mucho más plácido.
En la composición de mi novela yo proseguía con ciertas vacilaciones con mi trabajo. Aunque escribía en español, a veces traducía al francés bastantes fragmentos para que monsieur Ronsard los valorase mejor. Era este un ejercicio que me resultaba muy fructífero, pues me permitía entrenarme con estructuras gramaticales que podían ser válidas para las dos lenguas: esto hizo que a la hora de escribir en la mía pensara también en la posibilidad de trasladarla a la otra, consiguiendo así un estilo muy flexible, con una sintaxis que nunca se envaraba en morosos meandros, sino que fluía recta y serena, casi sin ningún obstáculo.
Después de la casa, el siguiente escenario al que tuvo que enfrentarse el protagonista de mi historia fue la escuela. En ella se encontró con un espacio nuevo, velado por una débil penumbra. Los pupitres se alineaban a un lado y a otro de la sala, presidida por la mesa del maestro, situada a su vez sobre una tarima de madera. Al maestro me lo representé con rasgos más suaves que los que habían caracterizado al que a mí me había impartido clase, quizá por un mero capricho de desvirtuar el aspecto con que se habían manifestado las cosas. En lugar de aparecer como un hombre grave, lo pinté como un ser casi indolente, dado a condescender con los hábitos y las posturas de sus pupilos, una actitud que en los años en que yo iba a la escuela era poco frecuente. En vez de enseñarles con métodos muy estrictos, lo hacía con formas que podían considerarse harto novedosas, con las cuales los alumnos progresaban en sus estudios en un ambiente muy desenfadado. El encuentro con otros niños marcó desde entonces la vida del protagonista, pues lo obligó a adoptar un comportamiento mucho más sociable que el que antes había tenido. Se vio arrastrado por ellos hacia un territorio que le resultaba desconocido, lleno de peligros y de secretos que tenía que descubrir cada vez que intentaba explorarlo. Un afán ingente de aventura lo empujaba a adentrarse por los patios y las corralizas en los que ahora se desarrollaban sus juegos, siempre animados por la noble competencia que se había establecido con sus amigos: el deseo de ser los primeros o de llegar antes a los sitios era muy común entre ellos y formaba parte del ardor con que emprendían todas sus acciones.
Conforme avanzaba en la configuración de la novela, me daba cuenta de que esta iba tomando una vida propia, muy diferente quizá de la que yo hubiese programado. Si al principio se podía observar un cierto paralelismo con lo que a mí en mi infancia me había sucedido, después el curso de la misma historia la desviaba bastante de lo que realmente había pasado: el simple hecho de introducir un elemento nuevo hacía que todo cambiase radicalmente. Después de dos o tres capítulos, el protagonista tenía ya muy poco que ver conmigo: era un personaje nuevo al que yo, el autor, tenía que seguir caracterizando de un modo distinto, de acuerdo con las circunstancias o los sucesos con los que a partir de entonces hubiese de enfrentarse. A monsieur Ronsard le parecía muy bien aquella experiencia: decía que estaba comprendiendo así el verdadero sentido de la creación. Lo único que me objetaba era la lentitud con que ejecutaba mi proyecto: él escribía mucho más deprisa, quizá porque era dueño ya de unas técnicas y de unos recursos que empleaba con mucha desenvoltura.
Monsieur Ronsard era ya muy mayor. Desde antes de que yo lo conociera, venía siendo víctima de frecuentes ataques de reuma, de unos dolores muy intensos en las articulaciones que lo tenían durante algunos días apartado de cualquier actividad mundana. Para caminar, había de valerse en esos periodos de un bastón, pues apenas podía dar dos pasos sin que sus rodillas se resintiesen. Cuando se veía en tal estado, su genio se agriaba considerablemente, por lo que tenía uno que andarse con mucho cuidado.
Estos ataques no remitieron, obviamente, con el tiempo, sino que se hicieron cada vez más enojosos y duraderos, especialmente en los meses invernales, cuando más frío hacía en París. Yo permanecía siempre atento a sus necesidades: ante cualquier indicio de malestar, acudía solícito a su lado para tratar de auxiliarlo en la medida de mis posibilidades. Más que el secretario de un escritor, parecía un mayordomo o un enfermero que atendiese con prontitud a un paciente aquejado de continuos dolores. Monsieur Ronsard agradecía, normalmente, mis desvelos, sobre todo cuando veía que yo aparcaba todas mis otras obligaciones para ocuparme solo de él.
A pesar del reuma, no se consideraba enfermo: en cuanto se sentía mejor, se olvidaba de lo que hubiese pasado y se ponía a actuar como lo había hecho siempre, quizá para demostrarse a sí mismo que no había sufrido ninguna merma. A mí me regalaba entonces con alguna atención, con algún libro por el que yo hubiese mostrado un especial interés: de esa manera me pagaba los cuidados que yo le había dispensado, todos los sacrificios que había tenido que realizar para asistirlo con escrupulosa regularidad.
La enfermedad, sin embargo, se complicó con una nueva dolencia que alarmó bastante a los dos. Al principio pareció que era algo muy leve, una mera arritmia del corazón, provocada quizá por alguno de los excesos a los que a veces nos entregábamos cuando nos juntábamos con otros escritores. El mismo monsieur Ronsard manifestó que era una molestia que ya había sentido en otras ocasiones y que no había que preocuparse demasiado por ella. Sin embargo, en lugar de ceder, la arritmia fue en aumento, convirtiéndose por momentos en algo muy angustioso, en una especie de presión que no lo dejaba apenas respirar. Tan mal se vio monsieur Ronsard que me pidió que llamara a un médico. Yo conocía a uno que tenía una consulta en la misma calle donde nosotros vivíamos; sin ninguna pérdida de tiempo, acudí a él, resuelto a solicitar de inmediato su ayuda. El médico, en cuanto lo informé de lo que ocurría, no dudó en atender mi petición. Lo exploró enseguida, con la seriedad que al parecer merecía el caso. Sin vacilar, diagnosticó que era una crisis cardiaca que debía ser tratada en un hospital.
Fue así como empezó una etapa muy dolorosa y triste para monsieur Ronsard. En el hospital, consiguieron aliviarle momentáneamente la dolencia, causada por el mismo reuma que padecía. Fue, como digo, una mejoría transitoria, con la cual monsieur Ronsard pudo aferrarse de nuevo a la ilusión que siempre había alimentado sus días, la ilusión de recrear un mundo que solo era producto de su inagotable fantasía. Durante algunas semanas vivió entregado a la literatura, tratando de reanudar la historia que estaba escribiendo con la misma fruición con que se había abandonado a su trabajo siempre. Logró escribir solo dos o tres capítulos, pues a su falta de ejercicio se sumó pronto un segundo episodio de su mal, anunciado con síntomas muy parecidos a los que había sentido la primera vez. Esto, como era natural, lo retrajo bastante: comprendió que lo suyo no tenía ya arreglo; aunque no me lo dijo, en su rostro se notaba fácilmente la aprensión de la que había empezado a ser víctima.
Monsieur Ronsard fue ingresado nuevamente en el hospital. En él tuvo que superar sucesivas crisis, hasta que finalmente su corazón ya no pudo más. Murió una mañana de primavera en la que París parecía resurgir de las oscuras huellas dejadas por el invierno.
En su testamento, monsieur Ronsard me declaraba heredero de todos sus bienes, entre los cuales se incluía el piso donde los dos habíamos residido, con todos los libros que en él había. Me vi así agraciado con una fortuna que yo no había buscado, pues mi interés no había sido otro que servirle. Con el dinero que tenía ahorrado, que no era tanto como se creía, podía vivir perfectamente durante una larga temporada. En el mundo literario fui objeto de múltiples y variados comentarios, algunos inspirados por la envidia que mi nueva situación despertaba.
Lloré, como era natural, su muerte: durante muchas jornadas eché de menos su compañía; recordaba sobre todo los momentos en que los dos charlábamos amigablemente sobre literatura, sobre el lugar que esta ocupaba en nuestras vidas. Para él, la literatura era una manifestación más del espíritu, una manifestación quizá curiosa y entretenida, entreverada de sueños y de fantasías. Como buen romántico, creía que el ser humano estaba imbuido de una fuerza extraordinaria que lo liberaba de la esclavitud de la materia. Para mí, fue monsieur Ronsard mi mejor maestro, un avezado mentor que me enseñó a valorar de otra manera el mundo.
Yo, que no estaba hecho para la molicie, encontré pronto el modo de emplear mi tiempo en una ocupación que me resultara provechosa. Gracias a los contactos a los que me había conducido mi anterior etapa, di en tomar amistad con un editor que había tenido mucho trato con monsieur Ronsard. Sin que yo se lo pidiera, me propuso que trabajara para su empresa como colaborador. Para mí, constituía en principio algo muy gratificante, pues me permitía de nuevo ejercer un oficio que estaba relacionado con la literatura.
Después de aceptar la propuesta, pasé al día siguiente al lugar donde debía desarrollar mi trabajo. Se trataba de un inmueble situado en la rue  de la bucherie, muy cerca de Notre Dame. Allí tenía, en efecto, la sede la empresa que dirigía monsieur Dupond, el editor al que había conocido. Era un edificio muy antiguo, con dos plantas reservadas para la dirección y la administración de la editorial. Yo, que nunca había estado tan cerca del sitio donde se gestiona la edición, me quedé muy impresionado de hallarme allí: me parecía casi imposible que pudiera formar parte ahora de un mundo que yo había creído siempre muy alejado.
Para empezar, monsieur Dupond me encargó que leyera un manuscrito que se acababa de recibir para conocer mi opinión. Lo leí con muchas ganas, quizá en dos o tres días. Noté en él algunos fallos de expresión, algunas partes en que el argumento perdía acaso interés. En su conjunto, me parecía un manuscrito bastante aceptable: se advertía que su autor era primerizo y que había puesto mucho empeño en la redacción; era probable que le hubiese costado grandes esfuerzos, especialmente a la hora de corregirlo. Aunque no se lo comuniqué a monsieur Dupond, lo consideraba por todo ello muy digno de ser publicado. Le dije solamente que era un trabajo más bien mediocre, lo cual coincidía al parecer con otras opiniones que él había recabado.
Así comenzó todo. Después tuve que actuar de corrector de varios libros que habían sido ya aceptados por el comité de lectura. Para llevar a cabo mi nueva tarea, hube de consultar de vez en cuando diccionarios y enciclopedias, pues había términos y afirmaciones que necesitaban ser cotejados. A veces modifiqué algunas expresiones o corregí algún signo de puntuación que no me resultaba adecuado. En esta labor procedí con bastante celo, pues quería que todo quedara de la mejor forma posible. En general, no fue mucho lo que cambié, ya que trataba de respetar en gran medida la voluntad del autor.
Monsieur Dupond se manifestó muy satisfecho con el resultado de mis correcciones. Era un hombre al que le gustaba revisarlo todo, no porque dudase del trabajo que podían realizar sus colaboradores, sino porque así se sentía más seguro. Estaba quizá excesivamente preocupado por el prestigio de su editorial: era ante todo un gran profesional que deseaba contentar a los lectores que habían confiado en ella. Para él, los éxitos de ventas ocupaban un lugar secundario: como decía muchas veces, eran solo la consecuencia de un proceso bien ejecutado.
Como no podía ser quizá de otro modo, era monsieur Dupond un tipo serio, con el gesto siempre contraído, a causa sin duda de sus frecuentes lucubraciones. Tenía el cabello blanco, la tez muy morena, los rasgos de la cara muy pronunciados, con los ojos negros, dominados por una expresión que infundía bastante respeto, una expresión cavilosa que acentuaba el grosor de su nariz, de un tamaño que pasaba por ser algo desproporcionado. Su voz era grave y espesa, en consonancia con el resto de su personalidad: hablaba sin precipitación, con silencios que a veces resultaban muy elocuentes, quizá porque con ellos expresaba también sus dudas y sus temores. Vestía con pulcritud, con ternos muy elegantes, confeccionados especialmente para él en las mejores tiendas de París.
A pesar de su seriedad, había en monsieur Dupond cierta bondad que le impedía parecer distante y engreído. Desde el principio supe que me llevaría muy bien con él: era uno de esos hombres que no descubren al instante todo lo que son, uno de esos seres que pueden semejar huidizos pero que esconden muchos valores que uno tiene que intuir.
Cuando ya intimé con él, pude comprobar que no me había equivocado en mi primera estimación. Monsieur Dupond se mostró al fin como una persona muy afectuosa, si bien sus sentimientos aparecían siempre recubiertos por una capa de adustez, por un rictus de concienzuda cavilación.
Como decía, la sede de la editorial estaba a poca distancia de Notre Dame. Desde los balcones se podía ver la hermosa catedral, envuelta siempre en un halo de leyenda, posiblemente emanado de su propia estampa, con sus dos torres enhiestas descollando sobre el conjunto de sus arcadas y de sus numerosas figuras que se alinean sobre su maravillosa portada. Como ocurre con todos los monumentos que sobresalen por su valor artístico, uno nunca se cansaba de mirarla: parecía como si cambiara de aspecto según fuera evolucionando el día, según los distintos momentos en que uno se pusiera a contemplarla. Cuando llovía, se mostraba difuminada, con el color muy desvaído, como si se tratara de una ensoñación lejana que entonces pudiera vislumbrarse entre la lluvia.
A mí me gustaba mucho pasear por aquel sector de París: cuando lo hacía, tenía la impresión de que me perdía en un tiempo antiguo, poblado por seres legendarios, por tipos arrebujados en una capa o embutidos en un jubón medieval, con aire a veces conspirador, con mirada que se oculta tras el ala de un sombrero o tras el lúgubre dibujo de un antifaz, bultos que se confunden con las sombras, siluetas que se esfuman detrás de un carruaje, perfiles que dejan de percibirse en el fondo de un portal… Aquellas callejuelas sinuosas parecían conducir a un espacio remoto, a un lugar apartado en el que se había de desvelar algún secreto. Los pasos, guiados por al azar, seguían un rastro misterioso, un rastro que quizá ya hubiese llevado a otros a la culminación que nunca hubieran esperado. Muchas veces a mí se me ocurría pensar que yo era un personaje que pertenecía a otra época y que me afanaba también en la resolución de un caso extraño: sugestionado por aquel ambiente, me veía asaltado por un hombre armado de una pistola que me conminaba a entrar en un lóbrego habitáculo, donde a la sazón me encontraba con una bella mujer que había sido objeto de un vil ultraje, una mujer de la que yo finalmente me enamoraba y a la cual prometía que había de liberarla del oscuro poder al que los dos estábamos sometidos.
París, sin duda, era una ciudad novelesca: estaba llena por doquier de edificios y de rincones que excitaban la fantasía. Con aquellos escarceos callejeros yo me iba curtiendo de algún modo en el arte de inventar episodios que pudieran resultar interesantes para una novela. Aunque la que yo escribía no era demasiado fabulosa, nunca estaba de más aquel ejercicio: me servía para forzar la imaginación, para ensayar el modo de hacer más atractiva una historia. Por los defectos que yo había observado en otras, me había dado cuenta de que lo más determinante no era el argumento, sino los personajes que lo hacen posible: con la creación de don Quijote y de Sancho, a Cervantes solo le bastó ir inventando ocasiones a las que tuviera que enfrentarse aquella disparatada pareja. Yo había llegado en mi novela a un punto de inflexión, en el que el protagonista se convertía en un adolescente rebelde e insatisfecho. El descubrimiento del amor lo había hecho taciturno y romántico: al no verse correspondido, su pasión se agigantaba hasta extremos insospechados; a pesar de sus desdichas, él nunca perdía la esperanza de alcanzar lo que se proponía, algo en su interior le impedía desechar lo que en sus adentros hubiese albergado; creía en un destino que podía recomponerse con una variación imprevista, con una eventualidad que nadie hubiera calculado. Todo esto me daba pie a crear un sinfín de penalidades y de proyectos que no llegaban a concretarse; empujado por su mismo infortunio, el protagonista se animaba a luchar por la consecución de un sueño que en un principio había considerado muy lejano; en su empresa pasaba por episodios que le parecían muy frustrantes, en los que una vez más sus ilusiones eran contrariadas; había momentos en que desfallecía, en que prácticamente daba por imposible su meta; advertía así que cuanto mayor era la dificultad más grande era la pasión que sentía, una especie de desasosiego muy hondo que lo obligaba a escribir poemas muy arrebatados, cartas de amor que nunca enviaba a la persona que las había inspirado; llegado a aquella altura, él se reanimaba de nuevo, movido por una fuerza interior que lo inducía a seguir combatiendo, pues su caso se había convertido ya en una lucha que no admitía ningún descuido; su amada, siempre insensible a sus penalidades, tenía ya las trazas de un ser inabordable, adornado en su imaginación con los atributos de una diosa a la que hubiese de rendir culto. El argumento se complicaba a partir de ahí con nuevas tentativas de él, todas fallidas por la actitud imperturbable de ella, semejante a una figura soñada que nunca pudiera tener forma real, elevada ya al prototipo de un amor inalcanzable que arrastraba al amante a su perdición. Todavía no había rematado aquel capítulo: necesitaba un poco de tiempo para ver con más claridad cómo habría de ser el final; se me ofrecían varias posibilidades, entre las que tenía que dilucidar cuál era la que resultaría más interesante para un lector virtual.
Mientras tanto, yo proseguía con mi trabajo en la editorial. En ella hice amistad con un viejo empleado que se encargaba de la labor de maquetación de los libros que se iban a publicar. Contaba con toda la confianza del jefe, de quien había obtenido ya notables privilegios. Se llamaba Antoine, era de una edad avanzada, frisando ya con los sesenta. Tenía una calvicie bastante considerable, los ojos de un azul luminoso, los labios muy grandes. De su aspecto general quizá los dos rasgos que más lo caracterizaban eran el arqueamiento de su espalda y la leve cojera que al andar se le acusaba, provocada al parecer por un defecto congénito en su pie derecho. Era un hombre muy extrovertido Antoine, sobre todo cuando le daba por beber, inclinación a la que era más proclive quizá de lo que cabía esperar de una persona como él. Monsieur Dupond, acostumbrado a tales excesos, era condescendiente con ellos, condicionado sin duda por el afecto que en el fondo sentía por su licencioso trabajador. Más que extrovertido, era ingenioso y locuaz Antoine cuando el vino lo encendía: se animaba tanto, que no paraba de hablar de los temas que más le interesasen, casi siempre concernientes a la propia sociedad parisina, con la que era en esos momentos extremadamente satírico. Aunque yo por lo común lo rehuía, a veces no me quedaba más remedio que juntarme con él. Mi papel, en tales casos, casi se reducía a escucharle, pues él tomaba la palabra con tanta ansia que costaba mucho que la abandonase para cederla a su interlocutor: vaciaba en su alocución todas las ideas que ya hubiese abrigado en su exaltada mente, algunas de ellas repetidas hasta la saciedad en anteriores intervenciones.
En uno de aquellos días en que accedí a su compañía, Antoine me condujo a un lugar frecuentado por respetuosos caballeros. Se trataba de uno de esos lujosos restaurantes que empezaban a abundar en París, un local selecto que solía reunir a lo más granado de la burguesía parisiense. Nosotros, debido a nuestro aspecto, tuvimos a bien situarnos en un rincón, un poco apartados de los atildados señores que allí se daban cita. Antoine, en cuanto se tomó dos copas de burdeos, al que era bastante afecto, comenzó a hablar de aquellos remilgados tipos que tenía delante. Aunque empezó de un modo muy suave, pronto se enredó en observaciones y en criterios que encerraban una despiadada crítica. Entre las cosas que no soportaba de ellos, la que le inspiraba más repudio era la hipocresía: decía que eran esclavos de las apariencias, individuos que solo se preocupaban por la buena imagen que podían presentar ante los demás; eran orgullosos, engreídos, con un exacerbado sentido de la pertenencia a un determinado dominio de la sociedad, del que excluían con desdén a todo el que no fuese como ellos, al cual solían mirar por encima del hombro, como si fuera un ser inferior; eran maniáticos del detalle y de la pulcritud, incapaces de tolerar una mancha o un doblez que pudieran perjudicar su estampa, la opinión que de ellos tendrían los otros integrantes de su grupo social. Eran sepulcros blanqueados, acabó por decir con cierta violencia Antoine, como si viera en aquellos caballeros a unos enemigos a los que tuviera que denostar. Yo me alarmé un poco, pues no estaba muy seguro de que no lo pudiesen oír; los miré de soslayo, temeroso de que alguno hubiese reparado por sorpresa en nosotros. Se les veía distantes, ajenos a nuestra conversación. Je ne les aime pas, profirió en esto Antoine, cada vez más animado con la índole que estaba tomando su propio discurso. Yo traté de calmarlo: con un gesto de la mano le indiqué que se apaciguara. Sin embargo, él elevaba cada vez más el tono: había dado cuenta ya de tres copas más de burdeos, y su desenfreno ya no encontraba límite que lo contuviera. Llegó a decir que olían muy mal aquellos hombres, pues los perfumes que gastaban eran demasiado artificiales; empleaban también palabras falsas, con una dicción que parecía haber sido pulida después de múltiples ensayos, con una voz más bien grave, provista de un dejo varonil que no debía ponerse en duda. Eran actores de un drama grotesco, diletantes de un arte del que eran contumaces intérpretes, actores que solo representaban ante un público conocido, del que únicamente podían esperar numerosos aplausos, enfáticos elogios con los que seguían alimentando su orgullo. Non, je ne les aime pas, volvió a proclamar Antoine, esta vez con más fuerza que antes, con la mirada turbia, encendido por toda la animadversión que había llegado a sentir hacia aquella clase de gente. Lo raro era que nadie se hubiera percatado de lo que decía: yo intenté hablar con el fin de eclipsar sus palabras, pero él se sobrepuso enseguida a mi intento y continuó opinando de forma obsesiva sobre lo mismo. Era tal su cólera que yo no creía que hubiese ya manera de acallarlo: ensartaba unos sarcasmos con otros de un modo ininterrumpido, acompañándolos con gestos que debían de parecer demasiado obscenos. Uno de los presentes se volvió en un momento, alertado quizá por sus voces: se fijó en él con asombro, como si no comprendiera muy bien lo que decía; yo temí ya lo peor, temí que el hombre le pudiera pedir explicaciones de lo que acababa de oír, una disculpa quizá de las injurias que había proferido sin ninguna moderación. Antoine lo miró, pareció que quería decir algo, alguna procacidad tal vez; el otro se giró, habló un rato con sus compañeros, todos se volvieron de pronto hacia nosotros con aire de ofendidos, dispuestos a emprender un reto; yo me puse muy nervioso, pues no estaba muy seguro de lo que Antoine sería capaz de hacer. Fueron unos segundos de mucha tensión, hasta que él de repente estalló: C’est la vie!, exclamó con el mismo ardor que había empleado antes. Los caballeros lo miraron por unos instantes con estupor, como si pensaran que se encontraban ante un demente, ante una persona que no tuviera realmente conciencia de lo que decía. Después reanudaron su conversación con perfecta naturalidad, indiferentes a la presencia de dos intrusos que con cierto grado de irreverencia se habían colado sin ningún permiso en su mundo.
La amistad con Antoine era solo de carácter circunstancial, pues se limitaba a los casos en que yo me veía arrastrado por sus excesos de locuacidad, siempre provocados en él por su descontrolada adicción a la bebida, de la que no parecía hacer nada por desprenderse. Con monsieur Dupond, en cambio, mi relación debía seguir otro camino, pues era un tipo que uno no acababa nunca de conocer: como era más joven que él, me sentía obligado a atenderlo y a esperar que él tomase siempre la iniciativa; lo que menos me convenía era dar la imagen de indiscreto, ya que en buena medida mi futuro dependía de la opinión que él se formase de mí; era un hombre, por lo demás, del que siempre podía aprender algo distinto, algo que a mí me sirviese para seguir avanzando en mi carrera de escritor.
Aunque no lo pareciese, yo todavía no me consideraba suficientemente formado: me daba cuenta de que cada día me brindaba una nueva oportunidad para recibir una importante enseñanza. Había comprendido, por ejemplo, que lo que realmente impulsa a los seres humanos son los sentimientos, sin los cuales es difícil que se muevan con decisión en el mundo. Los sentimientos irrumpen normalmente en ellos de un modo inopinado, con una fuerza a veces arrolladora, convocados por una causa que no se puede determinar, por una circunstancia quizá imprevista, por una conjunción de factores que resulta asombrosa, por una situación en la que el corazón se muestra más sensible de lo habitual… Los sentimientos avasallan, invaden el alma con el ímpetu de una corriente devastadora, rompen los diques que la razón hubiese interpuesto para dominarla, arrastran la conciencia con su empuje hasta que la abandonan después en un lugar desconocido que le causa al principio un gran desasosiego. Los sentimientos, si son buenos, elevan el espíritu a un estado de dicha inusual: son atisbos de gloria, ráfagas de una felicidad inconcebible, relámpagos de amor que iluminan una senda lejana que se pierde en el horizonte. A su paso dejan un rastro de deseos e ilusiones que no acaba de borrarse, una estela de bondad a la que es imposible sustraerse. Una vida nueva empieza tras ellos, una vida que parecía haberse anunciado con su inusitada irrupción: la esperanza de que se cumpla la promesa que se hubiese vislumbrado mueve a los hombres en su farragoso camino; es una luz que se alza ante ellos y que los guía en la noche en que se encontraban perdidos, una luz cierta, semejante a una estrella que luce en el firmamento con una intensidad especial, con un brillo insomne que parece predestinado para que se realice una misión.
Yo, en aquella época a la que me refiero, estaba un poco falto de sentimientos: carecía de ese calor que con ellos se difunde, de ese fuego en el que el alma arde cuando concibe inefables proyectos. Vivía maquinalmente, de acuerdo con las condiciones de un trabajo con el que quería cumplir de un modo riguroso, con un estricto sentido del deber que no podía por menos de sorprenderme a mí mismo. Después de la muerte de monsieur Ronsard, me negaba a tomar inclinación por nadie: prefería estar solo, sin otra compañía que mis melancólicos recuerdos; no estaba dispuesto a soportar nuevas despedidas, pues de alguna forma me había tenido que despedir ya de mucha gente por diferentes motivos. Desde que salí de Elvira casi no había hecho otra cosa más significativa que separarme de las personas a las había conocido, muchas de ellas de un gran valor afectivo para mí. Deseaba por eso ahora vivir al margen de mis semejantes, como si fuera un espectador pasivo que asistía al desarrollo de la obra que ellos representaban. Contaba sobre todo para conseguirlo con el piso que me había dejado monsieur Ronsard, en el cual me encerraba para alejarme durante unas horas del mundanal espectáculo que hubiese observado. De esta manera, todo discurría para mí mejor, a salvo de los sobresaltos a los que de otro modo hubiera estado expuesto.
Después de algún tiempo, monsieur Dupond me encomendó el trabajo de traductor, para el cual me consideraba ya bastante bien preparado. Tenía mucho interés en difundir algunas obras de la literatura española que no eran muy conocidas en Francia. Me contó que le habían hablado muy bien de Galdós y de la última generación de escritores que había ido apareciendo en los primeros años del siglo XX: aunque yo apenas los había leído, convine con él en que no se debía desaprovechar la oportunidad de traducirlos, en un momento en que quizá tenían una mayor vigencia los temas sobre los que versaban sus escritos.
Yo estaba ya acostumbrado a esta nueva labor, pues no en vano había vertido al francés numerosos fragmentos de mi novela, ejercicio con el que logré proveerme de una mayor soltura en el uso de mi propia lengua, como ya he comentado en otra ocasión. Al principio, por tanto, no me pareció desproporcionado lo que me proponía monsieur Dupond, sino que incluso lo vi adecuado a mis pretensiones: era una empresa que me podía reportar grandes beneficios, una empresa con la que mi estilo había de seguir madurando.
Como no sabía por dónde empezar, tomé un ejemplar de una novela de Galdós que encontré en la biblioteca de monsieur Ronsard. Se trataba nada menos que de Fortunata y Jacinta, quizá la obra cumbre del novelista canario. Yo no había acabado de leerla cuando tuve oportunidad de hacerlo: recuerdo que había sido en Madrid y que había tenido que devolvérsela al amigo que me la había prestado porque no disponía de demasiado tiempo. Era una de esas novelas que uno va postergando por diversos motivos y que al final termina por leer con verdadera fruición. La leí en su versión española en poco menos de dos semanas, a pesar de que es quizá muy extensa. Quise así tener una nueva opinión de ella, basada sobre todo en las distintas impresiones que me hubiera ido causando su lectura. Admiré la capacidad del autor para crear un mundo novelesco, no muy diferente del que existía en la realidad de su época: era como un reportero que daba cuenta en su crónica de todo lo que veía, siempre proveído de un espíritu crítico muy severo. Tanto me gustó que no dudé de la necesidad de traducirla a otros idiomas, ya que era una manera de contribuir poderosamente al progreso de la humanidad. Con un ánimo tan decidido emprendí mi trabajo, confiado en que no me había de resultar complicada su ejecución. Traduje varias páginas a un ritmo bastante considerable: como me gustaba mucho lo que hacía, no me costaba ningún esfuerzo resolver los problemas que me iban surgiendo, casi siempre relativos al léxico, a la adaptación de ciertos vocablos o modismos españoles al francés. Me di cuenta, a medida que avanzaba, de que Galdós abundaba mucho en ellos y de que incorporaba a menudo a su narración voces y expresiones pertenecientes a un registro coloquial, cuya traducción resultaba casi siempre algo forzada. Comprendí poco a poco que mi trabajo consistía más bien en una labor de recreación, casi en una reescritura del texto, en una nueva plasmación de lo que el autor hubiese querido expresar en él. Esto hizo que paulatinamente mi tarea fuese más lenta, sometida siempre a los escrúpulos que en mí iban apareciendo. 
Un día le confesé a monsieur Dupond lo que me ocurría: le dije con gran sinceridad que me sentía incapaz de llevar a cabo mi proyecto; le expliqué los motivos por los que lo decía, las enormes dificultades con las que me había encontrado últimamente, las prevenciones que me asaltaban cuando traducía. Monsieur Dupond se mostró, como siempre, muy comprensivo: en lugar de reprobar mi actitud, como yo hubiera esperado, me dijo que era normal lo que me pasaba y que no debía abandonar mi proyecto por ello. Me animó incluso a continuarlo, aun cuando emplease en él más tiempo del que hubiese calculado. «No importa que tardes muchos años en cumplirlo», llegó a decirme en francés con una gentil sonrisa, mirándome como se mira a un discípulo en el que se tiene plena confianza para que confirme en el futuro todas las esperanzas que en él se hayan depositado. «En el arte el tiempo es un factor que no debe tenerse en cuenta», apostilló con cierta solemnidad después de una breve pausa, como si quisiera hacerme portador de aquellas importantes palabras.
Sin duda, todo lo que decía monsieur Dupond era muy significativo: parecía haber sido amasado antes en su conciencia para darlo a probar después como un rico bocado, como un dulce que ofreciese a sus interlocutores para que saboreasen el último producto de su saber culinario. Actuaba ante mí como un mecenas que está dispuesto a sacrificarse por el bien de una empresa en la que ha confiado: no le importaba, en efecto, lo que yo tardase en la mía si al final conseguía culminarla.
Yo, por supuesto, no pude por menos de corresponder con él, y le prometí que seguiría intentándolo. Perseveré con renovado ahínco en mi tarea: durante algunas semanas creí que podía lograrlo, hasta que una nueva crisis me vino a demostrar otra vez que era algo que superaba realmente mis capacidades, algo de verdad ingente para lo que no me consideraba preparado.
Con cierto temor, le volví a exponer a monsieur Dupond lo que pensaba. Casi lloré ante él a causa de mi impotencia, a causa de un deseo largamente anhelado que no era capaz de satisfacer. Al contrario de lo que yo pensaba, él no se mostró defraudado o descontento conmigo, sino que incluso me agradeció el interés y el esfuerzo que había puesto hasta entonces en mi obra, aun cuando no me hubiese atrevido a seguirla. «Es solo un sueño que no se ha cumplido», comentó finalmente con ánimo de consolarme.
Tras este intento fallido, volví a pertenecer al comité que leía y seleccionaba los manuscritos que se recibían en la editorial. Por mis especiales condiciones, era quizá esta la labor para la que me veía más capacitado, y con el mismo entusiasmo del principio me entregué a ella para compensar las carencias que para otras funciones había manifestado.
Con tanto trabajo apenas había tenido tiempo para avanzar en mi novela. Había llegado en ella a un punto de indecisión, en el que no sabía cómo resolver el conflicto que había planteado. Después de barajar distintas posibilidades, opté por la que me parecía más adecuada al argumento: el protagonista, que se llamaba Miguel en honor al autor de El Quijote, era al fin rechazado por su amada cuando decidió abordarla; ella, de una condición más mundana que la de él, había elegido ya a otro pretendiente que se adaptaba mejor a su manera de ser, un chico arrogante y desenvuelto que había conseguido atraerla antes de que él decidiera declararle su amor. Esto, como era natural, causó un profundo desconsuelo en Miguel, que dio en escribir unos versos desgarradores en los que expresaba su enorme desazón: el rechazo del que había sido objeto era para él una terrible bofetada que le había ocasionado un insoportable dolor; no solo se sentía rechazado, sino que se veía despreciado también por el mundo que lo rodeaba, al cual pertenecía precisamente la causante de su desgracia. A partir de entonces renegó de ese mundo con vehemente pasión: deseaba estar solo, sin otra compañía que la de sus propios pensamientos, cada vez más reacios a superar las crisis de melancolía en las que acababan sumidos. La novela tomó así un carácter más intimista: había de mostrar lo que pensaba Miguel, las reflexiones que se le ocurrían acerca de su situación. El amor se convirtió para él en un sentimiento enfermizo, en una inclinación absurda que tenía que olvidar: aunque hacía grandes esfuerzos por olvidarlo, siempre aparecía de nuevo en él, como si se tratara de una fiera herida que hubiese encontrado cobijo en el interior de su corazón; cuando menos lo esperaba, la fiera enfurecía, sobresaltada por un recuerdo o por un espasmo emocional que le provocase una gran convulsión.
Tal estado del protagonista concluyó cuando se dio cuenta de que no merecía sufrir tanto por la persona que le había inspirado aquel amor: después de varios meses de inaguantable desolación, terminó por aceptar que ella no era digna de él; su obsesión la había transformado, efectivamente, en un ser extraordinario, muy diferente del que era en realidad.
Después de aquel cambio, ya no sabía cómo seguir. Me tomé, en consecuencia, una nueva tregua para ver qué era lo que convenía mejor a aquella historia: en Miguel se había de producir un giro decisivo, pero no había pensado aún en las circunstancias en que tenía que ocurrir.
Después de once años, me había acostumbrado ya a vivir en París, aunque París era una ciudad que no acababa de conocerse nunca, una ciudad extraña que siempre guardaba algún secreto, algún misterio que hubiese que descubrir. A los meses de primavera les sucedían los del verano, que allí solían ser bastante calurosos. Con el sol el aspecto que ofrecía París cambiaba un poco, quizá por el mismo espíritu de alegría y de libertad que existía en las calles, recorridas habitualmente por una multitud muy bulliciosa: al calor ambiental se sumaba así el que se desprendía de los transeúntes, dando lugar a una mezcolanza muy genuina.
En agosto, sin embargo, la temperatura comenzaba a moderarse algo, especialmente en la segunda quincena. Era esta, por ello, una época bastante propicia para el paseante, el cual podía completar distancias cada vez más largas. A mí me gustaba, como al principio, caminar por las márgenes del Sena, donde siempre encontraba motivos para recrear mi alma. El Sena es un río particularmente bello que ha dado suficiente inspiración a muchos pintores, afanados en reproducir en sus cuadros la gracia que hubiesen atisbado en su imagen, siempre tan seductora. Desde los puentes que lo cruzan uno se embelesa en la contemplación de su corriente, compuesta de aguas que se deslizan y amontonan entre las dos orillas que la circundan, con hileras de árboles que dan sombra a los muelles que en ellas están situados. La panorámica adquiere una mayor grandeza con la vista de la ciudad, que a los lados se tiende con su conjunto abigarrado de fachadas palaciegas, cúpulas y tejados, con la torre Eiffel siempre descollando con su espigado armazón de hierro. Era una ciudad de ensueño, de perfiles difuminados en el aire, como si surgiera de una lejana evocación novelesca, de un momento áureo del pasado que hubiera quedado retenido en el tiempo. Yo lo observaba todo durante mi paseo; a veces me paraba para admirar un detalle, algún aspecto que en otras ocasiones no hubiera advertido. Tenía la curiosidad del principiante, la avidez del que llega por primera vez a un sitio y se extasía con todos los accidentes con los que se va encontrando.
Por las tardes el Sena era un espejo en el que se reflejaba una luz límpida, una luz que sin embargo se ennegrecía en los espacios velados por las sombras. Era un alfanje claro que refulgía entre los muros de granito que lo bordeaban; era una sierpe nacarada que se desplazaba sigilosa, con un movimiento que parecía mantener siempre el mismo ritmo monocorde de ondas que se suceden hacia un destino inexorable. El color del cielo, anaranjado o lila, era a su vez un oscuro recuerdo que venía a morir entre las aguas, una débil paletada que apenas se insinuase tras el brillante barniz que la cubría. Igual que me pasaba en otros lugares, yo imaginaba allí episodios de historias que no habían existido, parecidas a otras sobre las que sí se habían escrito numerosos libros. Imaginaba por aquellos parajes a dos jóvenes enamorados, escapados de las estrechas vigilancias a las que sus respectivas familias los sometían, dos jóvenes que desafiaban todas las convenciones sociales para rendirse al intenso amor que los consumía.
Todo esto lo pensaba yo en tiempos de paz, cuando nada enturbiaba la tranquilidad que entonces por todas partes se captaba. Sin embargo, el ambiente de París se llenó muy pronto de presagios y de anuncios muy desalentadores, al menos para quien no estaba acostumbrado a enfrentarse a acontecimientos que podían alterar definitivamente el curso normal de la existencia. Desde los medios mejor informados se difundía la posibilidad de que se entablase un conflicto bélico entre distintas naciones. Para monsieur Dupond, que estaba más familiarizado que yo con estas cuestiones, opinaba que no se trataba de nada nuevo y que había que estar preparado para afrontar una guerra. Para Antoine, en cambio, aquello era horroroso, una muestra más de la terrible maldad a la que podía llegar el ser humano.
Yo, aunque temeroso, procuré hacer acopio de valor y traté de cumplir con mis obligaciones con la misma rectitud con que las venía cumpliendo. Entre ellas, cobró cada vez más importancia la de la escritura, pues en las épocas de mayor incertidumbre la escritura se presenta siempre como una opción muy apetecible, con la cual uno se olvida de algún modo de lo que a su alrededor está sucediendo. En mi novela proseguía un ritmo de creación lento. Un día, monsieur Dupond, advertido de mis inclinaciones, me preguntó de improviso si yo escribía. Como no lo esperaba de él, me sonrojé un poco antes de responderle: le dije que me consideraba un escritor modesto, un simple aficionado que se había atrevido a empezar una novela sin saber si podría continuarla. Él me miró a los ojos con mucha calma, queriendo tal vez adivinar en ellos hasta qué punto era verdad lo que decía. «Cuando termines lo que estás escribiendo, lo publicaremos en la editorial», anunció sin titubeos, convencido de que lo que yo escribiese había de reunir el suficiente mérito para que él lo apoyase.
Este incondicional respaldo me animó a continuar mi proyecto. En él mi protagonista tenía que tomar una resolución que lo alejase de lo que había sido: ansiaba huir del pasado turbio en el que había estado metido, del cual a veces recibía coletazos imprevistos en forma de recuerdos y de ecos de sensaciones que no había logrado todavía sepultar. Con una gran voluntad Miguel se puso a estudiar economía y esperó a cumplir los veinte años para hacerse viajante de comercio, un oficio con el que había soñado siempre en su denodado empeño por convertirse en un hombre mayor. Con un coche que había pertenecido a su padre, se animó a recorrer los lugares que le había asignado la empresa con la que se había comprometido a ejercer su cargo. Esto espoleó sus ansias de aventuras y de exploración de los nuevos territorios por los había de moverse. La novela, en virtud de este cambio, pasaba del intimismo desorbitado de la primera parte al ritmo trepidante que ahora propiciaban estos continuos viajes. Me di cuenta una vez más de que todo dependía del carácter que tuviera el personaje: como en el mío se había operado una transformación muy importante, en la novela necesariamente había de pasar lo mismo.
Mientras esto escribía, las noticias que se propagaban en el exterior eran cada día más alarmantes: estaba claro que cuando las naciones o los gobiernos se disponen a ir a la guerra es muy difícil que haya nada que los detenga; parece como si el demonio de la destrucción se hubiera asentado en sus propósitos, moviéndolos a tomar decisiones que conducen inevitablemente a un final muy lamentable. Las gentes, con gran agitación, hacían en sus casas aprovisionamientos de comidas ante la posibilidad de que muy pronto les faltasen; las familias que tenían hijos en edad de alistarse en el ejército vivían con verdadero pavor aquellos días, siempre a la espera de un llamamiento imperioso que las obligase a sacrificar a sus vástagos más queridos.
Yo, como era natural, no podía permanecer ajeno a estas preocupaciones; por mi calidad de extranjero, no temía que a mí me llevasen; había cumplido ya además treinta y tres años, por lo que me había alejado ya un poco de la línea que separa a la juventud que suele ser requerida para participar en tales eventos. El miedo que veía en los parisinos era, a pesar de esto, algo que a mí me ensombrecía: me sentía de algún modo hermanado con ellos, identificado con sus propios conflictos; si ellos tenían pánico por lo que se les avecinaba, yo no podía por menos de experimentar lo mismo. Se trataba más bien de un temor colectivo, en el cual nos veíamos implicados todos los que en París vivíamos.
Las circunstancias externas casi me impelían a considerar el trabajo de creación como un refugio: cuando escribía, me trasladaba a otro mundo, en el cual yo ya dejaba de ser el mediocre ciudadano que se apenaba por lo que a su alrededor veía; me convertía, casi sin poderlo evitar, en el viajante de comercio que luchaba por abrirse camino en su vida, un viajante joven y arrojado que empezaba a vivir ahora un sinfín de aventuras, encuentros con personas que atraen su curiosidad, lances en los que se ve obligado a actuar con gallardía, romances con mujeres de las que no acaba enamorándose…
La guerra, sin embargo, estalló, causando una profunda inquietud en la gente: el mal, una vez desatado, ya no pararía de extenderse por todos los sitios.































5



A medida que pasaba el tiempo, París iba adquiriendo un aspecto cada vez más extraño: parecía como si sobre él se cernieran unas sombras perturbadoras, las sombras de un pecado que tuviese su raíz en un pasado muy remoto. Era una ciudad ahora de apariencia invernal, con manchas adosadas a sus muros que delataban la pesadumbre a la que ya estaba sometida. El Sena era un río de aguas turbulentas que acentuaba con su rumor la angustia que atenazaba a los habitantes.
Los jóvenes parisinos, a poco que comenzó la guerra, se fueron alistando en el ejército que se formaba para combatir a los intrépidos y duros alemanes. Animados por un recio orgullo patriótico, acudían enfervorecidos al llamamiento que habían recibido: lo normal era participar en la guerra, intervenir en ella junto a otros jóvenes que pensaban lo mismo. Los andenes de la estación del norte estaban abarrotados a todas horas de nuevos soldados que aguardaban el momento de su partida, mientras sus familiares permanecían con ellos para despedirlos con ampulosos gestos de cariño.
Otro de los espectáculos más llamativos de la contienda lo constituían las masas de mujeres que asistían a las misas que se celebraban por aquella época en las iglesias. Eran madres, esposas o hermanas de combatientes que querían rezar por ellos para que Dios los librara de los peligros a los que inevitablemente debían de estar expuestos. La catedral de Notre Dame, de la que yo no me hallaba lejos, se llenaba todos los días de mujeres afectadas que elevaban sus rezos con intenso fervor, esperanzadas con la idea de que sus peticiones habían de ser oídas. Era una fe nueva que había surgido ante la urgente necesidad que ahora se sentía, una fe alimentada quizá de viejas creencias que en estos tiempos habían renacido. El Dios del Antiguo Testamento, protector del pueblo perseguido, aparecía en el fondo de todas aquellas oraciones. Nadie pensaba en las razones que podían mover al enemigo, cuyo ejército debía de estar compuesto también por inocentes soldados que se habían alistado en él por parecidos motivos.
El temor a una invasión se había convertido en una obsesión. Por todos lados se decía que los alemanes seguían ganando posiciones en su desenfrenado avance hacia París: los franceses, por mucho que quisieran, al final tendrían que ceder ante el empuje de aquel monstruo tan bien organizado, el cual ramificaba ya sus tentáculos por un territorio repleto de trincheras.
Me vi tan afectado por los acontecimientos que apenas podía atender a otra actividad que no fuera la de cumplir con mis obligaciones cotidianas. Por falta de concentración, había tenido que prescindir de mi tarea como escritor: con enorme enojo había comprobado repetidas veces que mis esfuerzos por continuar la historia que había emprendido no daban los frutos deseados; notaba que mi estilo narrativo ya no tenía el pulso que antes había tenido, debilitado sin duda por el estado emocional en el que ahora me hallaba sumido. Mi cabeza no podía ya fabricar mundos fabulosos, sino que se encontraba más bien impresionada por lo que en la realidad estaba ocurriendo: la ficción había perdido, ciertamente, interés ante el cúmulo de desgracias que se venían sucediendo; si antes había sido un refugio, ahora no era más que una entelequia que no tenía ningún sentido.
Ante la situación que se había creado, pensé que lo mejor era escapar de París. Era tanta la aprensión que existía, que se hacía muy difícil vivir allí: el ambiente era, por así decirlo, irrespirable y cualquier acto que uno intentase estaba impregnado de aquella sensación de peligro que cundía por todos lados. París, definitivamente, ya no era la ciudad que yo me encontré, sino que aparecía ante mis ojos envuelta en un halo de terror, en una penumbra gris que la alejaba del encanto que en otro tiempo había tenido. Mi trabajo en la editorial se hallaba, por otra parte, paralizado por la escasez de material, pues a medida que avanzaba la guerra cada vez eran menos los manuscritos que se remitían a ella. Con no poco esfuerzo se lo hice saber a monsieur Dupond, quien no tardó en comprender mi postura: me dijo que si quería marcharme él no podía oponerse a que lo hiciera, pues en aquel momento lo más prioritario para todos era defender la vida. Con grandes muestras de afecto me despedí de él: me prometió que si alguna vez regresaba a París, alentado por un cambio en los acontecimientos, tendría un puesto asegurado en su empresa, a la que yo tanto había servido.
Escogí un lugar del sur al que huir, Biarritz, una ciudad costera que había adquirido gran fama en el siglo pasado por la calidad de sus aguas. Cerré el piso que había heredado de monsieur Ronsard y, con una valija llena de ropa y de libros, en la cual también iba el manuscrito de mi novela, salí de París en un tren que me conduciría al destino que había elegido. Con el dinero que llevaba, podía casi prolongar el viaje todo el tiempo que me hiciera falta.
Llegué a Biarritz un día de primavera en que llovía mucho. El mar se hallaba velado por una espesa bruma, entre la que destacaban a veces los destellos acerados de las olas, con sus crestas de espuma derrumbándose sobre los oscuros acantilados que se alzaban en la playa. Me alojé en un hotel, desde el que se divisaba un ancho panorama, cubierto en aquella ocasión por una densa cortina de agua.
Al día siguiente aclaró bastante el tiempo, y pude ver con más nitidez el paisaje que ante mí se ofrecía, un paisaje marino de una extensión ilimitada, con una ciudad de viejos edificios que se apretaba al borde de la costa. Al principio me pareció un lugar sombrío, pero luego me di cuenta de que era muy soleado y alegre, con una luz muy clara que lo bañaba todo con gran suavidad. Aunque era una luz de primavera, daba la impresión de que tuviese cierto matiz otoñal, una dulzura que quizá solo se encuentra en las plácidas tardes de septiembre. Había algo en Biarritz que me atraía, quizá el tono azulado de sus promontorios, el brillo plateado de su mar, el bronco quejido de sus olas al chocar contra las rocas, la honda quietud de sus calles y de sus plazas, rociadas de historia, con pedazos de cielo que quedaban enmarcados entre algodonosas nubes… Me gustaba sobre todo pasear por la playa en los días azules, cuando una calma infinita parecía extenderse por el horizonte. Era una sensación nueva que yo nunca había experimentado hasta entonces, una emoción muy profunda que despertaba en mí goces insospechados: el mar, hinchado y rugiente, reclamaba a cada instante mi atención, con un poder al que yo no podía resistirme; acostumbrado a caminar entre paredes de piedras o de ladrillos, me hallaba ahora ante un escenario nuevo, en el que el espíritu se animaba a soñar con un mundo lejano, con un mundo vaporoso que estaba situado más allá de los límites de la realidad, en un espacio azul al que solo había de tener acceso la fantasía.
Con tales impresiones, era natural que volviera a coger la pluma para continuar mi historia. Fue un reencuentro feliz con la escritura, propiciado por aquel extraordinario impulso que yo venía sintiendo. Escribí con avidez, casi con prisa, como si hubiera acumulado muchas ganas de hacerlo durante aquel largo periodo en que estuve inactivo, como si quisiera resarcirme pronto de ello. El protagonista de la novela se tenía que enfrentar ahora a una serie de dificultades, a una especie de trampa urdida por viles enemigos. Sobrevivía con denuedo a todas las pruebas, hasta que en una de ellas se vio al borde de la muerte: comprendí entonces que todas las experiencias que yo había tenido me servían para reparar ahora en el lado oscuro de la vida; en la novela había de reflejarse a la fuerza la visión que cada uno tuviera de su existencia, los aspectos positivos o desagradables con que se hubiera encontrado; en mi caso concurrían ahora muchos factores que me obligaban a tener un concepto pesimista de ella, pues el fin al que conducían muchas veces las pasiones humanas no podía ser más desastroso.
En el hotel donde yo me alojaba coincidí con una mujer extraña. Tenía el cabello rubio, de un tono casi pajizo; lo llevaba a menudo despeinado, con una melena corta, como si no le importase la opinión que los demás se pudieran formar de ella; vestía también con cierto desenfado, con ropas que parecían más bien sucias o muy viejas. Sus ojos eran claros, de un azul turquesa, un azul de cielo en un momento del día en que se difuminan los colores; eran ojos que irradiaban luz y que miraban con cierta altivez, con gesto que a veces podía resultar algo ambiguo.
Lo más original, con todo, en ella no era su aspecto, sino el espíritu que se traslucía en cada uno de sus actos, la aparente indolencia con que se comportaba habitualmente. Era una mujer que atraía, quizá por ese mismo carácter tan peculiar que mostraba, un carácter que se resistía a ser comprendido al principio, en un primer contacto que con ella se tuviese.
A mí, ciertamente, me atrajo desde que la conocí. Fue en el vestíbulo del hotel, mientras yo aguardaba a que escampase un día en que también estaba lloviendo mucho. Ella, por lo visto, debía de esperar lo mismo, pues permanecía sentada en un sofá que había frente al mostrador de la entrada, abismada en pensamientos que parecían muy inquietantes. Yo, de pie, la observaba con disimulo, al tiempo que me preguntaba por el oficio o por las ocupaciones que habría de tener. Al comienzo creí ver en ella a una periodista que como yo había escapado del horror de la guerra, una intrépida reportera que había abandonado su trabajo para instalarse en un lugar más tranquilo. Tal era la apariencia que presentaba, muy diferente quizá de la que ofrecían las demás mujeres que yo había conocido. Tal vez por esta condición salvaje empecé a sentir más curiosidad por ella; durante varios minutos apenas logré apartar los ojos de su figura, sugestionado por el misterio que de forma natural se desprendía de su persona. Fueron instantes en que me quedé absorto, hasta que advertí con gran sorpresa que ella también me miraba. Lo hacía de un modo brutal, sin ningún tipo de reparo. Turbado por este imprevisto, simulé que volvía a mi habitación después de haber desistido de salir a la calle. Aunque no la conocía, comencé a sospechar que aquella mujer podía tener una importancia decisiva en mi vida.
Tras aquel encuentro se produjo otro, en el que por iniciativa suya llegamos a hablar de los motivos por los que habíamos coincidido allí. Los dos, en efecto, habíamos escapado de París, aunque en su caso la salida había ocurrido antes, obligada por la necesidad de acompañar a una familia con la que vivía. No se refirió a otras circunstancias: simplemente aludió a las personas con las que residía, dos ancianos que la habían hospedado y tratado en su casa como a una hija. Preguntada por lo que hacía, me contestó de forma evasiva que era algo que por el momento quería mantener en secreto, algo que quizá a mí no me interesaría.
Durante varios días no hice más que acecharla. Solía salir muy temprano del hotel, a una hora en que era todavía de noche. De una manera un poco apresurada recorría casi toda la costa, deteniéndose en aquellos sitios que podían tener una mejor vista, casi siempre los mismos. Yo la seguía a cierta distancia, escondiéndome a veces tras las piedras de los acantilados para que no me viera. El amanecer iba dejando por el filo del horizonte brillos anaranjados, racimos de luz que pronto se desparramaban. La extraña mujer continuaba su ruta de un modo mecánico, con pasos que con frecuencia se hundían en la arena de la playa. Se veía su pelo suelto oscilando sobre los hombros con indómita belleza, con un ritmo que semejaba acordado. Su silueta se recortaba a menudo contra el fondo negruzco del mar, en el que empezaban ya a distinguirse algunos destellos azulados.
Una mañana, sin yo esperarlo, se detuvo y miró hacia donde yo estaba. Creo que me vio, aunque no hizo nada por volverse sino que continuó caminando en la misma dirección, siempre muy erguida, con los ojos clavados en el paisaje, como si hallara en él un motivo con el que pudiera recrear su imaginación después.
En su manera de mirarme hube de percibir a partir de entonces cierta indecisión: quizá no sabía tampoco el papel que yo representaba ante ella; tal vez lo consideraba poco natural, producto de un interés que yo todavía no hubiera revelado.
El dueño del hotel, consultado por mí, me dijo que se llamaba Laure y que ejercía de escritora. El hecho de que desempeñara el mismo oficio que yo aumentó en mí las ganas de seguir conociéndola y, en un alarde de osadía, me aventuré a trabar con ella de nuevo conversación, esta vez en una plaza de Biarritz, donde los dos casualmente nos habíamos encontrado. Aunque parecía reacia a hablarme, yo procuré dirigir el diálogo hacia el asunto en el que deseaba que concluyera, la afición que ambos compartíamos por la escritura. Le confesé, llegado a aquel punto, que yo amaba la literatura y que había llegado a convertirse en mi principal pasión, sin la cual era difícil que concibiera la vida. En contra de lo que cabía suponer, Laure se mostró impasible ante este tema, como si no le diera la importancia que yo pensaba que para ella había de tener. Me sentí de veras ridículo ante esta actitud, por lo que no quise continuar hablando más sobre aquello, y traté de despedirme de ella con la mayor educación.
Tal esquividad, mezclada con la inusual belleza con que yo ya la contemplaba, provocó en mí un deseo cada vez más grande por descubrir lo que en el fondo de su alma escondía. La tomaba casi como una mujer fatal, a la que yo indefectiblemente había de perseguir hasta donde ella me quisiese llevar. Una mujer que tenía ya sobre mí un dominio absoluto, propiciado por la hipnosis que hubiese sabido ejercer en mi mente. Si era amor lo que sentía por ella, era un amor desmesurado, una pasión súbita que me arrastraba con impredecible empuje.
Durante algunas semanas, me dejé arrastrar por aquellos sentimientos. Era tal su efervescencia que apenas tenía ocasión de escribir con tranquilidad; aplazaba mi trabajo para un momento en que dispusiera de un ánimo más adecuado. La imagen de Laure la tenía grabada en mi cabeza: en los sueños se me aparecía una y otra vez, casi con la persistencia de una pesadilla.
De tal modo influía en mí que cuando me dijo que se marchaba a Florencia no dudé en seguirla: mi sino estaba ya unido al de ella de forma indisoluble, un sino que ahora me conducía a un nuevo lugar de Europa, del que yo había oído siempre hablar de una manera muy exaltada.
Viajamos los dos en los mismos trenes, aunque procurábamos siempre hacerlo en departamentos distintos. Ella, imperturbable, apenas se relacionaba con la gente con la que coincidía en el suyo; muchas veces yo la veía mirando por la ventanilla, abstraída nuevamente en el panorama que se descubría desde ella. Su perfil, destacado sobre el cristal, me resultaba enormemente bello, de unas líneas muy suaves. Aunque me hubiera gustado hablarle, me abstenía en muchos momentos de ello al no saber si podía molestarla. Era la suya una belleza que repelía a quien quisiera aproximarse a ella y que por eso mismo la hacía parecer siempre tan distante, ensimismada con frecuencia en sus pensamientos, rodeada por un aura de misterio que obligaba a tenerle siempre mucho respeto, como si se tratara poco menos que de un ídolo al que hubiese que venerar.
Florencia es una ciudad encantadora, como todo el mundo sabe: tiene un poder de atracción que quizá no lo tenga otro lugar en la Tierra. Su mismo enclave, entre varias colinas, es ya prodigioso. Si en París es el Sena el que le da identidad y carácter, en Florencia es el río Arno el que la distingue con su corriente, una corriente que al pasar por la urbe parece como que se ensancha en un intento por ceñirse más a ella. Yo me alojé en una pensión distinta de la que escogió Laure, pues no quería ser impertinente en el seguimiento al que de forma disimulada la había sometido. Lo peor que hay es atosigar con requiebros e insinuaciones a una persona a la que no le gustan; si ella es propensa a aceptar a uno, tales muestras de afecto las verá bien, pero si no es así, si la persona en cuestión no es proclive a acogernos, lo más probable es que nos rechace aún más, condenándonos a un distanciamiento del que ya no podremos salvarnos. Es lo que yo temía que ocurriera con Laure: si tenía alguna posibilidad de que ella me quisiera, tenía que conservarla con sutil esmero, con un cálculo exquisito.
Una vez instalados en Florencia, una de sus primeras costumbres fue la de pasear muy temprano, igual que solía hacer en Biarritz. En este caso, no era el mar lo que le llamaba la atención, sino la propia ciudad que ahora descubría con su dédalo de callejuelas estrechas y tortuosas, presididas siempre por la cúpula majestuosa del Duomo.
Florencia no era, como París, un lugar que se revela poco a poco, de un aspecto muy variable: su imagen era, por el contrario, siempre la misma, de una hermosura que no se podía hallar en ninguna otra parte. Era allí donde había sido labrado aquel conjunto arquitectónico, de un sello inconfundible, como una creación que hubiera sido ya concebida desde el principio del mundo. Era un sueño de piedra, esculpido con inmensa paciencia, por obra de tenaces y austeros artistas, un espectáculo magnífico que parecía que hubiese sido diseñado por una cuadrilla de ángeles.
Yo seguí los primeros días a Laure con cautela, hasta que me di cuenta de que mis prevenciones no eran necesarias, pues ella iba tan absorta en lo que veía que apenas se inmutaba de mi presencia cuando en algún punto nos encontrábamos. Yo creo que incluso le agradaba que la siguiese, pues quizá le halagaba que alguien hubiese decidido imitar sus gustos. La veía, en efecto, cada día más conforme con que yo caminase tras sus pasos, siempre a una prudente distancia para no  importunarla demasiado.
La situación acabó por normalizarse y a una tentativa mía por acompañarla respondió que no suponía para ella ningún inconveniente que lo hiciese. Fue así como se inició entre nosotros una relación más estrecha, siempre supeditada a las condiciones que ella de algún modo impusiese.
Me enteré de que había publicado dos libros y de que estaba escribiendo el tercero, precisamente ambientado en la capital de la Toscana, de la que ella deseaba tomar suficientes notas. Yo le confesé que también escribía, aunque no quise especificar sobre qué lo hacía. Las conversaciones, por lo general, tenían un tono muy comedido, como si ninguno de los dos nos atreviéramos a dar ventaja al otro con el descubrimiento de lo que en nuestro interior albergábamos.
Mi interés por ella aumentaba a medida que la conocía: me consideraba casi como un privilegiado por poder pasear a su lado, por observar las mismas cosas que ella a la sazón observaba. Todas las frases que pronunciaba eran revisadas por mí después: muchas parecían haber sido dichas con una intención especial, que yo trataba de escrutar con gran desvelo; analizaba el tono que había empleado, el modo con que me había mirado al decirlas; sospechaba siempre que hubiese algo oculto, un sentimiento quizá que no se atreviese a confesar a mí por un motivo que yo no había alcanzado a entender todavía. Todo esto hizo que aquel interés mío deviniese en un afecto desmesurado hacia ella, en una pasión sin límites que a veces me resultaba muy fatigosa. Necesitaba saber lo que Laure sentía: quizá si ella me lo decía yo podría desahogar aquellas emociones desaforadas que albergaba en mí. Hubo algunos momentos en que estuve a punto de preguntárselo, pero Laure parecía adivinar mis intenciones y siempre terminaba abortándolas antes de que yo se las expusiera. Tenía por lo común dos caras: una más condescendiente, en la que con frecuencia asomaba una sonrisa de complacencia bastante afectuosa, y otra más seria, en la que todo lo anterior era anulado por una expresión de lánguido ensimismamiento, por una expresión adusta que ahuyentaba todos los afanes por acercarse a ella.
Muchas veces, en nuestros paseos, subíamos hasta la cima de una colina, donde había un mirador rodeado por una recia barandilla de hierro. Desde allí dejábamos que nuestros ojos se sumieran en la contemplación del paisaje; pocas vistas habrá tan hermosas como aquella en el mundo: era un panorama único que se ofrecía a nosotros para que lo disfrutáramos en aquellos precisos instantes, un panorama compuesto por diversos accidentes, todos ellos distribuidos de una forma que resultaba muy armoniosa. Ocupaba la parte central del conjunto la ciudad de Florencia, con su cúpula del Duomo en medio de aquel abigarramiento de tejados y de torreones vetustos, de contornos y perfiles que semejaban recortados por manos de avezado orfebre. Era una ciudad, en efecto, que se diría hecha de manera artesanal para ser expuesta ante la gente, una obra manual que hubiese sido realizada con el minucioso esmero de un consumado miniaturista. Todo tenía el sello de lo delicado, de lo que está construido sin las premuras que impone el tiempo. A la hora en que nosotros contemplábamos Florencia, la bañaba una luz rojiza, una luz que luego adquiría un tono anaranjado cuando el sol se alzaba entre las colinas. El río Arno, muchos días turbulento, dejaba su destello plateado entre los edificios; en su orilla opuesta, se erguía la torre del Palacio Viejo, desdentada de almenas. Cuando el aire era más limpio, podía columbrarse a lo lejos la cadena de los Apeninos, de un color azulado.
Yo solía estar allí muy a gusto  y no necesitaba nada más para ser feliz. Imaginaba que Laure me quería y que saboreaba también aquellos plácidos momentos para estar a mi lado. Era, en fin, un sueño que me resistía a romper por el capricho de forzar una situación que tal vez no me favorecería. Me conformaba con permanecer allí, a escasa distancia de Laure, percibiendo casi el aliento que salía de su boca, el olor tierno que se desprendía a cada instante de su vestimenta. Si le declaraba mi amor, era muy posible que todo aquel encanto se deshiciera. Yo no debía arriesgar: había de esperar una ocasión distinta para tratar de conseguir lo que pretendía.
Las cosas, sin embargo, tienen su hora, muy diferente de la que nosotros acaso hayamos prefijado. Ante tal desajuste, es muy fácil que nos asalte la impresión de que llegamos tarde a una cita, a un encuentro que ya no habremos de celebrar por nuestra falta de celo. Nos queda la sensación de haber perdido una oportunidad que ya no volverá a presentarse, de no haber sabido discernir lo que más convenía en cada caso.
Esto me ocurrió a mí de alguna manera cuando comprobé que yo no era el único hombre con el que Laure salía. Fue un descubrimiento tardío que me causó una gran zozobra, sobre todo porque pude observar también que el otro con el que se veía era tratado por ella de un modo mucho más efusivo que el que empleaba cuando paseaba conmigo. Supe que era un pintor al que conocía desde hacía mucho tiempo, un artista como ella con el que compartiría seguramente muchas experiencias. El tipo era alto, de aire bohemio, con la nariz muy larga, los ojos un poco hundidos. Casi siempre iba vestido con una chaqueta vieja, de la que colgaban algunos flecos. Tenía el andar un tanto descoordinado, como si alguna lesión le impidiese guardar el necesario equilibrio.
A mí me sorprendió al principio que ella pudiese tener preferencia por aquel hombre tan desgarbado, desprovisto de la gracia o de la bizarría que suelen formar parte del atractivo masculino. Pensé que quizá su mayor virtud residiese en su interior, en los valores de índole espiritual que tal vez atesorase. Lo cierto es que a poco que lo vi con Laure empecé a tener celos de él, lo cual era hasta cierto punto nuevo en mí, una condición que ahora despertaba con una fuerza inaudita. Contribuyó a ello la impotencia que sentía, la forma en que se había desarrollado aquella extraña historia: al verme desplazado por otro, cuya existencia yo desconocía, no pude evitar que mi espíritu se rebelara, indignado por la suplantación de la que había sido objeto. Los celos constituyen un sentimiento descontrolado, una inclinación personal a la que casi es imposible sustraerse: yo fui arrastrado por ellos de una manera muy brusca, casi desde el primer instante en que vi a Laure sonreírle a él; me consideré engañado, despreciado por ella. Fue algo súbito que después iría arraigando en mí, extendiéndose por todo mi ser como un veneno contra el que no había de existir ningún antídoto.
Yo, a pesar de esto, no perdía nunca la esperanza de que ella me quisiera: creía que era además justo, un derecho que no me debía ser negado; las circunstancias tendrían que confabularse para que así fuera, quizá a causa de una discusión que entre Laure y el pintor se entablase, por una disputa enconada acerca de un concepto artístico, por una desavenencia que ninguno de los dos hubiera sabido evitar. La esperanza, si no se pierde, acrecienta el amor: es una llama con la que se alimenta de continuo el fuego de la pasión; yo ardía de celos y de pasión entonces, casi no podía contener las emociones que albergaba en mí, unas emociones que incluso me hacían sufrir cuando alcanzaban un punto de máxima ebullición.
Un día, movido por estos sentimientos, me presenté ante Laure dispuesto a aclarar la situación. Ella acababa de salir del hotel, seguramente para visitar a su amigo, con quien se citaba cada vez más a menudo. Estaba yo apostado en la acera esperando que pasase, conocedor ya de todos sus movimientos. Noté que iba más deprisa que en otras ocasiones, tal vez porque llegaba tarde a la cita. En cuanto estuvo a dos pasos de mí, no dudé en abordarla, siempre con aspecto distraído, fingiendo que aquel encuentro era solo fortuito. «Me gustaría hablar contigo hoy de un asunto muy importante», le espeté de improviso, en un tono que me resultó a mí mismo algo petulante. Ella se paró al momento y me miró con cierta sorpresa, como si no acabara de dar crédito a aquel atrevimiento mío. «Te concedo solo unos minutos para decirme lo que quieras», me respondió sin inmutarse, casi plantándose frente a mí con gesto retador. «El tipo con el que ahora sales no te podrá querer como te quiero yo», le solté sin dudarlo, con ganas de escapar pronto de aquel comprometido trance. «Si tú me quieres más que él no lo estás demostrando», repuso Laure sin abandonar su desafío, adoptando incluso una actitud más seria. «Yo solo pretendía que tú lo supieras», vacilé en decir, un poco intimidado por lo que había oído. Segura de su victoria, ella permanecía en su sitio, mirándome ahora con ojos abstraídos; parecía que me volvía a ceder la palabra, aunque yo en aquellos momentos no sabía lo que añadir. Fueron unos instantes muy tensos, en los que casi ya perdí la entereza que había mostrado. «Pues yo lo prefiero a él», oí que me decía con un acento muy firme, como si quisiera dar por terminada la conversación que habíamos emprendido.
No volví a hablarle: aquello fue para mí definitivo, un golpe tremendo que no esperaba, un golpe dado en el lugar más sensible, en el punto en el que indefectiblemente había de hacer más daño. Aquel amor que por Laure había sentido se me volvió casi amargo, mezclado con el abatimiento y la desolación en que había caído mi espíritu. Me sentí abandonado, despreciado por ella; no entendía nada, la vida para mí carecía de sentido, el mundo era algo absurdo, una realidad en la que los hombres proyectaban sus sueños y que luego los desencantaba de un modo muy cruel; todo se me desvanecía, todo era deleznable e inútil a mis ojos. Experimentaba una furia incontenible, un deseo impetuoso de acabar con mis principales propensiones; igual que me había ocurrido de otra manera en Elvira, quería huir, abandonar el lugar en el que me hallaba, refugiarme en otro más alejado, yo solo, sin nadie que pudiera alterar el curso de mis pensamientos.
Coincidió este desengaño con el final de la guerra. Por raro que parezca ahora, no conseguía alegrarme por un acontecimiento tan importante: había padecido tanto que todo lo demás apenas me afectaba, era algo que a fin de cuentas había de suceder, un hecho que habría tenido seguramente una serie de causas que lo habrían propiciado. En la historia nada ocurría por azar, sino que siempre había un conjunto de factores que determinaban lo que había de pasar, algunos de ellos quizá difíciles de comprender, actuaciones o movimientos inesperados que cambian los proyectos que se hubieran concebido, recelos o malentendidos que obligan a última hora a tomar una decisión equivocada…
La guerra había sembrado de muertes el suelo de Europa: había sido una locura que nadie había sabido parar, una locura horrorosa que había dado lugar a numerosos desastres. Yo, aunque no había participado directamente en ella, debía felicitarme por su final, por el término de una contienda en la que habían perecido inútilmente tantos conciudadanos. No podía permanecer indiferente, tenía que reaccionar, estar a la altura de las circunstancias que ahora se presentaban en el mundo. El amor me había causado, en efecto, un gran dolor, pero yo no debía sentirme hundido por ello. Durante varios días libré una batalla particular con el fin de sobreponerme: mi razón guerreaba contra mis sentimientos para tratar de vencerlos; mi conciencia herida se inclinaba por escapar de aquel estado, por volver a la normalidad de la que sin poderlo evitar había salido.
Me ayudó bastante en aquel proceso la propia creación: comprobé de nuevo que la literatura era un excelente ejercicio para olvidar, quizá el modo más digno de sobrevivir al dolor. Continué así la historia, que había quedado ya casi al borde del desenlace. En ella, el protagonista se recuperaba de un lance que estuvo a punto de acabar con su vida; de forma milagrosa, terminó curándose. Durante la convalecencia, en ese periodo lánguido que sucede a toda enfermedad grave, conoció a una mujer que se interesó mucho por él. Era una de las sirvientas del hotel donde había decidido instalarse después de salir del hospital. Se  trataba de una chica muy humilde, bastante menor que él, una chica que aparentemente no reunía las condiciones necesarias para que él la quisiera. Al principio le resultó grata su compañía, pues hacía mucho tiempo que no había tenido a su lado a nadie que se preocupara por él. La muchacha, por su parte, se sentía inclinada a asistir a aquel hombre: lo veía solo, dolorido aún por las heridas que sin merecerlo le habían infligido. Se compadeció tanto de él que acabó queriéndolo. Él se dio cuenta de ello por el trato que le dispensaba, por el cariño con que lo atendía, por la forma con que a veces se quedaba mirándolo. Casi al mismo tiempo, se vio también atraído por ella, por la inmensa dulzura que de ella emanaba: sentía una necesidad imperiosa de tenerla junto a él; cuando no estaba, la echaba de menos de un modo exagerado. Al amor que la sirvienta le tenía no podía por menos que corresponder de la misma manera, con un amor también desinteresado, con una entrega absoluta. La novela terminaba, pues, con un final feliz, muy distinto del que en su origen había imaginado. Me di cuenta, al acabarla, de que el protagonista corría una suerte muy diferente de la mía, quizá porque la realidad supera casi siempre a la ficción.
Como la había escrito en español, tuve que traducir la novela después al francés, idioma en el que al fin se había de publicar. Comencé a realizar este trabajo en Venecia, ciudad a la que resolví trasladarme antes de abandonar Italia. Mi idea no era otra que regresar a París, donde tenía mi casa.
Venecia fue para mí un auténtico bálsamo. Después de lo que había sufrido, en ningún sitio podía encontrarme mejor que allí. Más que el establecimiento en un lugar que hubiera elegido en el mapa, igual que me pasó en París, parecía el encuentro con algo que ya hubiese soñado, un encuentro que tarde o temprano se había de producir, escrito en un destino que nadie podría modificar. Tuve la sensación desde el primer momento de que me adentraba en un mundo fantástico, en una ciudad que se hallaba situada más allá de los límites de la realidad. Todo era en ella prodigioso, la belleza incomparable de su arquitectura, la forma en que esta aparecía dispuesta, los canales que la cruzaban… Parecía una ensoñación surgida del agua, un resto de civilización que hubiese emergido milagrosamente de los fondos marinos, una urbe quizá naufragada que se hubiera resistido a hundirse.
Yo me instalé cerca de la plaza de San Marcos, desde donde todas las tardes partía para dar un paseo en góndola. Es este quizá uno de los placeres más reconfortantes que puede uno tener en la vida: yo a veces no sabía si era real lo que estaba sintiendo, todas las impresiones que en mi cerebro se iban grabando; me creía por momentos transportado a un cuento, a un cuento lleno de magia en el que yo era el personaje más importante, un sujeto gallardo que era víctima de un entresijo de engaños y de embelecos, urdidos todos por unas fuerzas extrañas que actuaban a través de unos seres misteriosos. Todo esto pasaba a veces por mi mente cuando yo discurría por los canales, embelesado ante el embrujo con que la ciudad se presentaba a aquella hora, de un color amelocotonado, con reflejos de un tono rosáceo en algunas fachadas más antiguas, donde la luz del atardecer parecía enredarse en las celosías de las arcadas, una luz tibia con acento oriental que acababa diluyéndose en un crepúsculo de cobre.
Tardé más de dos meses en traducir la novela, lo cual no estaba nada mal en las condiciones en que lo hacía, sin otra ayuda que la de un viejo diccionario. A falta de una corrección, decidí ya emprender mi regreso a París, después de haber pasado uno de los períodos más agradables que recuerdo, una vez que me hubiera liberado de todos los resquemores que me habían quedado de mi último desengaño.
Llegué a París, igual que la primera vez, una mañana de junio en que hacía bastante calor. La impresión que me causó al principio fue la de un lugar tranquilo, en el que apenas había ocurrido otra cosa que la agitación que se deriva de sus quehaceres cotidianos. La imagen que yo conservaba en mi memoria, después de dos años casi de ausencia, se correspondía perfectamente con la que ante mis ojos ahora tenía. Parecía más bien que hubiese regresado después de un tiempo muy breve, quizá de un día tan solo, en el cual yo hubiese querido hacer alguna excursión al campo.
París apenas había cambiado, igual que yo probablemente tampoco lo había hecho: creo que hay una especie de consonancia entre el estado en que uno se encuentra y lo que uno ve; yo debía de seguir siendo entonces el mismo a pesar de las tristes experiencias que había tenido; por muy mal que lo hubiese pasado, continuaba conservando el mismo espíritu, imbuido de todas las ideas que siempre lo habían asistido. París, por igual razón, permanecía también fiel a su estilo, a pesar de la guerra que acababa de padecer: seguía pareciendo una ciudad vieja, con cierto tono moderno, una ciudad que semejaba emerger de su pasado, en el que hasta hace poco hubiese estado sumida.
Apenas me hube instalado de nuevo en mi casa, lo primero que hice fue salir para pasear otra vez por las calles, envueltas en esos momentos en un sutil encanto. La torre Eiffel, vista desde lejos, reclamaba continuamente mi atención: era como un faro que orientase siempre mis pasos, un faro enorme que se elevara como una prodigiosa antorcha de hierro sobre el cielo parisino, sobre un fondo azulino con trazos de un verde casi turquesa. El río Sena, con sus aguas un poco revueltas, fluía entre los muros de piedra como si se deslizara por un callejón hondo hacia un destino incierto. Por los muelles, a la sombra de los olmos y de los álamos, yo paseaba con la placidez del que ya no espera otra cosa de la vida: era tanta la calma que allí sentía que todo lo demás me parecía ya superfluo en ella. París, por cualquier sitio que pasara, volvía a ser para mí muy hermoso, la plasmación casi de un sueño que yo hubiese albergado en otra época.
Después de unos días de reparador recreo, me puse a corregir el manuscrito de mi novela. Me di cuenta de algunos fallos, que traté de subsanar del mejor modo que pude, siempre que no desentonara con el conjunto. La corrección debe ser ponderada, pues es fácil que ocurra que por cambiar algo  empeore el resto, dando lugar acaso a una repetición que resulta aún más improcedente. Fue una labor lenta, en la que empleé bastantes horas. Tras ella, me dediqué con mucha paciencia a pasar a máquina la obra, animado por la idea de que ya no necesitaba ningún otro repaso. Tardé algunos días en hacerlo. Cuando terminé, fui a llevársela a monsieur Dupond, con quien de alguna manera tenía una deuda contraída. Hasta que no tuviera la novela acabada no quería visitarlo: me había propuesto ir a verlo con mi novela bajo el brazo, feliz por hacerle entrega de un regalo que quizá él había estado esperando durante todo aquel tiempo.
Salió a recibirme él mismo, vestido con la impecable elegancia de siempre. Parecía como si no se hubiera sorprendido de mi presencia, como si de algún modo hubiese adivinado que había de llegar ese mismo día. Lo noté un poco más envejecido, quizá por el efecto que en él hubiera hecho todo aquel periodo en que había dejado de verlo. Su mirada seguía siendo franca a pesar del carácter morigerado con que solía comportarse. En su saludo esbozó una tímida sonrisa, que yo correspondí con otra posiblemente más efusiva. Me dijo que se alegraba mucho de mi vuelta y que tenía para mí nuevos encargos que podía ejecutar enseguida: me hablaba como si no me hubiera ausentado de mi trabajo, seguro de la responsabilidad con que yo había de cumplirlo. Yo, por mi parte, le contesté que era también para mí una alegría volver a la editorial que él presidía, al tiempo que le mostraba con gran satisfacción el paquete donde llevaba mi manuscrito. Se quedó mirándolo un rato, hasta que por fin pareció conjeturar de qué se trataba; con un gesto muy parco de la mano me invitó a pasar a continuación a su despacho, donde probablemente hablaríamos con más confianza de la novela que había escrito.
Él se sentó en su sillón y yo esperé de pie a que abriera el paquete, tras de lo cual se puso con enorme parsimonia a hojear mi obra. Leyó el comienzo, casi hasta el final de la primera página, desde la que fue saltando al azar a otras de la parte central. Se entretuvo un poco en ellas, apenas unos instantes, en los que daba la impresión de que meditaba sobre lo que hubiese leído, tal vez atrapado por una palabra o por una expresión que lo hubiese sorprendido, aunque en su rostro no se reflejaba ninguna señal de lo que pensaba. Influido por su calma, yo me abstuve de hacer comentarios y me armé de paciencia para aguardar el momento en el que él manifestara su opinión, en el caso de que tuviese a bien revelar lo que le había parecido. Después de algunos segundos de indecisión, se trasladó a la última hoja, donde se detuvo el tiempo necesario para leer el final. Cuando ya lo hubo hecho, devolvió el manuscrito al principio y lo colocó con mucho cuidado en el centro de su mesa, sin apartar todavía los ojos de él, sugestionado quizá por su título, En un lugar del corazón, con el cual yo había pretendido captar la atención. Pasó repetidas veces las manos sobre él, como si lo estuviera acariciando; yo infería de aquella acción que no debía de ser malo su parecer y que cabía alguna posibilidad de que no hubiese creído descabellada su publicación. «Lo tengo que leer», dijo con una mueca que yo no supe entonces descifrar, una mueca quizá ambigua con la que procuraba postergar su decisión.
Yo, sin embargo, estaba seguro de que acabaría publicando mi novela, pues me había prometido que lo haría y él no era hombre que se desdijese de nada. Esperé una semana, durante la cual realicé varias tareas en la editorial, todas ellas previstas ya por él. Cuando me volvió a llevar a su despacho, no pude evitar que me asaltaran algunas dudas, ya que a última hora no me terminaba de creer que mi obra hubiera podido gustar a monsieur Dupond. Su actitud apenas cambió con respecto a la vez anterior; llevaba el manuscrito en la mano, como si se dispusiera a devolvérmelo; yo casi esperaba lo peor, lo seguí con pasos inseguros y vacilantes, con el ánimo algo contraído. Cuando llegó a su mesa, se volvió inopinadamente y me sonrió con cierta timidez, como había hecho tantas veces desde que yo lo conociera. C’est magnifique, me aseguró de pronto, con la voz un poco velada por la emoción. Durante unos instantes yo no dije nada; me pareció que no era verdad lo que acababa de oír, por un momento pensé incluso que estaba soñando, no podía ser cierto que mi trabajo hubiera merecido tan alto calificativo. Monsieur Dupond me miraba ahora con un poco de extrañeza, quizá porque no comprendía que yo tardara tanto en reaccionar. Me vino a la memoria la figura de monsieur Ronsard: consideré por un segundo lo que él hubiera respondido en aquella situación: de alguna manera él había sido mi maestro, el mejor modelo en el que yo debía fijarme. «¿De veras le ha gustado?», pregunté sin acabar todavía de creérmelo, como si fuese realmente otro el destinatario de aquel elogio. Con una sonrisa ahora más franca, monsieur Dupond me reveló que le había encantado la novela, especialmente por la fuerza y la tensión con que había sido escrita, por el modo en que había resuelto el argumento; me dijo también que le había parecido muy acertado el protagonista, en el cual podía ver representados a muchos hombres, quizá al mismo hombre en distintas etapas de su vida, un individuo complejo que no respondía a un único patrón, lo mismo que pasaba con todos alguna vez, pues la psicología humana no podía ser tan simple como quizá hacía creer, cada persona escondía un mundo intrincado de tendencias y de posibilidades que escapaban a cualquier intento de explicación. Durante un rato nos entretuvimos en elucubrar sobre aquellas afirmaciones, derivadas en buena parte de lo que se contaba en mi historia, la historia de un sujeto que se había parecido bastante a mí pero que después había ido cobrando una identidad propia, muy diferente acaso de la que yo tenía entonces.
Los días que siguieron a la aceptación de mi novela fueron muy venturosos para mí: embargado de ilusión, todo lo veía como un don que yo hubiera de recibir para entregarlo a los demás; si se me había otorgado la gracia inestimable de escribir, era evidentemente para que la compartiera, para que otros se aprovechasen de ella de un modo que yo no podía predecir. Tal sentimiento me impulsó a ser más comunicativo y generoso con los que me rodeaban, como de hecho me pasó por aquel tiempo con Antoine, a quien en más de una ocasión había intentado evitar en otra época por los excesos en que a veces caía.
Con él volví a salir algunas noches. Como era todavía verano, la temperatura resultaba por lo común bastante agradable, sin que ningún viento fresco aún la perturbara. Teníamos costumbre de pasear por las orillas del Sena, siempre bajo la sospecha de que algo nuevo estaba a punto de sorprendernos, quizá una aventura con la que nunca hubiéramos contado, el encuentro con algún personaje que nos hubiese de revelar un secreto importante. Yo, con mucho cuidado, procuraba andar al ritmo con que lo hacía Antoine, siempre limitado por su congénita cojera. Una y otra vez paseábamos por los mismos sitios, como si no tuviéramos otros lugares a los que ir; sin que nos pusiéramos de acuerdo, casi siempre concluíamos en el mismo punto, en una de las calles que confluyen en Notre Dame, donde había una taberna que nos gustaba mucho. Por raro que parezca, quien empezaba a animarse con el vino era yo: antes de que él se tomase dos copas de burdeos, yo ya me había tomado cuatro, deseoso de alcanzar pronto ese punto de euforia en que nada nos separa de la persona con la que tratamos; más que un amigo, Antoine se convertía en esos instantes para mí en un hermano. Me daba cuenta de que no era el tipo que yo había imaginado antes, propenso a exaltarse contra una burguesía a la que en el fondo quizá odiara, un tipo de modales incorrectos que siempre viviría al margen de una sociedad en la que no terminaba de integrarse. Tal vez movido por mi condición de novelista, había empezado a interesarme algo más por él, tratando de hallar las causas que quizá originaban aquel comportamiento tan estrafalario. Comprendí que una de ellas podía haber sido aquel defecto físico que lo obligaba a andar renqueante, al que se había sumado con los años el encorvamiento de la espalda, haciendo que su figura no resultara demasiado agradable: lo que en otros es quizá un motivo de humildad y de templanza del carácter, en él lo fue de acomplejamiento y de encono contra todos los que en el mundo hacían ostentación de su suerte; él, que no había nacido como la mayoría de los mortales, tenía que soportar condolencias, exámenes disimulados y oprobios sin cuento, como si fuera casi un animal herido y maloliente al que necesariamente había que apartar para que no contaminase al resto. Todos estos sentimientos, unidos a otros que en él surgieran, habrían conformado un espíritu rebelde, siempre descontento con las cosas que la vida le presentaba. Entre sus aspiraciones, tal vez se hallaba la de superar sus complejos, después de haber comprobado quizá que las limitaciones físicas no eran las únicas que a las personas condicionaban. Trató posiblemente de compensar las suyas con otros valores y virtudes que él tuviera, con ciertas habilidades y actitudes de las que ya hubiese dado a lo mejor sobradas muestras. Con el tiempo, lograría resarcirse de lo que hubiese experimentado antes, quizá encontró un equilibrio solo aparente, con el cual consiguió que los demás lo aceptaran en los distintos ambientes en los que tenía que desenvolverse. Le quedaría, a pesar de todo, un resto de pesadumbre, un resabio de dolor que lo inducía a prevenirse contra lo que le pudiera deparar la vida. Para entenderlo, había que tratarlo con mucho cariño, como yo hice por fortuna en aquellos días: poco a poco se me reveló con un alma exquisita, dispuesta a darse a quien con ella fraternizase, un alma pura de un hombre que había sufrido acaso mucho y que ahora había descubierto a un amigo que lo comprendía y que había comenzado a confiar plenamente en él. Tal novedad lo impulsó a intimar cada vez más conmigo: en lugar de despotricar contra la burguesía, le daba más bien por confesarme los pecados en los que había caído, todos ellos por pensar mal o por no hablar adecuadamente, ninguno a causa de una acción de la que hubiera de arrepentirse: había llegado a sentir odio en una determinada etapa de su existencia, un odio visceral que él no controlaba y que solo se dirigía hacia un sector de la sociedad, no hacia un individuo concreto por el que él tuviese aversión; se acusaba incluso de haberlo calumniado sin motivo, de haber difamado a aquel ente abstracto en el que creía ver representados todos sus males.
Antoine escondía un corazón muy bueno, en el cual podía albergar también sentimientos muy nobles, nacidos de la confianza que otra persona depositase en él, como yo comprobé precisamente en aquellos días. Fue tal el clima que se creó entre los dos que solo estábamos pendientes de lo que a uno o a otro interesase, sin reparar en lo que a nuestro alrededor pasara: vivíamos ajenos a todo, absorbidos por lo cada uno al otro le revelase, algunos secretos quizá que ninguno hubiese contado todavía a nadie.
Un día que nos hallábamos en la referida taberna, Antoine dio en hablar acerca de lo que para él había sido el amor. Animado por el vino que ya había bebido, quiso relatarme los casos en los que a lo largo de su vida se había enamorado. Eran realmente muy pocos, solo tres quizá, como si hubiera debido de escoger muy bien a la persona en la que había de fijarse. Fueron todos amores no correspondidos que sin embargo a él no le habían ocasionado un dolor muy grande, tal vez porque no había esperado otra cosa de ellos. Me dijo que le habían servido para soñar, para escapar de una existencia que le resultaba siempre demasiado mezquina. Sabía, en efecto, que eran mujeres que a él no lo iban a querer, pero se sentía feliz imaginando lo que con ellas pudiera alcanzar, la dicha tan inmensa que con su compañía le hubiera sido posible conseguir. Las amaba tanto que se conformaba con desearles lo mejor: su felicidad consistía sencillamente en anhelar la suya, en pensar que él ya no tenía otro objetivo en la vida que ese. L’amour est fantastique, proclamaba a cada instante, evocando aquellos momentos en que se olvidaba de sí mismo para centrar sus pensamientos en la mujer a la que más quería en el mundo, con la que le hubiera gustado compartir todo lo que tenía. Como a veces no se quedaba satisfecho con lo que decía, intentaba explicarlo de nuevo, recurriendo a expresiones con las que procuraba ponderar la calidad de sus sentimientos, los extremos a los que él llegaba en su modo de amar a aquellas mujeres.
Yo, por mi parte, le referí también las experiencias que había tenido, todas frustradas por diversas razones. Le dije que no me consideraba desdichado por ello y que todavía aspiraba a tener lo que hasta entonces se me había negado. Creía de alguna manera en el destino, en lo que en él ya estuviese anunciado, contra lo cual nada se podía realmente hacer.
En los ojos de Antoine revoloteaba de vez en cuando una sonrisa, como si con aquel tema despertara en él la ilusión que en otro tiempo hubiese sentido, una ilusión propensa también a manifestarse en el tono de su voz y en los movimientos de sus manos siempre que volvía a hablar del amor, sobre el que nunca se cansaba de opinar y de añadir nuevos comentarios.
Desde aquel día, tuve a Antoine por un ser extraordinariamente delicado, con el cual a mí me había correspondido la suerte de encontrarme.





















6



En un lugar del corazón, mi primera novela, acabó de imprimirse el 26 de octubre de 1917. Con una tirada de mil ejemplares, se puso a la venta una semana después. Monsieur Dupond, en su presentación, resaltó las cualidades que delante de mí ya había destacado; subrayó que su principal mérito era el valor que yo había concedido a los sentimientos. Fue este un acto muy sencillo, en el que yo recordé brevemente las vicisitudes por las que había pasado para publicar el libro; evoqué también a monsieur Ronsard, a quien reconocí como mi maestro y mi principal mentor, sin el cual probablemente no hubiera escrito aquella historia.
Pasé después una temporada muy feliz, en la que a cada momento era requerido para decir unas palabras sobre mi obra o para dedicar unos ejemplares a personas que tenían alguna relación conmigo. Monsieur Dupond me había dado permiso para que estuviera unos días libre de encargos, siempre dispuesto para acudir a todos los sitios adonde se me llamase con el fin de dar una mayor difusión a la novela.
Aunque recibí alguna que otra crítica, la opinión general fue bastante favorable, especialmente entre los lectores. Advertí que a estos lo que más les había gustado era el parecido que pudiera tener la historia con la realidad, de la cual nunca querían apartarse: deseaban verse representados de alguna manera en aquella, como si la misión del arte no fuese otra que la reproducción del mundo en el que  se vive; actuaba en ellos el mismo prurito burgués que movía a los novelistas del XIX a escribir sobre los asuntos que más podían interesar a los lectores de aquel tiempo, cayendo así en un tipo de literatura realista que acabó abarcando un amplio espectro de la sociedad.
La mía, en cambio, no era una novela de este cuño: aunque partía de unas experiencias muy similares a las que yo había tenido, después tomaba un camino propio, derivado de la misma evolución del protagonista. Este, llegado a un punto, ya no era yo, sino que era un sujeto distinto, un ente de ficción que se adentraba en el mundo de la fantasía, compuesto quizá con los retales que mi imaginación quiso rescatar del plano real. Yo trataba de explicar esto a la gente, aunque me costaba mucho que me entendieran. La mayoría de los lectores se empeñaban en verme reflejado una y otra vez en el protagonista: creían que la obra era autobiográfica, incluso en los aspectos en que resultaba menos creíble que yo me viese retratado.
Aparte de monsieur Dupond, el único que había reparado en mi intención era Antoine, con quien ya me unía tal amistad que era difícil que le pudiese ocultar cualquier detalle que apuntara en mí. Para él, el protagonista de mi novela era otro ser que se escondía en mi interior, un alter ego que no era fácil de determinar, pues se trataba de una especie de fantasma que se hubiera originado en mi subconsciente, según él.
Pasaron varias semanas en las que apenas se hablaba de otra cosa que de mi obra, hasta que todo fue volviendo paulatinamente a la normalidad. El otoño, mientras tanto, había cedido a un invierno que se presentaba muy crudo, con escarchas que cubrían París de un fúlgido envoltorio de cristal, con vientos muy fríos que a veces recorrían las calles con una furia desenfrenada, con tardes de sol que lucían como rojizos rescoldos que estuvieran a punto de apagarse entre las sombras, con nubes oscuras que manchaban el cielo de crespones marrones y morados, con lluvias de plata que arreciaban en las madrugadas con un rumor insomne en todos los tejados…
Gracias a la publicación de mi novela, yo ingresé muy pronto en algunos círculos de literatos. Conocía a algunos de sus miembros, con los cuales había tenido cierto contacto en las tertulias que con monsieur Ronsard frecuentaba. Casi todos, sin embargo, eran nuevos, muchos de ellos venidos de otros sitios. París, una vez que se restableció de la guerra, volvía a ser la ciudad cosmopolita que siempre había sido, una ciudad del arte y de la poesía, en la cual se podía vivir sin duda muy a gusto.
Al principio yo guardé cierta prudencia en aquellos encuentros, pues de algún modo era un advenedizo en el campo de las letras, donde acababa de hincar una pica con la reciente aparición de mi libro. Otros, más jóvenes que yo, todavía inéditos, no se atenían sin embargo a este criterio, y daba la impresión de que les respaldaba un clamoroso éxito editorial, con el que debían de estar seguros para jactarse de todo lo que hablaban. Me llamó la atención especialmente uno, un tipo bastante apuesto, con aire de deportista ostentoso y engreído, con el flequillo siempre caído sobre la ancha frente, los ojos relampagueantes, la boca algo torcida por el modo tan alambicado que usaba para exponer sus argumentos. Tenía la voz recia, con un acento que a mí me parecía siempre un poco artificioso, fruto quizá del esfuerzo que hacía por hablar de una determinada manera. Era norteamericano, se llamaba Albert, aunque entre sus compañeros había tenido ya diversos apodos, casi todos derivados de su propensión a la bebida, de la que no podía prescindir ningún día; a pesar de que ingería bastante alcohol, nunca llegaba a mostrarse borracho, al menos hasta el punto de no controlar sus palabras: tenía ese don de contenerse cuando era preciso, de saber dominar sus impulsos cuando se veía en peligro de desbocarse; era lo que yo más admiraba en él, su resistencia al alcohol, su forma de escapar al poder de sus efluvios en los momentos en que era más fácil ceder a ellos. Tendría veinticinco años, quizá menos; entre sus méritos literarios, contaba tan solo con la publicación de dos o tres cuentos en una famosa revista; sin embargo, se las daba de escritor avezado, como si tuviera una brillante carrera a sus espaldas, de la cual parecía presumir cuando se refería al reconocimiento que la crítica le había brindado por sus relatos. Yo a veces me atreví a refutar algunos de sus argumentos, para lo cual aduje ciertos ejemplos de autores a los que había leído mucho, considerados por la mayoría de los presentes como autoridades incontestables; al contrario de lo que pensaba, Albert soslayó siempre la disputa conmigo, tal vez porque no era su verdadera intención: con la soltura con que siempre se desenvolvía, supo en esos casos desviar la atención hacia otros asuntos, hacia otros temas que resultaban menos comprometidos. Yo creía que no debía de ser de su agrado, pero él en varias ocasiones me demostró que no tenía nada contra mí, como así trataba de significar con las cariñosas palmadas que entonces me propinaba en los hombros.
Un amigo suyo, que apenas había intervenido en las tertulias, nos dio un día una grata sorpresa con la lectura de un fragmento de una obra suya que iba a ser publicada próximamente en una prestigiosa editorial de Londres. Era una narración prodigiosa, según pude colegir de lo que nos leyó, una narración en la que se mezclaba el presente con el pasado, confundiéndolos en un tiempo impreciso, con resabios de una edad de oro que se hubiera ya perdido entre los pliegues de la historia. A mí me encantó, sobre todo, la manera de contar las cosas, el modo de atrapar al lector en el desarrollo de los hechos. Me causó tal efecto que llegué a pensar que no había oído nunca nada igual, ningún relato que pudiera impactar tanto a los oyentes como aquel.
Lejos de lo que cabía creer, el amigo de Albert apenas daba muestras de poseer un talento tan maravilloso: pasaba por ser un hombre casi insignificante, con atributos muy parecidos a los que pudiese tener cualquier otro. Era bajo, con la cabeza muy grande, desproporcionada en relación con el cuerpo; tenía las cejas muy pobladas, los ojos casi escondidos detrás de ellas; la nariz era más bien pequeña y un poco respingona, lo que le confería cierta gracia que luego no se corroboraba con otras manifestaciones. A diferencia de Albert, era muy parco en hablar y, cuando lo hacía, realizaba muchas interrupciones en su discurso, quizá por miedo a equivocarse o porque no estuviese muy seguro de que fuera capaz de despertar el interés de los demás. Empleaba por lo general un tono muy bajo, tal vez por esa misma desconfianza que sentía: sus palabras a veces se perdían en un murmullo casi imperceptible, en una suerte de silbido en el que se iban enredando y confundiendo todos los sonidos, como si ya careciese de fuerzas para pronunciar. Por eso, cuando el tal sujeto leyó aquel texto de su novela el efecto que causó fue muy grande, ya que casi nadie esperaba que se expresara de aquel modo después de haber dado tan escasas señales de vida.
Otro que acudía a aquellos círculos era un individuo desgarbado, de piernas arqueadas, con una melena mucho más larga de lo que debía de ser habitual en aquel tiempo. Tenía la cara estrecha, las mejillas hundidas, los ojos siempre rodeados de un cerco morado. Con la languidez de su rostro contrastaban unos ademanes enérgicos, producidos por su genio inquieto y vivaracho. Su palabra salía tensa, cargada de fuerza y de emotividad: a poco que le interesara un tema, se ponía a discurrir en voz alta sobre él de la manera más vehemente, dando muestras de su gran impulsividad. En literatura, le gustaba hablar sobre poesía, de cuyos últimos frutos se consideraba un ferviente enamorado: destacaba el papel de las novedades que habían introducido en este campo las vanguardias, la ruptura que estas habían significado en todos los órdenes de la creación. Él había escrito poemas bajo el influjo del dadaísmo, algunos de los cuales nos leyó de un modo muy exaltado en una de las tertulias.
A pesar de la innegable singularidad de estos escritores, con quien yo mejor me seguía llevando por entonces era con Antoine. Nos tratábamos, según ya he adelantado, como verdaderos hermanos, siempre en disposición de confesarnos cuantos secretos pululasen por nuestras mentes. Vivíamos como dos seres gemelos que comparten unos mismos intereses y que casi coinciden en todas sus decisiones. Aun cuando a veces discrepábamos en algunos puntos, siempre procurábamos entendernos, principalmente por el mayor provecho que podíamos sacar de nuestros actos. Si alguno de los dos tomaba una determinación, el otro solía secundarla enseguida, movido por la necesidad de quedar fuera del proyecto o de la acción en los que aquel se embarcase.
A Antoine, últimamente, le gustaba visitar locales de moda, en los que se juntaban muchos jóvenes con grandes deseos de divertirse. Él, que estaba ya en una edad muy próxima a la decadencia, recibía un enorme impulso en aquellos ambientes. Aducía que estaba harto de los formalismos y que allí era donde únicamente su espíritu se animaba, al contacto con unas gentes que nada tenían de artificioso o de sofisticado, unas gentes sanas que solo querían reunirse y disfrutar de las cosas buenas que la vida les deparaba. Yo asistí con él a más de una de estas celebraciones, deseoso de observar lo que en ellas se desarrollaba, y la verdad es que no encontré nada que fuera reprobable, ningún comportamiento que resultara quizá indecoroso. Más que dos intrusos, parecíamos dos observadores despistados, un poco anacrónicos, que habían decidido formar parte de aquella sociedad, en la que sin duda se sentían más a gusto que en la que ellos normalmente se desenvolvían, una sociedad sin mentiras en la que todo era natural y espontáneo, quizá expuesto a veces con demasiada premura, con ansia por mostrar pronto los deseos que en el interior se movían. Llegó a ser tanta la expectativa que nuestra presencia despertaba, que al final fuimos acogidos como dos integrantes más de aquellos grupos de jóvenes que allí concurrían. Antoine, sobre todo, suscitó grandes simpatías, tal vez por su aire de poeta melancólico y trasnochado. Fue visto como una figura extraña, salido de un mundo muy diferente del actual, un mundo tal vez de novela en el que todo sucedía de un modo prodigioso. Envuelto en tal aura de misterio, llegó a convertirse en una especie de taumaturgo al que se hubiese de rendir admiración y agasajo; sus alocuciones, espoleadas por el público que ante él solía congregarse, versaban sobre los más variados temas, con los cuales daba pruebas de un ingenio casi inagotable. Yo nunca hubiera creído que su locuacidad pudiera alcanzar aquel extremo: lo veía tan animado que me parecía casi un ser totalmente renovado, rejuvenecido por la influencia de aquella efervescencia juvenil con la que tomaba contacto. En su rostro ya no asomaba aquel fondo de pesadumbre que yo a veces había atisbado, procedente quizá de aquellos ingratos complejos que tanto lo hubiesen marcado. Yo, por supuesto, me alegraba de aquel cambio, pues lo que a él le pasaba era como si me pasase a mí, como si fuese algo que los dos hubiéramos de sentir al mismo tiempo. Je suis trés heureux, proclamaba muchas veces después de haber tratado con aquellos jóvenes, con una exaltación que no era ahora causada por sus excesos alcohólicos.
Pero Antoine no fue el único que se vio allí admirado. Sin yo esperarlo, cuando ya había transcurrido casi un año desde la publicación de mi novela, una de las chicas que allí solían ser más habituales tuvo la osadía de mostrarse plenamente rendida ante mi genio. Casi sin preámbulos, declaró que le había encantado mi obra y que estaba por ello muy interesada en conocerme. Yo, que no me hallaba entonces preparado para recibir tan inesperado elogio, caí sin darme cuenta en la red que me tendía. Como era además extraordinariamente bella, me dejé de inmediato seducir por sus miradas, por el irresistible encanto que se desprendía de sus ojos. Tenía un atractivo natural que sabía aprovechar muy bien, con gestos y palabras que causaban enseguida un gran efecto.
Influido por aquella atmósfera tan halagadora, yo no encontré en ella nada que pudiera disgustarme. Desde el primer momento, como decía, la vi muy hermosa, agraciada con una juventud que destacaba aún más los dones que la naturaleza le había otorgado. Tenía el cabello rubio, la tez sonrosada, los ojos de un azul casi grisáceo, los labios tan bien dibujados que semejaban haber sido trazados por el pincel de un avezado artista. Todo en ella se mostraba perfecto, distribuido con la armonía que solo se aprecia en los seres más privilegiados, en aquellos que parecen escogidos para representar un papel que solamente a ellos estuviese reservado. Se llamaba Irène; era hija de un famoso médico de París, como muy pronto pasó a informarme en aquella primera conversación que mantuvimos. Me contó también que ella desde pequeña había sentido inclinación por la música pero que después la había abandonado por falta de disciplina; se confesaba un poco vaga y un tanto reacia a seguir unas pautas de conducta; con veintidós años que tenía, su mayor ilusión consistía en encontrar a la persona que la quisiera, con la cual pensaba compartir el resto de su vida. 
Yo no le di mucha importancia a aquellas revelaciones, pero en el siguiente encuentro que tuve con ella no pude por menos de reparar en el excesivo interés que mostraba en hablar conmigo. Por mucho que admirara mi novela, no era muy normal que quisiese averiguar todas las circunstancias personales en que fue escrita, todos aquellos detalles que nunca conoce el lector y que ella pretendía saber para entender los motivos que a mí me habían podido inducir a escribir la obra. Yo al principio me contuve, un poco sorprendido por aquel aluvión de preguntas y de cuestiones con que trataba de abordarme; sin embargo, a medida que conversaba con ella, volvía a ceder al enorme encanto que derrochaba, y, casi sin poderlo evitar, me vi nuevamente cautivado por su embrujo. Hablaba con tal gracia que era casi imposible que no me sintiera arrastrado por ella, impelido por aquella voz tan imperiosa con que procuraba captar siempre mi atención. Acompañaba sus palabras con gestos muy elocuentes, como si no considerara suficiente lo que decía para lograr el efecto que deseaba. Sus miradas, sobre todo, se clavaban en mí con una insistencia desmedida, con una intensidad que no podía sino ocasionarme una gran turbación. Sin querer, me puse a hablar de mí mismo, de asuntos que quizá hubiera debido reservar para momentos de mayor intimidad. Se enteró así del último episodio amoroso que yo había tenido, de aquel engaño del que había sido víctima a causa de un enamoramiento empecinado; yo nunca se lo había contado a nadie pero ante ella caí en la tentación de hacerlo, movido por una fuerza desconocida que operaba en mí. Irène no dejaba de sonreír ante aquella inusitada revelación, como si viese en ella una conquista importante de su capacidad de seducción: le había servido sin duda para conocerme mejor, para saber en qué punto yo habría de mostrar más debilidad.
Se inició de esta manera una relación que yo no me atreví nunca a detener. Para mí resultaba, ciertamente, bastante fructífera, pues de ella salía siempre muy animado, quizá por la influencia que un espíritu tan jovial como el de Irène ya ejercía en mí. A las conversaciones que tenían lugar en aquellas reuniones le sucedió pronto una cita en unos jardines de París: ocurrió de forma casi natural, como una consecuencia lógica de lo que ya habíamos hablado; a una insinuación suya yo le había respondido que lo mejor era quedar en un sitio donde nadie nos viera, en un sitio en el que pudiéramos charlar con más tranquilidad sobre todo lo que quisiéramos.
El amor, como ya tenía comprobado, es a veces algo impredecible, un fenómeno que no obedece quizá a unas causas razonables: surge por un sentimiento que se despierta en nuestros corazones de un modo imprevisto, propiciado por una serie de factores de los que no somos conscientes, por una experiencia que depara en nosotros una conmoción muy profunda. En algunos casos resulta incluso sorprendente la persona que atrae nuestras atenciones, muy distinta acaso del modelo que hubiéramos soñado, con atributos o con cualidades que en otras quizá hubiésemos desdeñado. El hecho de que yo tuviera dieciséis años más que Irène era algo que, en efecto, yo jamás habría imaginado: hasta entonces las mujeres que me habían gustado eran más o menos de mi edad, por lo que no cabía en mi mente que me fijara en un ser tan joven, con un estilo de vida muy distinto además del mío.
Aquella cita en los jardines fue el preámbulo de un noviazgo que me habría de proporcionar grandes emociones. Estaba lejos de mí sospechar siquiera que aquella intrépida muchachita pudiera convertirse tan pronto en mi novia; sin embargo, las cosas se precipitaron de tal manera que dieron enseguida en una solución que yo jamás hubiera pensado. Iréne, con sus encantos, logró que yo me dejara conducir hacia el terreno que ella ya había preparado. La conversación que tuvimos desde el principio, sabiamente gobernada por su instinto, giró en torno al tema de los sentimientos, sobre el que yo había dado ya señales de manifiesta debilidad. En un momento del diálogo, me preguntó qué era lo que buscaba principalmente en las mujeres, qué era lo que más me atraía de ellas para que me pudiese enamorar. Como no sabía qué responder, me quedé callado unos segundos. Estábamos a la sazón sentados en un banco de los jardines, a la sombra de unos arbustos. La tarde caía con rayos sonrosados sobre el tupido follaje. Iréne aprovechó mi silencio para mirarme de un modo muy decidido: sus ojos se detenían en los míos con meliflua determinación, como si hubiesen encontrado en ellos el objeto que ardorosamente habían estado buscando. Un poco ruborizado, contesté que me consideraba muy sentimental y que siempre me había visto arrastrado por lo que dictaba mi corazón. Los ojos de Irène parecieron entonces brillar antes de volverlos a posar en mí. Le coeur!, exclamó con voz aterciopelada, orgullosa de haber hallado por fin el secreto que le podía abrir quizá las puertas de mi alma, hasta aquel instante ocultas por una gruesa capa de prevenciones. J’aime les hommes comme toi, dijo a continuación, como si estuviera ya muy segura de lo que habría de suceder después. Su mano, sin previo aviso, se deslizó entonces sobre la mía, al tiempo que yo me estremecía por su inopinado atrevimiento. Al advertir lo que sentía, se demoró en su caricia con el fin de encender aún más mi ánimo, a punto ya de convertirse en un fuego incontrolable. «Los hombres como yo son muy vulnerables», dije en un tono muy bajo, tratando de sonreír para que no se notara demasiado la emoción que me embargaba. Aunque miraba hacia otro lado, me di cuenta de que ella seguía observándome de la misma manera que antes. Su mano había acabado ya de acariciarme cuando comprobé que su cabeza se aproximaba muy lentamente a la mía. Supe entonces lo que intentaba y, movido por un repentino impulso, abandoné mis labios en los suyos. Fue un beso muy apasionado que se prolongó durante varios segundos, mientras en el cielo se iban apagando ya las últimas luminarias del ocaso.
A aquella cita le sucedieron muchas otras, casi todas con el mismo resultado. Tenían lugar en sitios diferentes, siempre a hurtadillas de los demás, a los que no queríamos ver para que no invadieran nuestra intimidad. Fue un noviazgo muy intenso en el que apenas desaprovechábamos ocasión para volver a encontrarnos. Irène, sobre todo, era quien se mostraba más interesada en que así fuera, quizá porque ella no tenía tantas ocupaciones como yo. Muchas tardes me esperaba a la salida del trabajo: solía decir que había sentido la necesidad de verme y que había salido con ese fin. Cuando hacía buen tiempo, paseábamos hasta una hora bastante avanzada de la noche, siempre al ritmo que marcaban sus pasos, acelerados a veces por el incontenible impulso que los acometía. Daba la impresión de que huíamos de algo, de que buscábamos con mucha ansiedad un refugio donde escondernos, un rincón acaso en el que pudiéramos hallar la seguridad que anhelábamos. Irène, siempre muy jovial, se reía de los suspiros que yo exhalaba cuando la fatiga me rendía, cuando ya no podía seguir la marcha que ella había impuesto. La verdad es que tenía mucha gracia entonces: parecía revestida en esos momentos de todos sus encantos, dotada de un don especial que la hacía mucho más cautivadora. A poco que dijera, yo le obedecía como un fiel lacayo que hubiera de cumplir todos sus caprichos. La habría seguido en realidad hasta donde ella hubiese querido, hasta donde a ella se le hubiera antojado llevarme para poner a prueba mi fidelidad. Aunque parecía muy impulsiva, sabía muy bien elegir los caminos que más le convenían, las rutas que le habían de conducir hasta el lugar que hubiera escogido para llevar a cabo una determinada acción, para sorprenderme con alguna declaración que yo no esperase, con alguna caricia que a mí me hubiese de dejar una impresión muy honda. Nos gustaba besarnos en los atardeceres lánguidos, sentados en un pretil del Sena, frente a un cielo que se teñía de un color morado. Eran besos que tenían un sabor muy dulce, a veces dados con la precipitación con que obra el deseo, un deseo que no llegaba a revelarse por miedo quizá a malograr nuestro noviazgo.
Irène me hablaba a menudo de mi libro: me decía que me consideraba un gran escritor, con un porvenir casi asegurado. Para ella, tenía mucho valor lo que había escrito: era una historia en la que siempre triunfaba la vida, por muchos enredos en los que cayera el protagonista. Aseguraba que nunca había leído nada igual y que era muy meritorio que aquello fuese realmente una traducción del español, idioma en el que yo debía de expresarme muy bien a tenor de lo que había sido capaz de escribir en otro. Me estimaba tanto que no encontraba palabras para dar a conocer lo que sentía: era algo muy grande, algo desmedido que la enardecía y que la obligaba a soltar elogios sobre mí, sobre el creador de aquella obra tan extraordinaria, Dans  un lieu du coeur.
Je t’aime sans mesure, me decía con frecuencia Irène en los instantes de mayor exaltación, precedidos todos de conversaciones que resultaban muy alentadoras, de pausas que acababan siendo muy sugerentes. A mí me parecía que ella lo urdía todo y que tenía ya calculado el momento en que nuestro amor había de manifestarse con un beso o con un abrazo desproporcionado, con un apretón de manos en el que los dos nos sintiéramos confundidos.
De todos los amores que tuve, era este probablemente el que me resultó más asequible, quizá porque en gran parte había sido Irène quien lo había propiciado,  quien con sus manejos y con sus artes había logrado adaptarlo a su medida, sin que yo interviniera apenas en ello. Por mucho que lo intente, no conseguiré explicarme por qué razón actuaba así, por qué causa yo no trataba de comportarme de un modo más decidido. En este caso, el amor tenía el carácter que ella había querido imprimirle: más que un sentimiento desbocado, parecía una pasión encauzada hacia un fin, una pasión sorda que a mí sin embargo me iba dominando y que adquiría a veces una proporción desorbitada, en los instantes en que Irène se dejaba arrebatar por ella.
Por aquel tiempo, yo empezaba a concebir una nueva historia, en la cual un personaje emprendía un viaje hacia el interior de sí mismo, un viaje con el que pretendía hallar el punto en el que su vida había dado un giro definitivo, porque siempre hay un momento crucial en el que todo cambia de forma inapelable, igual que me había ocurrido a mí en el pasado cuando tomé la decisión de huir de Elvira. El tal personaje, al que todavía no había otorgado nombre, buscaba un asidero al que aferrarse para sentirse más seguro; se había dado cuenta, en su deambular por el mundo, de que nada hay más firme como la propia identidad en la que se asienta la personalidad de uno, conformada por señas que nos apartan de erróneas mistificaciones. Al proporcionarle detalles de la novela, Irène insistía en que le facilitase más datos, deseosa de ver cumplido mi proyecto en el menor plazo de tiempo posible. Para ella, el proceso de creación dependía exclusivamente de las ganas con que el escritor afrontase su obra, de la ilusión con que se entregase a ella. Entre Irène y yo, había notables diferencias al respecto, quizá porque solo opinaba desde la perspectiva de una lectora, siempre proclive a considerar que al artista lo asiste un ingenio inagotable. Al decirle que necesitaba madurar mis ideas, se mostraba un tanto decepcionada, como si hubiera empezado a perder la confianza que tenía puesta en mí.
Todo esto coincidió, por si fuera poco, con una disminución de las ventas de mi primera novela, lo cual era un mal indicador acerca del interés que podía estar suscitando. Lo normal era que si había tenido una buena aceptación siguiera progresando en las preferencias de la gente, siempre reacia a admitir algo que no ha sido ya avalado por un éxito precedente. Durante algunos días me pregunté con cierta preocupación a qué obedecía aquel inesperado descenso, y la verdad es que no hallé ninguna razón que lo justificase, ningún motivo que a mí me hiciese dudar acerca de los valores que reunía mi libro. Se trataba quizá de un fenómeno eventual que no respondía a ninguna lógica, una especie de retroceso que pronto podría ser contrarrestado por un movimiento nuevo, por un inusitado ascenso que tampoco obedeciese a ninguna causa concreta, sujeto tal vez a un capricho del destino que está siempre ligado al devenir de cada producción artística.
Para Irène, supuso un revés incontestable, un hecho que venía a desbaratar todas las creencias que ella hubiese acumulado sobre mí. A pesar del enorme efecto que le había causado la lectura de mi obra, ahora no veía tan claro que mereciese tanto entusiasmo, quizá porque se dejaba influir también por las opiniones que más estuviesen en boga, por los favores o los descréditos con que la sociedad encumbra o discrimina las cosas. La visión que ella tenía de mí comenzaba a verse afectada por esta circunstancia, como si yo solo pudiese ser valorado por los productos que fabricase mi mente. Fui comprendiendo de esta manera que no era realmente a mí a quien amaba, sino más bien al hombre que ella había soñado que era, al escritor que en su imaginación estaba llamado a ocupar un puesto importantísimo en el mundo de las letras. Ella buscaba el prestigio que yo podía depararle, la fama de la que indirectamente se habría de beneficiar. Los besos que me daba ya no tenían el ardor de los de antaño: parecían dados con temor, con miedo de despertar en mí vanas tempestades, ilusiones que no habían de tener ningún sentido. Eran besos vacíos de encanto, besos hueros que no provocaban ahora ninguna pasión, faltos del calor con que el alma en ellos palpita cuando se ama verdaderamente a la persona a la que son destinados.
Tenía la impresión, por todo ello, de que era otra, de aquella joven intrépida e ilusionada que yo había conocido no se correspondía ahora con la actual: sentía cierta lástima por ella, pues no comprendía que hubiese podido cambiar tanto. Quizá por ese resto de amor y de compasión que siempre queda, consideré que era más prudente esperar antes de tomar una decisión que tal vez fuese demasiado precipitada, dictada por el recelo que yo en algún momento hubiera llegado a sentir; antes de repudiarla, yo debía estar muy seguro de los motivos que me inducían a pensar mal de ella, pues también podía ocurrir que todo fuera un engaño de mi imaginación, un tanto alterada por aquellos días a causa de los sinsabores que había recibido por los descensos de venta de mi libro.
La situación, en vez de aclararse, terminó por enturbiarse aún más, pues al despego que yo había percibido se sumó en algunos casos cierta animadversión que yo no pude ya soportar. A las propuestas que a veces le hacía ella contestaba de un modo destemplado, como si ya no le resultase agradable mi compañía, como si el hecho de que estuviese conmigo no tuviera para ella ningún significado.
Al darme cuenta de su postura, yo no quise prolongar más aquella farsa, y un día, antes de que ella me lo plantease, le dije que nuestra relación se había vuelto muy fría y que, en consecuencia, era mejor para los dos darla por concluida. El efecto que hizo en ella tal resolución fue muy distinto del que yo esperaba, pues en lugar de aceptarla dio en protestar por la crudeza con que se la había comunicado, al tiempo que también me culpaba de la ruptura que se había producido. Según ella, las cosas ya no tenían remedio debido a la actitud que yo había adoptado: me acusaba de falso y de hombre timorato, de persona que no había sabido nunca estar a la altura de las circunstancias; era un fracasado, un tipo que se había creído muy importante pero que no era más que un ser acomplejado. Tenía la cara contraída cuando me lo decía, el gesto amargo de quien ha perdido ya todo interés por la vida; con los labios muy tensos, hacía una y otra vez muecas con las que trataba de sacudir toda la ira que en aquellos momentos sentía. Yo me limité a callar y, cuando se me presentó la oportunidad, logré alejarme de ella con la intención de no volverla a ver nunca.
Fue, sin embargo, una experiencia que no olvidaré, como no creo que olvide tampoco otras que antes había tenido, la mayoría de ellas con parecida suerte, aunque en este caso había sido yo quien abandonaba a mi novia. Mi sino, después de todo lo que había vivido, no debía de ser otro: al final, tras una serie más o menos larga de episodios, me encontraba de nuevo solo, frente a un mundo en el que había de seguir luchando con los escasos medios de que disponía.
Comencé así un periodo nuevo, en el que no quise prácticamente otra compañía que la que me ofrecía Antoine, de quien nunca había terminado de separarme. Volví a pasear con él por los mismos lugares de siempre: como dos viejos amigos, nos gustaba evocar otros instantes de nuestro pasado común, en los que hacíamos aquellos mismos recorridos, especialmente en los meses que precedieron a la guerra, cuando la sospecha de un inminente desastre parecía que nos uniese más. Antoine a veces se detenía a analizar sentimientos personales, matices muy significativos en los que yo no hubiese caído: buscaba sobre todo en sus recuerdos los restos de alguna ensoñación que para él hubiera sido muy halagadora, las huellas de una quimera que a lo mejor todavía estuviese persiguiendo. A mí me sorprendía siempre su capacidad de imaginación, con la cual se remontaba a una realidad que nunca era la nuestra, a un mundo en el que reconocía las cosas por el sentido que en ellas estuviera impreso, no por el nombre o por la forma con que normalmente se presentaban. Parecía un adivino, un ser asombrosamente dotado para la intuición y la profecía, para la búsqueda de unos valores que tal vez no se hallasen en la vida cotidiana. Entre sus barruntos, figuraba últimamente con especial insistencia el del declive de la empresa en la que los dos trabajábamos, afectada quizá por la enorme competencia que en el sector de la edición ya existía. Según él, monsieur Dupond era un romántico de los libros, un idealista que habría de sucumbir ante el empuje de otros empresarios con una visión más práctica de los negocios.
Su vaticinio, en efecto, se cumplió, aunque quizá no lo hizo con la rapidez que él hubiera previsto, pues monsieur Dupond se aferraba a cualquier tabla de salvamento para salir a flote, en un esfuerzo denodado por sacar su proyecto adelante. Tenía la convicción de que había de luchar hasta el final y de que no debía desistir de su empeño si todavía quedaba alguna posibilidad  para continuar sobreviviendo. A veces, cuando más apurado se le creía, extraía fuerzas de flaqueza para no caer en el desaliento y, con renovado ánimo, se ponía otra vez al timón de su nave, dispuesto a emprender una complicada y dura travesía. Si algún día parecía que le faltaba el dinero, al siguiente se reponía con un caudal sorprendente, como si tuviese un lugar secreto donde acumulaba un inagotable tesoro.
Duró varios años aquella decadencia. Yo, entre tanto, me había dado a escribir mi segunda novela, en la cual pareció al principio que no había de invertir tanto tiempo como en la anterior, pues en dos semanas había escrito bastante más que lo que hubiera abarcado antes en un periodo mucho mayor. Sin embargo, después llegó un momento en que no supe cómo continuar: realicé varios ensayos, sin que ninguno me llegara a satisfacer; los consideraba faltos de carácter, con un estilo que se apartaba bastante del que había deseado seguir. A tal indecisión se vino a sumar por entonces la preocupación que yo sentía por la suerte de la editorial, por lo que mi mente no se encontraba en condiciones para discurrir con la clarividencia que había demostrado en otras ocasiones. Me concedí un descanso, tras el cual volví a coger la pluma con muchas ganas: me dejé llevar entonces por la inspiración, en un intento por dar a mi obra un aire más desenvuelto; lo conseguí, ciertamente, durante algunas páginas, pero luego me paré de nuevo, empantanado en otra indeterminación, en un punto en que la novela debía adquirir un mayor interés. Se sucedieron así etapas de creación y de inquietante sequedad, sin que yo pudiera predecir lo que hubiese de ocurrir después: a veces mi inactividad se prolongaba más de lo que hubiera pensado, debido tal vez a la falta de estímulo en la que yo sin querer estaba cayendo.  
Monsieur Dupond, con la serenidad que lo caracterizaba, sin que en su semblante se percibiera ningún asomo de contrariedad, anunció un día que la editorial que había dirigido durante más de veinte años tenía que cerrar. Dijo que era algo muy triste que había de tener fatales consecuencias en el mundo cultural, un hecho muy penoso del que la sociedad se habría de resentir. C’est la mort de la littérature, apostilló en un tono casi apocalíptico, tratando de sonreír.
Era monsieur Dupond, sin lugar a dudas, un hombre admirable, un tipo imbuido de unos ideales que quizá eran muy difíciles de plasmar: el amor a las letras lo había llevado a luchar por un concepto de la edición muy diferente del que empezaba a predominar ya en su tiempo; él no miraba otra cosa que la calidad de las obras, aun cuando estas no tuvieran demasiadas posibilidades de ser vendidas. Según me dijo una vez, muchos de los autores antiguos habrían permanecido en el anonimato si hubieran vivido en la actualidad. Él creía, ante todo, en el genio, en el valor de la inspiración: todo dependía, según su criterio, del impulso creativo, de la voluntad de escribir algo que estuviera fuera de todos los cánones. Nunca olvidaré, por supuesto, la confianza que depositó en mí: antes de que publicara mi novela, yo pienso que él ya estaba seguro de que lo haría; guiado por su intuición, sabía que no podía defraudarle, había vislumbrado quizá en mí ese fuego interior que mueve al artista y que se proyecta de forma indefectible en su obra.
Con el cierre de la editorial, todo para mí pareció retornar al punto en que había empezado, a un momento de desamparo y de abandono por el que ya había pasado varias veces en mi vida. A monsieur Dupond dejé de verlo ya para siempre: se esfumó de mi lado como se esfuma una figura querida que se ha entrevisto en un sueño; nunca supe en realidad adónde fue, tal vez al lugar del que había venido, al país en el que residen todos los grandes entes de ficción. Ahora que han transcurrido tantos años, a mí se me representa en el recuerdo como un personaje de leyenda, con su rictus melancólico siempre grabado en su rostro, con una tímida sonrisa siempre a punto de asomar a su boca.
Con el único con el que mantuve cierto contacto fue con Antoine. Como estaba ya próximo a la edad de jubilarse, para él no fue un gran contratiempo quedarse sin trabajo; lo vio casi como una liberación, como una excusa para descansar de todas las obligaciones que le había impuesto su oficio. Ahora se dedicaría a vagabundear, como le gustaba decir: para él, no existía mayor placer que el de pasear por las calles sin otro fin que observar lo que en ellas hubiera, lo que por ellas pasase a cada momento.
Yo, como carecía también de trabajo, quedaba algunos días con él. Mientras caminábamos, charlábamos sobre los temas que más nos interesasen, casi siempre relacionados con nuestra vida anterior. Sin proponérnoslo, volvíamos a dar en los mismos asuntos, sobre los cuales ya habíamos discurrido muchas veces, quizá porque contenían las pautas esenciales para que nos siguiéramos entendiendo, las claves necesarias para prolongar nuestra amistad.
Habíamos dejado ya los círculos de jóvenes para visitar otros ambientes que nos llamaban por entonces más la atención. Por lo general, se trataba de reuniones de literatos y de gente ligada con el arte y con el mundo del espectáculo. En ellas, nos encontramos de nuevo con tipos muy curiosos, capaces de atraer a muchas personas que se sentían impelidas por el poder de persuasión que tenían, por el aura de genios consumados que en torno a ellos se creaba. Siempre reacios a admitir tamañas celebridades, nosotros no nos dejábamos embaucar al principio por lo que decían, sino que preferíamos meditarlo y debatirlo después con más calma; nos comportábamos así como dos críticos que fueran a tomar nota de lo que en tales sitios acontecía para elaborar después una crónica concienzuda de ello, en la que no podía faltar el apunte irónico o mordaz de Antoine.
Fue precisamente en una de esas reuniones donde conocí a monsieur Denis, con el cual entablé una relación que me habría de ser muy provechosa. Me lo había presentado un amigo de otro tiempo, con el que yo tuve la fortuna de coincidir entonces. Era monsieur Denis el subdirector de uno de los principales diarios de París, un señor alto y fornido, con la cara ancha, animada por unos ojos muy grandes que parecían abarcarlo todo. Gracias a él, conseguí entrar de reportero en el periódico: otra vez mis facultades como escritor me abrían las puertas para un trabajo que yo jamás hubiese sospechado, con el cual podría ganar de nuevo un sueldo que me sustentase.
Una vez que formalicé mi contrato, se me encargó que hiciese mi primer reportaje sobre el caso que yo más conociese; era como una especie de ensayo con el que yo debía demostrar que estaba realmente capacitado para aquello, una prueba quizá que había de superar para que en adelante se pudiera confiar más en mí. Sin dudarlo, escogí como asunto aquellos grupos de intelectuales y escritores de los que de algún modo seguía formando parte, constituidos casi de manera espontánea en torno a unos cuantos líderes, en torno a unas cuantas voces que actuaban de mentores. Me di cuenta de que la cultura necesita a veces maestros que dirija sus pasos, personas mejor dotadas que sean capaces de aglutinar todas las iniciativas que se van creando. Con la ayuda de Antoine, logré que el reportaje tuviera un aire distinto al que se esperaba, un carácter mucho más crítico del que yo solo le hubiera dado. A monsieur Denis le gustó tanto que llegó a decir que nunca había leído nada parecido en muchos años; a su juicio, el mayor mérito de mi trabajo, lo que lo hacía diferente, era el estilo tan peculiar con que lo había realizado.
Después de este éxito, pensé en los nuevos temas sobre los que podía escribir. Un día, paseando con Antoine, me di casi de bruces con una realidad que no debía obviar. Se trataba de un mendigo, con el que mi amigo no dudó en detenerse para charlar. Era de trazas muy parecidas a las de cualquier otro, con los harapos muy sucios, envuelto en una mugrienta capa que le servía para abrigarse y para hurtar su rostro a los ojos de los demás. Tenía el pelo largo y ensortijado, la tez muy ennegrecida, los ojos hundidos en una tenue penumbra. Nos lo encontramos en un rincón de la calle, recostado contra una columna. A simple vista parecía dormido, quizá agotado por todo lo que hubiese andado aquel día. Antoine, al advertir que se movía, se había dirigido a él para interesarse por su situación. El mendigo, que dijo llamarse Pierre, dio pronto muestras de una gran cordialidad. Nos contó, entre otras cosas, que no era de París, sino de un pueblo del sur, donde había vivido hasta que unos parientes muy crueles se ensañaron con él; en su deambular por Francia se había dedicado a muchos oficios, todos ellos de escasa remuneración; al final, después de haber recorrido muchas leguas, había acabado en París, donde se sentía más a gusto que en ningún sitio, ya que era una ciudad en la que había muchos recovecos y escondites donde dormir. Yo, en aquellos momentos, me acordaba de aquel otro mendigo con el que había convivido en un portal de Madrid: aunque presentaban algunas diferencias, sus historias coincidían en muchos puntos esenciales, quizá en la misma sensación de desvalimiento y de marginación ante la vida. Comprendí, a poco que hablé con Pierre, que podía ser el protagonista de mi próximo reportaje, en el cual incluiría parte de la conversación que mantuvimos con él.
Mi oficio de reportero me deparó grandes satisfacciones: el hecho de colaborar con cierta periodicidad en un medio que tenía tanta tirada de ejemplares me hubo de consolidar como escritor. Al ver que ahora era muy leído, me sentí muy responsable de lo que escribía, pues podía influir bastante en la opinión de los lectores, guiándola hacia los principios que estimaba más justos. Condicionado por todo lo que yo había vivido antes, acabé por especializarme en asuntos que tuvieran relación con los sectores más desfavorecidos de la sociedad, con los que a partir de entonces me consideraba comprometido para denunciar la situación en la que se hallaban, los males a los que diariamente habían de estar expuestos.
Mi segunda novela, mientras tanto, continuaba avanzando, siempre al ritmo que marcaban los descansos que hacía en mi trabajo. Había llegado ya a la mitad de la historia, después de haber resuelto no pocos problemas de conducción que se me habían planteado en su desarrollo. El protagonista, en su viaje interior, se había topado con una escena de su infancia que le causaba una gran desazón, en la cual él se veía arrancado cruelmente de los brazos de su madre. Desde entonces su vida empezaba a cambiar: en lugar de caminar por un lugar seguro, ahora todo se le volvía confuso y peligroso bajo sus pasos; como si hubiera recibido un golpe decisivo, su conciencia despertaba ahora a una realidad que nunca hubiese imaginado.

















7



Habían pasado ya dos años desde que yo empecé a trabajar en el periódico. Casi sin darme cuenta, las cosas habían vuelto a rodar de un modo rutinario, sin que se produjera ningún hecho anormal que pudiera alterarlas, ninguna circunstancia imprevista que dislocara el orden en que habían de sucederse. En mi profesión de periodista, había alcanzado ya una reputación que me garantizaba un porvenir tranquilo. Los sentimientos, que tanto me habían afectado en el pasado, parecían ahora dormir bajo el peso de mis acciones. Tenía la sensación de haber conquistado una paz estable, conseguida después de innumerables trabajos.
Aunque nadie lo crea, debo decir que todo eso cambió un día casi de pronto. Por muy duradero que pensemos que es nuestro estado, siempre hay hechos o situaciones que pueden transformarlo: la seguridad con la que contemplamos a veces este mundo no existe, pues todo en él está expuesto a mudanza, a un cambio repentino con el que no se contaba, especialmente si viene proporcionado de nuevo por una experiencia que resulta muy conmovedora.
Lo que a mí me sucedió fue, en efecto, algo en lo que yo jamás hubiese pensado, sobre todo a aquellas alturas de mi vida, cuando más seguro y confiado me encontraba, cuando más fe tenía en las posibilidades de alcanzar las metas con las que siempre había soñado. Ocurrió casi de pronto, como digo, una tarde que iba yo paseando por la ribera del Sena y me dio curiosidad de entrar en Notre Dame, por cuya puerta fluían en aquel momento un gran número de fieles. Fue un súbito impulso lo que me llevó hasta ella, un impulso que nacía tal vez de mi adormecida conciencia. Sin haberlo planeado, me hallé otra vez en la nave central de la vieja catedral, adonde en otras ocasiones había ido por mero interés artístico, para observar la belleza de aquella impresionante construcción. En este caso, me guiaba una especie de llamada interior que yo no hubiera sabido explicar, una voz callada que conducía mis pasos hacia donde habían de ir. Al ver a otros fieles arrodillados en sus reclinatorios, yo me arrodillé también. Estaba el Señor expuesto: resaltaba la Hostia blanquecina en medio de un ramillete de luces. Como si hubiera encontrado a alguien conocido al que hubiese estado buscando, mis ojos quedaron fijos en aquella sagrada forma; como si obedeciera a un resorte que estuviera oculto en mí, enseguida mi imaginación retrocedió a los días de la infancia en que yo creía adivinar en esa hostia el cuerpo macerado de Cristo, cuando en la iglesia del pueblo permanecía absorto un rato ante el altar. De alguna manera, aquella imagen ahora se repetía, en un lugar muy alejado del mío, en una catedral por la que habían pasado tantos siglos de historia. Yo estaba allí, pues, un niño de seis o siete años, embebecido en la contemplación de un misterio que no me dejaba de asombrar, tratando de razonar por qué me sentía inclinado a creer que en aquella oblea se encontraba precisamente Cristo, el Redentor del mundo. No, no debía de ser casualidad que hubiera ido: tal vez había sido el propio Cristo el que me había llevado hasta allí. Me vi entonces como un peregrino, como un peregrino que había recorrido muchos caminos, a veces sin saber exactamente adónde se dirigía, conducido solo por su intuición, por su deseo de hallar siempre algo mejor. Había tropezado mucho, había tenido que sortear infinidad de obstáculos para llegar a donde pretendía, hasta que finalmente un azar que tal vez no era casual había hecho que yo estuviera entonces allí, en aquella oscura nave de Notre Dame, arrodillado junto a otros hombres y mujeres que compartían mi misma fe, la que yo tuve y abracé cuando era niño, en un pueblo del que ya casi no quería hacer memoria. Movido por un viejo instinto, me consideré en aquellos instantes un pecador, un sujeto quizá muy vanidoso que había tenido muchos errores en su vida, de los que ahora estaba deseando sin duda arrepentirse. La misericordia de Dios es infinita, había oído muchas veces en otro tiempo: Dios era un padre que perdona y que acoge con los brazos abiertos a todos los que se acercan a él arrepentidos; en su amor no hay grados ni distinciones, pues todo en él es eterno y valedero para su reino. Había enviado a su Hijo para que muriera por los hombres, a los que hacía hermanos por el precio de su sangre, derramada en la cruz para la salvación de ellos. El grano de trigo tenía que morir para dar fruto, recordé entonces, en un momento en que retornaban a mi cabeza con facilidad frases y consideraciones que creía ya desterradas de ella. Era evidente que Cristo había muerto también por mí y ahora estaba allí presente, transformado en una oblea de pan que representaba su cuerpo, dispuesto otra vez para darse como alimento espiritual que nos sacia de amor y de consuelo. A medida que pasaban los minutos, sentía más deseos de arrepentirme, más deseos de reconocer todos los pecados que hubiese cometido en mi pasado, algunos de ellos  quizá muy tormentosos. Me daba cuenta de que los más graves eran los que hubiera podido cometer contra los demás, a los que había de tener como mis semejantes. Recordé al punto el dolor que había causado a mi familia y, aunque no me consideraba responsable de él, lo veía como una mancha que no había acabado de disiparse en mi vida. Sin saber por qué, tenía unas ganas inmensas de reconciliarme conmigo mismo: era algo también instintivo que había surgido en mí de pronto, por esa voluntad de recuperar las creencias que siempre había tenido. Reconciliarme conmigo mismo significaba asumir todo lo que había sido, con las partes de luz y de sombra que inevitablemente en mí habían existido, en muchas ocasiones tal vez mezcladas en unos mismos actos, quizá porque nuestra personalidad suele ser más complicada de lo que se cree, como decía monsieur Dupond cuando enjuiciaba al protagonista de mi primera novela, con el cual yo ahora me encontraba cierto parecido. No, no hay un solo hombre en nosotros, sino que a veces somos dos o tres, sin que se pueda discernir cuál es el que más nos representa, porque todo cambia cuando las circunstancias son distintas, cuando los estímulos o las sensaciones que percibimos ya no son los mismos. Yo era entonces, en Notre Dame, arrodillado ante el Altísimo, un ser arrepentido, un ser quizá desarraigado que necesitaba regresar a su pasado para volverse a encontrar consigo mismo, aun cuando tuviese que renunciar a las comodidades que en el presente había logrado. Necesitaba volver para retomar sus raíces, para recuperar las señas de identidad que había perdido. Quizá era esto, y no otra cosa, lo que yo echaba de menos, lo que en aquellos momentos más pesaba en mi conciencia, sacudida ahora por todos los recuerdos que acudían a ella. Quizá no debía arrepentirme de algo que hubiese hecho, sino de haber descuidado una parte de mí que me correspondía, sin la cual era ya imposible que siguiera viviendo. Por mucho que hubiese progresado durante aquellos años de mi huida, nunca podría alcanzar lo que pretendía si no volvía a ser de alguna forma el que había sido, si no me reconciliaba con todo lo que yo en otra época había abandonado. Para recoger esos restos de mí que se hallaban dispersos solo bastaba abrazar de nuevo la fe, la fe que tuviera de pequeño, la que a mí me habían transmitido mis mayores, a los que ahora estaba agradecido. Dios, que era tan misericordioso, había permitido que yo arribase a aquel sitio, a aquella nave central de Notre Dame, frente a un presbiterio cuajado de luces, donde se descubría la santa forma del cuerpo de Cristo, expuesto allí para ser adorado, para ser contemplado por todos los fieles que como yo entraban en el templo. Por primera vez en mi vida me daba cuenta de que Dios me quería: a pesar de mi soberbia y de mis innumerables pecados, él nunca me había vuelto la espalda, me había acompañado aunque yo no lo supiera, como una sombra tutelar, como una sombra o como un amor ciego que existía dentro de mí, hasta que ahora me había guiado hasta allí, como si aquel encuentro ya hubiese sido dispuesto por él. Lo veía muy claro, tan claro que me parecía increíble que no hubiera reparado en ello antes; había vivido quizá de un modo demasiado acelerado, a impulsos de una voluntad que se hacía cada vez más fuerte; yo solo pensaba en satisfacer mis deseos más elementales, sin caer en la cuenta de lo que estos habían de encubrir, quizá un afán descontrolado por alcanzar una felicidad que no estaba a mi alcance, una dicha inconcreta que se me resistía y que se alejaba de mí cuando más próximo a ella creía estar. El ser humano, ciertamente, es deleznable si no es asistido por una fuerza mayor, si no cuenta con un auxilio superior que lo sostiene y que lo anima a seguir buscando, porque no cabe duda de que su sino será siempre buscar, buscar lo que su corazón le demanda para ser plenamente feliz, algo que solo se alcanza cuando uno se siente de veras amado por Dios, como a mí me pasó precisamente aquel día, sin que ningún presentimiento me lo hubiera anunciado antes. Era como un regalo que Dios tenía reservado para mí, aunque yo no había hecho nada para merecerlo; me lo otorgaba como un don, como una gracia que se derrama de su infinita bondad, en un momento en que yo no era consciente de lo que dentro de mí podía albergar. Sí, el ser humano es deleznable hasta que una luz interior lo alumbra, una luz que nace de su propia conciencia, abierta ahora a una realidad que antes había pasado inadvertida para ella, la realidad de un mundo propio, creado a su medida por el amor. Arrepentido por todo lo que antes no había sido capaz de sentir, me veía impulsado a regresar al punto en que mi vida había empezado a cambiar, quizá porque a partir de él tenía la posibilidad de reparar los errores que hubiese llegado a cometer, muchos de ellos revestidos acaso de verdad. Necesitaba, pues, volver a mi tierra, retornar a los orígenes que un día dejé: quería estar de nuevo con los míos, aun cuando ellos no viesen bien que lo hiciese; era claramente un mandado de mi corazón, al que no debía sustraerme, una voz sorda que bullía dentro de mí y que me instaba otra vez a abandonarlo todo para partir hacia el lugar donde pensaba ser feliz.
Cuando le conté a Antoine lo que había decidido no se lo creía. Me miró primero con extrañeza, como si dudara de que hubiese perdido el juicio. Para él, debía de ser algo insensato, una determinación que no había de tener ningún sentido. Me preguntó por qué lo hacía y yo le expliqué los motivos que me habían movido a tomar tan inesperada decisión. Se lo conté todo, todos los detalles que habían concurrido en aquella conversión tan profunda que en mí se había producido, por la cual ahora deseaba ardientemente volver, volver al rincón donde había nacido, a la tierra en la que había dado mis primeros pasos. Le confesé que estaba arrepentido, aunque no sabía precisar de qué, tal vez de algo que no hubiese reconocido nunca, de una forma de ser que había estado ligada inevitablemente a mí. Era un arrepentimiento que había sido inducido por la fe, por la creencia en un Dios que ama y que perdona siempre, un Dios que incluso se hace hombre para morir por los hombres. Por mucho que le explicara, Antoine no parecía entenderme; adoptaba una actitud más bien huidiza, como si no quisiera pensar demasiado en lo que le decía. Me recordaba en ciertos momentos a la persona que yo había creído conocer al principio, cuando se mostraba tan locuaz y airado con la burguesía, especialmente cuando estaba bebido. Se mostraba testarudo, a la manera de un niño consentido que se niega a aceptar las directrices que se le imponen para conducir mejor sus actos, un niño mimado y obtuso que se empecina en sus caprichos y que es incapaz de razonar coherentemente. A mí casi se me habían acabado ya los argumentos para tratar de que comprendiera mi postura; me daba la impresión de que hablaba con una pared, con la que naturalmente no podía entenderme. La situación era ya poco menos que exasperante: a toda alusión que yo hacía a mi insólita experiencia respondía con lo mismo, con que aquello no era para él comprensible. Durante algún tiempo nuestra conversación apenas se desvió de aquel punto: yo intentaba añadir algo nuevo, alguna razón que lo deslumbrase y que lo sacara definitivamente de su estupor; pero él siempre salía con la misma respuesta, como si no tuviese ya otra cosa que decir. Casi desistía de mi empeño cuando Antoine comenzó a dar señales de que discurría de otro modo: fue cuando se acercó a mí para palmearme en el hombro, igual que había hecho otras veces de franca camaradería. Era un gesto que había de interpretar de repentino cariño, surgido en él por un súbito impulso, quizá por un recuerdo de anteriores momentos en que lo habíamos pasado muy bien juntos. Yo ya no podía hablar, conmovido por aquel inusitado cambio de humor, por aquella nueva muestra de confraternización. Mon ami, dijo mientras golpeaba otra vez con su mano en mi hombro. Yo sonreí, en vista de su afecto. Le dije que la amistad era un valor que no se había de perder nunca. Los dos sabíamos que nos estábamos despidiendo, acaso ya para siempre. Guiados por un mismo instinto, nos acercamos aún más y nos dimos un fuerte abrazo.
Dos o tres días después partía yo para Elvira. Me había despedido ya también de mis jefes, a los que tuve que decir que era un asunto de índole familiar el que me había obligado a dejar el trabajo. Para que no fuera algo definitivo, determiné conservar el piso en el que había vivido, con todos los enseres y los libros que en él todavía guardaba, en gran parte heredados de monsieur Ronsard. No descartaba que algún día pudiera regresar a París, quizá llevado por una nueva corazonada. El destino era imprevisible: podía encerrar aún muchas sorpresas para mí, a lo mejor una suerte de truco o de añagaza que me hiciese volver nuevamente a la ciudad en la que había vivido durante más de veinte años.
Por el camino que me conducía a la estación, lloré algunas lágrimas. París se me ofrecía con todos sus encantos, como si lo hiciese con el celo de una mujer que quisiera retener a su amado con ella, temerosa de poderlo perder para siempre. Hacía una mañana deliciosa del mes de octubre, con un cielo claro que se cubría por algunos lados de una ligera neblina sonrosada. Los edificios de la ciudad, guarnecidos de recias barandillas de hierro, se arracimaban en las calles, tumultuosos y espléndidos, dejando a veces entre ellos breves espacios en los que anidaban las sombras, los restos de un pasado melancólico que hubiesen sido arrinconados por el tiempo. A lo lejos, como una decoración de fondo, aparecía un horizonte resplandeciente de cúpulas y de torres, ensartadas entre una nube sigilosa de tejados abuhardillados. Los plátanos del camino, ya decaídos y melindrosos, se desprendían de algunas de sus últimas hojas, hojas grandes y amarillentas que se mecían en el aire unos segundos antes de caer sobre otras que ya había depositadas sobre el suelo. A mí me daba un poco de congoja presenciar este cuadro, en un momento en que todo me parecía que estuviese dispuesto para una emocionada despedida. El sol derramaba sus oros sobre París, envolviéndolo en una dulce atmósfera; por unos instantes yo tenía la impresión de que no me iba, de que aquella escena que entonces contemplaba la había de contemplar siempre, en un futuro que no podía ser diferente del pasado que ahora abandonaba. Sin duda, París era también un lugar del corazón, un lugar que yo jamás podría olvidar mientras viviera. Paseaba mi mirada por sus calles y por sus plazas, por sus rincones de adormecido encanto, por sus jardines de indescifrable misterio; me daba cuenta de que mi espíritu estaría siempre allí presente, enredado en las ramas de sus frondas, en el aire apagado de sus silencios, en el rumor insomne de una multitud que se congrega en torno a un monumento, en el vuelo de unas palomas que se alzan sobre un cielo diáfano… El Sena, con sus ondas plateadas, circulaba por la ciudad  a un ritmo cadencioso, dejando sobre sus orillas sollozos y suspiros que solo las almas románticas escuchaban. La torre Eiffel, majestuosa, se elevaba en la mañana de octubre con indómita gallardía: a pesar de los años que había pasado allí, era una imagen que me seguía impresionando como el primer día, cuando yo llegué a París huyendo quizá de mí mismo, deseoso de hallar un sitio donde pudiera emprender una nueva vida.
En el trayecto hacia la estación, me acordé también de Antoine, con quien últimamente había compartido tantas historias. Al principio lo había tomado por un ser muy extraño y algo antojadizo, con el cual era difícil que me llevara bien. Sin embargo, después fui descubriendo que aquello no era más que una impostura, a la que él era muy proclive, quizá porque así se sentía más seguro ante los demás. Era un tipo muy noble, capaz de entregarse sin reservas a otro si este se confiaba sinceramente a él. Como ya he apuntado en otra ocasión, el afecto que entre los dos llegó a existir superaba quizá los límites de una simple amistad: el abrazo que al final nos dimos era la expresión de todo lo que antes habíamos sentido, la expresión de una fraternidad que habría de perdurar siempre en el tiempo. Antoine fue, sin duda, mi mejor amigo, al que quise como a un hermano mayor que velaba por mí en todo momento. Como si él en aquellos precisos instantes estuviera pensando lo mismo, creía percibir dentro de mí su aliento, su voz densa animándome a seguir siempre buscando la felicidad a la que todo ser humano es llamado. Sentía el impulso de su espíritu, un empuje hondo que aceleraba mi corazón y que se extendía por mis venas y por mis médulas estimulándome a continuar caminando, a proseguir mi marcha hacia un punto que tal vez ya estuviese escrito en mi destino, un punto de retorno en el que volvería a encontrarme con los míos, de los que quizá nunca había debido separarme.
Antoine me acompañaba en mi viaje: lo tenía presente siempre, mezclado con mis recuerdos y con mis cavilaciones más íntimas; a veces incluso soñaba con él, en una escena en que rememoraba de forma fragmentaria e inconexa algún suceso de París.
A medida que me acercaba a España, pensaba cada vez con más insistencia en lo que le hubiera podido ocurrir a toda la gente a la que en Elvira había conocido. Sabía que mi madre había muerto, víctima de un mal que había tenido su raíz en el desgarro interior que con mi partida había sufrido, según se me había acusado en las cartas que de los míos durante aquel tiempo había recibido. Sabía también que eso no era cierto y que ella me había querido como ninguna otra persona quizá me podía querer en el mundo; estaba convencido incluso de que me continuaba queriendo, desde allá donde estuviese, tal vez dentro de mí, pues advertía también con frecuencia su impulso, confundido con mi sangre, asentado en mi alma con la solicitud de un ángel que no deseara nunca abandonarme.
Habían transcurrido muchos años desde que recibí la última carta. Era posible que mi padre también hubiese muerto, pues por edad era lógico pensar que así hubiera sucedido. Con él no me había llevado tan bien como con mi madre, quizá porque era muy testarudo y nunca había sido capaz de admitir otra verdad que la que en su cabeza hubiese arraigado antes: llevado por un error, había creído que yo actuaba solo por propio interés, por un egoísmo infantil del que nunca me había desprendido. Yo ahora lo disculpaba, enternecido por el efecto que en mí había producido la conversión que tuve; comprendía que él era así y que no había sabido comportarse de otra manera; contaba, a pesar de todo, con un valor que nunca había dejado yo de reconocer: tenía un gran sentido de la obligación, como a mí me demostró el día en que me dio la parte de la herencia que me correspondía para que emprendiera el viaje que había decidido, aun cuando no me entendiera, aun cuando me repudiara en el fondo como hijo. En el caso de que todavía viviera, lo más seguro era que no me rechazara cuando me viera llegar, movido por el mismo principio del deber, por una voluntad quizá oscura por redimirme.
Sobre mis hermanos apenas me planteaba nada; lo más probable era que siguieran afanados en sus labores de campesinos, en unos trabajos que habían aprendido a hacer casi desde que eran pequeños. Llevado por un instinto fraternal que pocas veces había sentido, me di cuenta de que aún los quería, a pesar de que con ellos mi relación había sido más bien escasa; los quería porque eran mis hermanos, porque compartían conmigo una misma sangre. Posiblemente ellos estuviesen ya casados, con mujeres quizá de Elvira, con mujeres que seguramente reuniesen sus mismas condiciones; tendrían probablemente hijos, en los cuales habrían inculcado los mismos principios  que nuestro padre había querido inculcar en nosotros.
Mientras viajaba, mis recuerdos se mezclaban unos con otros: a los de París se sumaban de pronto los que procedían de aquel tiempo remoto que yo pasé en Elvira; realmente había vivido ya más años allí que en mi pueblo, de donde salí siendo todavía muy joven. Volvía ahora a él con cuarenta y tres, a una edad en que debía de estar asentado en la vida, casado como mis hermanos con una lugareña, con la cual habría tenido una lustrosa prole. Al llegar a este punto en mis cavilaciones, pensé en Ana, a quien había dejado para evitar que sufriera un mayor disgusto, provocado por la animadversión que sentía su padre hacia mí, de la que posiblemente no lograría librarme. Me preguntaba qué habría sido de ella: estaba convencido de que habría superado la decepción que le había causado mi marcha, pues ella era entonces una joven muy juiciosa que sabía sobreponerse a todos los contratiempos. Aunque no había tenido noticias suyas, daba casi por seguro que habría conocido pronto a otro hombre, quizá presentado por su mismo padre, con el cual no habría tardado en contraer matrimonio. Sería entonces una mujer feliz, de cuarenta y tres años como yo, una mujer madura, con los hijos ya muy grandes, quizá en edad de casar también. La imaginaba risueña, algo cambiada de rostro, con ciertas arrugas en el entrecejo y en torno a las comisuras de los labios, con la mirada un poco más sosegada que antes, siempre contenta por lo que le ofrecía la vida. Entre sus costumbres, figuraría con toda seguridad la de ir a misa por las mañanas, antes de afanarse en las tareas cotidianas. Me la representaba con los andares vacilantes, como un resto del contoneo juvenil que tanto la había caracterizado, con esa gracia innata que nunca habría perdido. Bien mirado, todavía sentía por ella cierta añoranza, como si aún no hubiera acabado de quererla, quizá porque Ana había sido la primera mujer con la que yo había soñado, en un tiempo en que cualquier idealización era posible. En el fondo de mí mismo quedaba un residuo del amor que había sentido, un rescoldo que permanecía oculto pero que se reavivaba en cuanto caía en él una chispa procedente de algún recuerdo.
Al llegar a Madrid, me acordé de los amigos que allí había dejado, con los cuales compartí mis primeras aventuras, algunas de ellas muy dichosas. Eran personas que pertenecían ya a mi pasado, a una época que entonces se me antojaba bastante lejana. A veces tenía la impresión de que al viajar hacia mi pueblo estaba también retrocediendo en el tiempo: parecía como si tuviera que pasar por etapas que ya había vivido para concluir en la que había albergado mi infancia, en unos años que ahora se mostraban en mi imaginación de una manera muy difusa, como diluidos en la pátina gris de un sueño que no acababa de concretarse. Creía por momentos que solo era verdad lo que estaba viviendo y que todo lo que recordaba pertenecía a una historia que quizá yo hubiese inventado.
El resto del viaje lo dediqué a planear mi llegada. Elvira seguiría siendo un pueblo pequeño, recostado a la sombra de los cerros, sobre un horizonte presidido por azuladas colinas, por lejanas montañas recortadas sobre la lámina tersa del cielo. La vega, como un inmenso abanico desplegado a sus pies, se presentaría ufana, compuesta de numerosas parcelas que a la distancia semejarían los retazos de un animado tapiz. Las choperas, como unas tupidas cortinas, ceñirían a lo lejos los cuadros verdes y marrones de la labranza, entreverados de huertas exuberantes y de caminos que serpean entre balates cubiertos de herbazales.
En cuanto llegara a Elvira, tenía pensado dirigirme a la casa de mis padres, donde presumiblemente ocasionaría una inopinada sorpresa. A lo mejor un hermano que allí viviera saldría a recibirme, sucio todavía del polvo que se le hubiese adherido en sus faenas. Me saludaría perplejo, sin terminar de creer que era yo quien aparecía ante él. Tal vez por un instante dudaría de mí, pensaría que era otro, alguien que tenía conmigo bastante parecido. Yo entonces me acercaría y le cogería las manos en señal de confraternización, dispuesto a asumir todas las faltas que él quisiera atribuirme. Luego, después de habernos saludado, nos encaminaríamos a la casa de mis otros hermanos, donde también sería recibido con la misma extrañeza, sin que ninguno de ellos se mostrara enojado conmigo.


























8



Llegué a Elvira una tarde de octubre en la que el sol declinaba ya tras los montes. Desde el coche en que me trasladé desde Granada había podido ver sus casas apiñadas en torno a la iglesia, de la que descollaba con cierta arrogancia su vieja torre. Había observado con detenimiento, a medida que me acercaba, sus tejados decrépitos, las bardas de sus huertos, los portones de sus corrales, envueltos a aquella hora en un fulgor azulado. Veía también las colinas de olivares sobre las que se tiende el pueblo, los cerros que detrás lo circundan, algunos de escabrosa pendiente, con sus piedras teñidas de un  color rojizo. Había bandadas de vencejos que se elevaban sobre una escarpa y que describían varios círculos en su vuelo.
El paisaje era de una extraordinaria belleza. La luz de la tarde, disuelta en oro, se derramaba sobre el rosa del horizonte. Los campos, de castaño y verde, se adormecían bajo una pátina de cobre; vertida sobre ellos, la luz circulaba torrencial por trochas y senderos, resbalaba por balates y vallados, cayendo como una llamarada sobre maizales y herrenes, sobre barbechos y sembrados. Las choperas, recortadas en una lejanía de lumbres, lo ceñían todo con sus telones de terciopelo verdoso, casi ya azul en el momento del ocaso.
A poco que me adentré en las primeras calles de Elvira, sentí cómo mi corazón se aceleraba ante el aluvión de tantos recuerdos, ahora vueltos a recuperar ante aquel panorama. Tenía la sensación de que regresaba a un pueblo muy viejo, perdido en una región del sur que había ocupado un sitio muy importante en la historia. Era un lugar sombrío, de callejuelas muy cortas y estrechas, de plazoletas que parecían pertenecer a un mundo de magia, habitado por duendes y seres fabulosos. Cuando yo pasé, solo había algunos vecinos asomados a las puertas de sus casas. Se diría que allí todo discurría muy tranquilo, ajeno a las pautas y a las convenciones por las que se rige la vida moderna. Yo no esperaba encontrarme aquel ambiente; esperaba quizá un poco más de ajetreo, acostumbrado como estaba al bullicio que imperaba normalmente en París.
Al ver mi casa, experimenté una emoción muy grande; casi no me lo podía creer: se conservaba igual que antes, igual que yo la evocaba en mi recuerdo, con su aspecto un tanto cochambroso de vivienda que ha dado albergue a varias generaciones de campesinos. Cuando llegué, con mi maleta al hombro, después de haber dejado el vehículo, la puerta se encontraba abierta, quizá porque alguien hubiera acabado de entrar por ella; me acordé entonces de que cuando era niño las casas no se cerraban durante todo el día: la gente se trasladaba de unas a otras con la familiaridad que concede un trato continuo, una relación en la que no se daban reservas de ningún tipo. Como solían hacer los vecinos en tales casos, llamé antes de pasar el umbral. Al principio nadie me respondió. Mi voz había sonado hueca, más grave quizá de lo que en mí era habitual. Aguardé un poco. Todo estaba en penumbra en aquellos instantes. Por el pasillo que comunicaba con el patio vislumbré una sombra, tal vez la silueta de alguien que se acercaba negligente hacia mí. Era mi padre, lo reconocí enseguida, apenas se hubo acercado algo más. Había menguado bastante, estaba mucho más delgado, con el pelo completamente blanco, muy despejado por la frente. Empuñaba un bastón, se movía con mucha dificultad. «Eres tú, Gabrielillo», no dudó en decirme cuando me vio allí. Él también me había reconocido, quizá antes de que lo hiciera yo. La emoción volvía a embargarme, me impedía hablar. «Padre», casi balbuceé, al tiempo que dejaba la maleta en el suelo para aproximarme a él. «Yo estaba seguro de que volverías», me dijo. Hablaba con la voz muy apagada, quizá por el deterioro que hubiese sufrido con los años. En su cara adiviné una sonrisa, una sonrisa muy tierna que le hizo mover los labios. Yo lo rodeé con mis brazos, lo besé varias veces en la frente. La verdad es que nunca hubiera imaginado aquella escena. Mi padre sollozaba con la cabeza apoyada en mi pecho: notaba las pequeñas convulsiones con que exhalaba los sollozos, la agitación que sacudía todo su cuerpo. «Padre», repetí, acariciando ahora su pelo. Tardó un rato en responderme, quizá porque no pudiese hablar. Yo esperé sin decir nada, hasta que advertí que se tranquilizaba un poco; entonces lo separé de mí con mucho cariño para verle el rostro. En sus ojos temblaban unas lágrimas, unos restos quizá de ellas que aún no se hubiesen disipado. «Gabrielillo, eres tú», volvió a decirme, sin salir todavía de su asombro, como si hubiese de permanecer siempre en ese estado. Entonces llegó Antonio, uno de mis hermanos, el segundo en el orden de nacimientos. Venía también del patio. Parecía que tuviese ya sesenta años, aunque solo me llevaba a mí siete. Tenía las sienes plateadas, la piel de la cara invadida de arrugas. «¡Cómo es posible!», exclamó al verme, mirándome como si yo fuese realmente un aparecido, un ser de ultratumba que hubiera regresado a los suyos. «¡Las cosas que pasan en este mundo!», continuó diciendo, cuando ya daba claras señales de haberme reconocido. «Soy yo, Gabriel, he vuelto», le dije sin titubeos, seguro ahora de mi situación. «Te dábamos ya por perdido, nunca pensábamos que pudieras volver», confesó después de haberse detenido, a dos pasos ya de mí. Al contrario de mi padre, había algo en él que lo obligaba a actuar con cautela, posiblemente la falta de confianza que ya entre nosotros existía. «A papá le ha dado últimamente por decir que pronto regresarías, la verdad es que está ya muy mal, tiene muchos trastornos de cabeza, lo más sensato que decía era eso, aunque los demás lo tomábamos como una nueva tontería», me informó sin moverse de su sitio, mirándome ahora con decisión a los ojos, como si hubiese visto por fin en mí al hermano que había desaparecido. «Te íbamos a escribir una carta para pedirte perdón y para decirte que volvieras, pero tú te has adelantado», prosiguió tratando de sonreír, a punto de dar ya los pasos que le faltaban para llegar hasta mí. «Creo que fue una equivocación, todos fuimos víctimas de un error, del que ahora estamos muy arrepentidos, no sé por qué fue, por una de esas cosas que tiene la vida, por un juicio mal formulado, por una obcecación en la que caímos casi sin darnos cuenta», añadió antes de estar ya junto a mí, antes de fundirnos en un fuerte abrazo.
Antonio se había quedado soltero, igual que yo. Por eso vivía en la casa, al cuidado del padre. Según me explicó con más detalles después, el padre tenía las facultades mentales muy mermadas, a lo que también había que sumar un desgaste físico bastante considerable. Ya apenas comía, se alimentaba solo con dos o tres sopas que se tomaba en diferentes momentos del día. Dormía muy poco y se orinaba con frecuencia. Antonio no lo podía dejar solo; cuando se iba al campo, había de llamar a una vecina para que cuidara de él.
La noticia de mi llegada se difundió pronto por el pueblo. A las dos o tres horas de estar allí, se hicieron también presentes mis otros dos hermanos. Con ellos el saludo fue igual de afectuoso. Domingo, el mayor, estaba casado y tenía cinco hijos, algunos en edad ya de trabajar junto a él. El otro, Vicente, se había quedado viudo y se había unido después en segundas nupcias con una mujer mucho más joven que él; del primer matrimonio tenía una hija y del segundo, dos. Ambos hermanos se sentían muy orgullosos de sus vidas, especialmente por el trabajo que les había costado alcanzar la situación de bienestar en la que ahora se veían. Yo me alegré de sus progresos, igual que ellos a su vez se alegraron de los míos cuando les conté todo lo que había hecho durante aquel tiempo. Se sorprendieron todos de que hubiera llegado tan alto, de que me hubiese codeado con gente tan importante.
Pasé una velada inolvidable con ellos. Serían ya las tres de la madrugada cuando nos despedimos. Yo, como era natural, me alojé en la casa de mi padre, donde también residía Antonio. Me quedé, por cierto, en la misma habitación donde dormía de pequeño, al lado de la que ocupaban entonces mis padres. Tuve allí las mismas impresiones que me asaltaban en la infancia, cuando me veía solo en la oscuridad y no paraba de oír ruidos a mi alrededor, pequeños crujidos que me sobresaltaban en medio de la noche. Casi parecía que no hubiesen pasado los años. Yo seguía siendo el mismo niño de siempre, había recuperado mi inocencia antigua, perdida en los tumultuosos trajines del mundo. Había vuelto a mi pasado, al lugar en que nací, un lugar que siempre había estado en mi corazón. Lo que no se olvida son los sentimientos que hubiésemos tenido en otro tiempo, las emociones que nos embargaron cuando éramos felices, cuando soñábamos con un futuro que se ajustaba perfectamente con nuestras fantasías. Esos sentimientos y emociones reaparecen siempre, avivados por alguna percepción nueva que hiere nuestros sentidos y que despierta en nosotros evocaciones inusitadas, con las cuales recreamos un episodio del pasado, un momento oscuro de nuestra historia, un detalle ínfimo de nuestra primera infancia. Por mucho que se diga, no son fenómenos insustanciales, sino que afectan a nuestro ser más profundo, constituido por nuestros pensamientos y deseos más íntimos. Todas las ideas que concebimos están impregnadas de su aliento; sin ellos nada podría tener consistencia en nosotros, sería algo deleznable, algo que no tendría ninguna fuerza y que acabaría por desmoronarse pronto. Yo, aquella noche, había vuelto a ser el de antes, acostado en la misma cama de siempre, rodeado de los mismos ruidos que tanto me habían sobresaltado entonces, en unos instantes en que el pueblo dormía en el silencio de una madrugada de octubre que apenas se diferenciaba de otras, un silencio que de vez en cuando era roto por las campanadas hondas de la torre de la iglesia, que sonaban para dar las horas. Como no podía quedarme dormido, repasaba en la cama todas estas cosas, buscando en ellas los entresijos de una vida que había terminado por parecerse a la que yo había tenido, después de un recorrido muy largo que me había llevado a conocer diversos rincones de Europa hasta que por fin había retornado al punto del que había partido. Me preguntaba a veces si todo no había sido un sueño, si yo no había soñado que salía un día de allí y corría una serie de aventuras que yo mismo había imaginado: era tan intensa la impresión que me producía estar otra vez allí que no creía que fuese verdad todo lo que yo había vivido en otros sitios.
Tardé mucho en dormirme. Cuando desperté, pensé que estaba en París, en la habitación que me había dado cobijo durante tantos años. Sin embargo, fue algo instantáneo, pues enseguida tomé conciencia de la realidad donde me hallaba. Estaba en mi cuarto, en la casa de mis padres, en Elvira. Por una rendija de uno de los postigos de la ventana penetraba un rayo diminuto de luz, un delgado haz de claridad que caía oblicuo sobre los pies de la cama. Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la penumbra, en la cual fueron aparecieron paulatinamente los contornos de los objetos que allí había. Debido a que no había dormido mucho tiempo, mi cabeza no se encontraba todavía muy despejada: tenía cierta somnolencia que hacía que no discurriese aún de un modo preciso. En las habitaciones de abajo alguien debía de estar ya levantado, pues se oían a veces algunos golpes, los tintineos de una vajilla. En aquel momento no podía por menos de acordarme de todo lo que yo escuchaba allí mismo en otra época, cuando mi madre preparaba el almuerzo que mi padre y mis hermanos habían de llevar a la vega; antes de que ellos se levantaran, estaba ya ella trajinando en la cocina, afanada en los preparativos de la comida; a mi madre nunca se le olvidaba nada, lo tenía todo dispuesto antes de que a ellos les pudiera hacer falta, lo mismo que le ocurría después conmigo cuando me arreglaba para ir al colegio. Por un instante hubiera deseado que estuviera otra vez allí en la casa, atenta a cada una de las necesidades que los demás pudiésemos tener; me hubiese gustado sentir sus manos sobre mi pelo, en un intento por corregir el peinado que yo me hubiera hecho. Me acordaba de sus palabras de consuelo cuando algún mal parecía acecharme, de los halagos que me dedicaba a veces para elevarme el ánimo. Ella seguía estando allí, a mi lado, sentada quizá en el borde de la cama, a punto de contarme una de las múltiples historias con que antaño trataba de suscitar mi sueño. Yo casi la veía, con su cabello castaño, rizado por las puntas, con su perfil adusto, de mujer hacendosa, preocupada de los suyos.
Cuando me levanté, debía de ser ya muy tarde. Antes de bajar, abrí los postigos de la ventana y me quedé un rato apoyado en el alféizar, contemplando como antes el paisaje que desde allí se me ofrecía. Aunque había estado en muchos sitios, algunos de una singular belleza, ninguno me había deparado tantas emociones como aquel. La luz de la mañana era ya de un tono amelocotonado: parecía hecha de miel, de una miel viscosa que se iba diluyendo en el aire azulado; la vega se presentaba como un cuadro abigarrado de verdes y de ocres, entreverado aquí y allá de grises y de amarillos; a lo lejos Granada semejaba una ciudad encantada, engastada en las colinas que la ciñen, sobre un montón de sierras que se elevan de forma asombrosa, con sus cumbres delineadas sobre un cielo de plata.
Cuando bajé a la cocina, mi padre y mi hermano Antonio me estaban ya esperando para tomar el desayuno juntos. La verdad es que se había resuelto todo muy pronto: yo nunca hubiera esperado que pudiera ser objeto de aquel recibimiento; después de haber estado tantos años perdido, no era normal que así se me acogiese. A mi memoria acudía inevitablemente la imagen del hijo pródigo, la de aquel que en la parábola evangélica malgasta toda su fortuna antes de regresar arrepentido a la casa del padre. Quizá se trataba de un milagro, propiciado por la voluntad de un ser superior que así lo hubiera determinado, por el designio de un Dios omnipotente y misericordioso que hubiese querido deshacer el entuerto que a mí me había mantenido alejado de mi familia.
Mientras desayunábamos, Antonio me informó que mi amigo Ernesto también se había ido de Elvira: en su caso, se había debido al parecer a una decisión paterna, a un asunto de índole interna, tras el cual Ernesto se había tenido que trasladar a otro lugar, donde se había asentado a su vez como cabeza de familia; solo volvía al pueblo en contadas ocasiones, según continuó informándome Antonio. Yo aproveché entonces la oportunidad para preguntarle por más vecinos de Elvira y, como no podía ser de otra manera, también me interesé por Ana, a quien todavía no me había atrevido a nombrar desde que llegué de París. Mi hermano, que se acordaba de nuestra relación, sonrió brevemente antes de responder a mi pregunta. Dijo que vivía con su madre, de la que nunca había deseado separarse. Quise saber entonces si tenía marido, a lo que él repuso que no lo había buscado nunca desde que yo me fui. Me quedé callado, sorprendido por lo que acababa de oír: en aquel instante me venían a la cabeza varias ideas, todas ellas muy confusas. Al ver que no hablaba, Antonio me contó que residía con la madre en la misma casa y que el padre había muerto dos o tres años después de que yo me fuera; ella se dedicaba preferentemente a la costura, de la que había sacado un notable partido en el pueblo gracias a su paciencia y a su buen gusto.
Por la tarde, sin que mediara ninguna otra cosa, fui a verla. Tenía muchas ganas de saludarla después de tanto tiempo. Me animaba un solo pensamiento, el de volverme a encontrar con la persona a la que había amado por primera vez en el mundo. Temía, no obstante, que a ella le hubiera quedado cierta aversión hacia mí, causada por el enorme desengaño que hubiese sufrido, aunque por las palabras de Antonio yo colegía que no debía de ser así. Tardé poco en aclararlo, pues ella salió a recibirme en cuanto llegué a su casa. Tenía el pelo ya entrecano; parecía más gorda que antes. Como sabía que yo había vuelto, no mostró demasiada sorpresa cuando me vio. Se diría que casi lo esperaba, que estaba casi segura de que de un momento a otro habría de aparecer yo. «Gabriel», me dijo con la voz muy apurada, como si me hablara desde aquel tiempo en que la había conocido. En su rostro daba la impresión de que se dibujaba una sonrisa, quizá una mueca imprecisa que expresaba muy bien el nerviosismo que entonces sentía. Con gesto todavía indeciso, me hizo pasar al salón, donde estaba la madre, sentada a una mesa que había al fondo de la habitación. Yo estaba tranquilo: era consciente de que cumplía en aquellos momentos con un deber, quizá largamente esperado. Ana me pidió que me acercara a la madre: me dijo que estaba ya medio ciega y que le costaba mucho reconocer a la gente. Yo la obedecí: me aproximé con cuidado a la señora, hasta que consideré oportuno detenerme, a una distancia suficiente para que ella pudiese entrever mis rasgos. «Es Gabriel», apuntó Ana con la voz más nítida. «Ya lo sé, hija, lo he sabido por el modo en que le has hablado antes», dijo ella, tratando de encontrar en mí al mozo que yo había sido. Me senté en una butaca que se hallaba a su lado; la hija lo hizo en una silla, justo enfrente de mí. Me pareció que me habían estado aguardando, quizá desde que yo salí de Elvira, deseoso de escapar cuanto antes de allí. Ana me preguntó enseguida por mis andanzas; quería que le contara de una forma resumida todo lo que había hecho desde entonces, todos los sitios que había visitado durante aquellos años. Les relaté de la forma más animada que pude los sucesos más importantes que me habían ocurrido, si bien trataba de omitir aquellos que consideraba más escabrosos o que podían ser reprobados por ellas. A Ana le interesó especialmente lo que me aconteció en París. Tenía la idea de que París era una ciudad fabulosa, una ciudad en la que siempre le hubiera gustado vivir, aunque solo hubiese sido por una corta temporada, me dijo. Llevado por un exceso quizá de precipitación, le referí que yo poseía allí un piso, heredado de un famoso escritor al que había servido. Le prometí además que algún día viajaría con ella y que nos alojaríamos los dos en aquel piso, situado por si fuera poco en uno de los barrios más pintorescos de la capital. La verdad es que no era muy consciente de lo que decía; hablaba de un modo un poco atolondrado. Me di cuenta, por la expresión de la cara de Ana, de que había cometido una torpeza, pues ya no existía ninguna relación entre los dos: no podía, por tanto, suponer que en el futuro íbamos a viajar juntos; me había traicionado quizá la emoción que en aquellos instantes experimentaba, haciéndome creer que Ana y yo éramos todavía novios. La madre de ella sonrió al percatarse de mi embarazo, aunque prefirió no decir nada. Se había tratado de un error, del que no tardé en salir con los recursos con los que ya contaba: a continuación les hablé de los amigos que había tenido, sobre todo de Antoine, cuyas cosas les hicieron mucha gracia.
Tras mi relato, le tocó el turno a Ana, que se excusó de no disponer de un repertorio tan amplio de anécdotas como el que yo manejaba. A tales alturas, la confianza con la que ella se dirigía a mí volvía a ser ya muy grande: lo noté en la manera que había tenido de mirarme, en su forma de sonreír cuando yo había contado algo divertido. Aunque en sus rasgos se advertían algunos cambios, en sus ojos y en sus labios se mantenían los mismos gestos, la misma mezcla de pudor y de mansedumbre que en ellos solía vislumbrarse, el mismo aire de recato y de complacencia con que a menudo se mostraba, siempre pendiente de lo que hicieran los demás, de lo que en sus palabras tal vez ella adivinase. Me contó en primer lugar cómo se había producido la muerte del padre, como si hubiese sido un acontecimiento decisivo al que no quisiese dejar de referirse. Me aseguró que había ocurrido en un tiempo en que ella se encontraba un poco confusa: le sirvió para madurar, para comprender que en esta vida lo más importante eran las buenas obras que se realizasen. Desde entonces se había dedicado a servir con el máximo esmero al prójimo, en especial a su madre, que era a quien tenía siempre más cerca. Casi había un rastro de lágrimas en sus ojos cuando dijo aquello: parecía como si se hubiese vuelto más sentimental, más sensible quizá a todo lo que tuviese que ver con su familia.
La conversación se desvió después hacia otros temas, la mayoría relativos a los hechos más significativos que habían tenido lugar en el pueblo. Al final, Ana me acompañó hasta la puerta para despedirme. Me dijo que le había agradado mucho mi visita; yo le contesté que había sido para mí un placer el modo en que me habían recibido, muy diferente del que yo hubiera esperado. Ana me miraba con insistencia, casi con veneración. Antes de que me fuera, me rogó que al día siguiente no dudara en ir a verla. Me estaría aguardando allí, en aquel mismo sitio donde nos habíamos citado tantas veces.
Sería muy difícil expresar lo que sentí. Me vi de pronto trasladado a otro momento, cuando yo era un muchacho que acudía con solicitud al encuentro con una chica. Parecía un sueño, el mismo sueño que yo había tenido entonces, el que posiblemente me ha acompañado siempre aunque yo no lo advirtiera, oculto tal vez en mi conciencia, agazapado en ella hasta el instante en que volviera a surgir de nuevo, impulsado por un repentino aliento. Comprendía que yo no había dejado nunca de querer a Ana: la quería ahora quizá de una manera distinta, pues no en vano habían pasado casi veinticinco años desde que decidí suspender la relación; la juventud que entonces tenía me había hecho caer en múltiples engaños, con los cuales pude falsear lo que me ocurría, en un intento acaso desesperado por hallar un nuevo camino en mi vida.
Al día siguiente, también por la tarde, Ana me volvió a recibir en el portal de su casa. Esta vez no pasamos al salón, donde probablemente dormitaría la madre, con la cabeza recostada sobre el brazo del sillón. Permanecimos, pues, allí todo el rato, igual que habíamos hecho en muchas ocasiones cuando éramos jóvenes. Ella tenía un brillo pertinaz en la mirada, como un reflejo de lo que estuviera sintiendo por dentro. Hablamos al principio de asuntos triviales, posiblemente como un preámbulo necesario de lo que hubiéramos de conversar después. Fueron tan solo unos minutos, durante los cuales nuestros ojos se encontraron varias veces. Después ella me preguntó si había tenido muchas novias durante aquel tiempo, pues apenas sabía nada de mí sobre aquel aspecto. Alguien le había informado ya que yo no me había casado, pero aun así ella estaba deseosa de conocer más detalles. Le dije que sí, que algunas había llegado a tener pero que habían sido todos amores pasajeros, amores que no me habían dejado en el fondo ninguna huella. Ana pareció alegrarse con aquello: con una firmeza inusitada en la voz, me agradeció incluso que fuera tan sincero. La felicidad que sin duda albergaba le confería un mayor atractivo: había en su rostro algo juvenil que aún no se hubiese perdido. Tuve la impresión de que era más guapa que el día anterior. Me miraba con dulzura, como me había mirado cuando era un adolescente. Me dijo que ella no había podido querer a ningún hombre porque se acordaba mucho de mí; había tenido varios pretendientes, pero a todos los había rechazado por falta de amor. Yo había desviado la vista por un instante hacia la calle, alertado por algún ruido, por algún rumor inoportuno. Cuando la volví hacia ella, sus labios estaban ya muy cerca de los míos. La besé con la misma intensidad de antaño. Fue un beso largo, tierno, delicioso. «Te quiero como el primer día», musitó ella cuando ya nos hubimos besado.
Tras aquel encuentro vinieron otros. Era la reanudación de un noviazgo que quizá no había debido interrumpirse nunca. Nos casamos poco tiempo después. Tras la boda yo le prometí a Ana que en el futuro pasaríamos largas temporadas en París, el otro lugar de mi corazón, en el que también era maravilloso vivir.
Aunque había trasladado conmigo el manuscrito de mi segunda novela, decidí cierto día no continuarla; ya no tenía tanto interés por ella, quizá porque había otros asuntos más importantes que se lo disputaban. El protagonista, además, se iba pareciendo cada vez más a mí, al contrario de lo que había pasado con el de la primera historia. Había llegado un momento en que ya no sabía qué tratamiento había de darle: era, sencillamente, otro yo, revestido de cierto carácter novelesco. Pensé que si continuaba escribiendo acabaría usurpando mi identidad, como un personaje de fábula que se hubiese encarnado en alguien verdadero, en un proceso inverso al que normalmente se da en el acto de la creación. Consideré, finalmente, que la realidad muchas veces estaba por encima de la ficción, en especial cuando se vivía de una forma tan intensa como lo había hecho yo hasta entonces. Me hallaba, por lo demás, en un período en que no necesitaba nada para ser feliz: el amor que experimentaba por Ana era suficiente para que no deseara ninguna otra cosa; la felicidad de esta vida, y quizá también la de la otra, consiste en entregarse por entero a la persona a la que se ama, a la persona que estaba destinada para cada uno de nosotros desde siempre; si nos damos a ella, le damos todo lo que somos, por lo que ya no nos veremos como individuos aislados, sino como seres que se encuentran con otros y que se entienden con ellos en virtud de los afectos que se crean. Es el Cielo que nos aguarda, un Cielo próximo que es como un estado final en el que nada resulta disonante, en el que todo está integrado en un conjunto indisoluble, en una unidad que ya nunca se quebranta. Es el amor que nos salva, la fuerza primera que mueve al mundo, el impulso último que nos ennoblece y que nos acerca cada vez más a Dios, a un Dios que siempre nos perdona. A un Dios que nos quiere.